Música
Sylvia Robinson, profecías hip hop
Sylvia Robinson supo ver antes que nadie el poder de un sonido que dibujó una línea temporal que, tres décadas después, ha sido castrado y reformulado en el rostro pop del siglo XXI.

El último aliento de los años 60 fue testigo de la progresiva transformación de Sylvia Robinson. De hecho, ya poco quedaba de la tímida Little Sylvia que empezó a grabar para Columbia a principios de los años 50. Aquella pequeña diva del soul hizo de sus diferentes encarnaciones, como Mickey and Sylvia y Sylvia Robbins, un estudio intensivo de los tejemanejes de la industria pop. Pero aún más importante: quebró las limitaciones creativas en las que estaban encorsetadas las solistas femeninas.
Así fue como se convirtió en una de las primeras mujeres (conocidas) en producir discos. La lanzadera, All Platinum Records, que fundó junto a su marido en 1967.
De sus manos surgieron algunos de los singles más rutilantes de The Moments, como su hit de 1970, “Love on a Two-Way Street”. De su pericia para dar con el punto exacto de cocción también salieron hitos del R&B como “Shame, shame, shame”, de Shirley and Company.
Al mismo tiempo que impulsaba la trayectoria de Brook Benton o Chuck Jackson, buscaba su hueco para expresarse en primera persona. De su mente y voz surgió “Pillow Talk”, una magnética fragancia de erótica soul que la aupó hasta el tercer puesto de los charts yanquis.
A pesar de los puntuales triunfos cosechados, a finales de los 70, All Platinum Records agonizaba. Acuciada por la incertidumbre, Sylvia Robinson tuvo una premonición. “Creo que fue un par de noches antes de mi 43ª fiesta de cumpleaños en Manhattan, cuando tuve la visión”, recordaba Sylvia. “Joey, mi hijo, había contratado a algunos DJ locales para proporcionar la música, y tenían a un MC con ellos. Bueno, nunca había escuchado a nadie hablar de rap, solo pensé que era fabuloso y, desde ese mismo momento, supe que tenía que envasar esa nueva música en un disco. Fue Dios quien me lo mostró”.
Sylvia estaba intrigada por el efecto de propagar lo que pioneros como Lovebug Starski estaban divulgando: el aliento de la calle. Movida por el ímpetu de los exploradores, se sirvió de Joey para encontrar a tres raperos desconocidos en Englewood, Nueva Jersey. Sus apodos, Big Bank Hank, Wonder Mike y Master Gee.
En agosto de 1979, Sylvia entró en el estudio de grabación con el fin de materializar su visión. A partir del “Good Times” de Chic, sus recientes adquisiciones se lanzaron a una carrera de rimas que acabaría siendo inmortalizada como “Rapper’s Delight”, casi quince minutos de invención sobre terreno virgen.
“Mi esposo me dijo: ‘No podemos poner un disco tan largo’”, aseguraba Sylvia. “Y le respondí: ‘¿Qué quieres decir? Somos personas independientes. No me importa lo que dure, vamos a poner cada palabra de la canción. No tenemos que ir de acuerdo a lo que dice la industria’”.
Que los tres no hubieran grabado jamás juntos no fue obstáculo para plasmar la magia que, según Joey, se podía respirar hasta la última esquina del estudio. “Cuando Wonder Mike dijo ‘América, te amamos’, al instante, supimos que se trataba de un disco especial, un disco milagroso”, recuerda Joey.
La grabación terminó siendo captada en una única toma, dirigida por Sylvia, que añadiría su vibráfono y voz a las mezclas finales. El fin se había consumado, la piedra roseta del hip hop. El tornasol que trasladó la verbalización del pulso callejero hacia las masas e hizo que medio mundo descubriera el secreto mejor guardado desde hacía años en las barriadas neoyorquinas.
El impacto fue napoleónico. Nº 3 en las listas inglesas, dos millones de copias vendidas en Estados Unidos y ocho millones en todo el mundo. Pero la profecía de Sylvia a punto estuvo de ser cegada ipso facto. La razón: la imposibilidad de que las emisoras de radio dieran cobertura a semejante artefacto de modernidad arrabalera. La desconfianza de la WABC no pudo ser difuminada por las plegarias de Sylvia para que miles de oyentes descubrieran su invento. Tuvo que ser Jim Gates, un DJ de la emisora WESL, en St. Louis, quien vislumbró las posibilidades de “Rapper’s Delight”.
Con no pocas penurias en sus repetidos intentos, Sylvia había presionado la bomba del Dr. Strangelove. Su irradiación hizo temblar los cimientos de un universo, agitado un año antes por la fantasmagoría dub que surca el Metal Box (1979) de Public Image Limited.
Postpunk y hip hop, en aquel 1979 los productores más fascinantes eran Martin Hannett, ideólogo del sonido Joy Division, y Sylvia Robinson, la impulsora que anudó las características de una veta para readaptar el pasado de las raíces negras. Unas que iban a desligarse de su clasificación conforme al iracundo complejo de inferioridad alimentado desde la industria musical blanca. Y que Sylvia avasalló desde Sugar Hill, el mítico sello iniciado con la publicación de “Rapper’s Delight”.
El punk afroamericano fue la medicina para restablecer el orgullo de una raza que se sabía poseedora de una oportunidad única: visibilizar las entrañas de miles de vidas emparedadas entre barrios olvidados por alcaldes interesados en levantar muros de Berlín entre el Bronx, Brooklyn y el resto de Nueva York.
El espíritu belicoso podía nadar más suelto que nunca entre rimas libres de cotos melódicos habituales. Dicho canal se vio alimentado por el descubrimiento que tuvo en 1982, cuando se hizo con los servicios de Grandmaster Flash, uno de los DJ más influyentes de las noches neoyorquinas. A su vera, The Furious Five, el filtro vocal requerido para nutrir de semántica su mutación de la savia funk entre scratches de cinco tenedores y samples de Tom Tom Club, Blondie y Chic. El resultado fue The Message (Grandmaster Flash & The Furious Five, 1982), el gran monolito de la liturgia hip hop.
No obstante, tal como recordaba Sylvia, fue su influencia la que hizo que este trabajo sea hoy reconocido como la eclosión de lo que, previamente, había propagado “Rapper’s Delight”: “Después de grabar el álbum, le dije a Flash: ‘Tengo una canción que te haría más grande que nunca’. Se la toqué y le recitamos los raps. Lo que pasó es que, después de eso, me llamaba y me decía: ‘Sra. Rob, ¿qué pensarían nuestros fans si hiciéramos una canción así? Hacemos canciones de fiesta’. Él ni siquiera quería meterla en el álbum. Entonces le pregunté a Melle Mel: ‘Bueno, Mel, ¿qué piensas de eso?’. Y me contestó: ‘Bueno, Sra. Rob’, si usted cree en eso, yo creo en usted’”.
La canción a la que Sylvia se refiere es “The Message”, un cuadro inapelable de la dureza del día a día en los barrios neoyorquinos. Los fraseos vibran a lomos de palabras comprometidas con la paupérrima realidad de la gente que vive en los guetos. Yonquis, camellos y un crisol de vidas atadas a un destino grabado a piedra antes de nacer.
“The Message” trasladó el espíritu festivo del hip hop a las barricadas. Su valor como documento social abrió la senda para que la gran generación del hip hop —conformada por Eric B & Rakim, Public Enemy y EPMD— hiciera el resto del trabajo.
El mismo que inició una tal Sylvia Robinson, quien supo ver antes que nadie el poder de un sonido que dibujó una línea temporal que, tres décadas después, ha sido castrado y reformulado en el rostro pop del siglo XXI.
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