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A treinta años de su publicación, Sign o’ the Times (1987) de Prince sigue descubriendo nuevos pliegues temporales en la actualidad que predican lo acertado de un título que, con el paso de los años, añade más matices a su ADN.
Pero ¿por qué este trabajo y no Dirty Mind (1980) o Purple Rain (1984) es el que mejor define las constantes del genio de Minneapolis, fallecido en abril de 2016?
La primera razón que suele ser esgrimida se basa en la rutilante macedonia de estilos que nutre cada uno de sus 80 minutos. Un mapamundi monumental de las tendencias musicales que se estaban imponiendo en la segunda mitad de la década de los años 80: hip hop, avant-pop, electro-funk, rock springsteeniano…
La distancia entre los estilos maleados bajo su propia fórmula remarca el carácter documentalista de un sonido generacional, el de los 80. Por mera extensión, mucho se ha hablado de que ciertos usos tecnológicos han quedado desfasados.
Planteamiento, por otro lado, carente de sentido, ya que el mismo revival que inunda nuestro día a día ha provocado un curioso efecto inverso: que cortes como la titular del disco, “It” o “Hot Thing” suenen más actuales gracias a gigantes como D’Angelo, Outkast y Kendrick Lamar; seguramente, la terna que ha contextualizado con más garbo el cofre de los tesoros legado por Prince entre 1980 y 1987.
Fueron siete años de logros comparables a los vividos entre 1972 y 1979 por su homólogo extraterrestre británico, David Bowie, quien a pesar de haber forjado piedras roseta de la cultura como Hunky Dory (1971) o Low (1977), no cuenta con una obra-guía de sus mayores hallazgos como lo es Sign o’ the Times.
Yendo más lejos en las intenciones de este trabajo, hallazgos anteriores como el funk minimal de “Tambourine” y “New Position” o el ramalazo kraftwerkiano de “Something in the Water (Does not Compute)” fueron perfeccionados bajo una perspectiva que no miraba al futuro, sino que, literalmente, lo inventaba.
Como en “The Ballad of Dorothy Parker”, que cuenta con un entramado de cajas de ritmo que se adelanta a los métodos de Timbaland y Missy Elliot, los dos productores que, desde mediados de los 90, han definido la mutación del hip-hop en el pop de hoy en día.
La complejidad del golpeo a contrapié de dicha base rítmica no fue más que uno de los tantos “accidentes felices”, para los que la ingeniera de sonido Susan Rogers fue la mano derecha del Mozart negro del pop: “Hubo algunos elementos sónicos inusuales, incluyendo la voz distorsionada en “If I Was Your Girlfriend”, el sonido sordo y opaco en “The Ballad of Dorothy Parker” y las voces del coro en “Forever in My Life”. Todos estos fueron accidentes felices involuntarios. Algunos experimentos fueron deliberados, como los tambores hacia atrás en “Starfish and Coffee” o la pista básica de “It’s Gonna Be a Beautiful Night”, que fue grabada en un camión para una presentación en vivo en Francia”.
“Sign o’ the Times fue cuidadosamente diseñado, en su mayor parte. La pista de batería en “The Cross” está notablemente fuera de tiempo, mientras que “Forever in My Life” e “It” se hicieron bastante rápido. Por el contrario, temas como “Adore” y “U Got the Look” recibieron una atención excepcional, al detalle. Por su parte, “Slow Love”, “I Could Never Take the Place of Your Man” y “Strange Relationship” eran canciones antiguas que se volvieron a editar para la ocasión”.
Tal caudal de soluciones remarcó el efecto integrador mediante el que Prince quiso confundir los géneros musicales dentro de una gran Torre de Babel funk, donde los sonidos eran desprovistos de raíces mediante curiosos choques de estilo. Los bajos de contundencia electronic body music de “It”, el soul de tracción robotizada en “Forever in my Life”.
La obsesión por ampliar los contornos geográficos del pop mediante cruces imposibles sirvió de fuente de inspiración en Stankonia (2000), de Outkast, cuya misión fue idéntica, aunque tirando del hilo de los 90 hasta el peaje obligatorio, Prince. No en vano, cortes como las subyugantes “Ms. Jackson” y “Toilet Tisha”, por un lado; y la chulesca “So Fresh, So Clean”, por el otro, reinciden en una de las significaciones centrales de la obra magna de Prince: crear una simbiosis entre el compromiso social del What’s Going On (1972) y el candor sexy de Let’s Get It On (1973). O cómo fundir los dos extremos de Marvin Gaye bajo una misma luz policromática.
En este sentido, Andre 3000, el 50% más libérrimo de Outkast, emerge como la representación más fidedigna de Prince en el siglo XXI. La lucha de peleas en el vídeo de “Roses”, su gusto por los atuendos psico-glam, la verbalización de un ego bisexual. El propio Andre 3000 reconocía en 2006 el impacto que tuvo Prince en su vida: “Uno de mis primos mayores fue mi modelo a seguir cuando yo era adolescente. Él siempre estaba vestido con ropa nueva y pija. Tenía una forma muy cool de hablar. Iba a su casa y me ponía “Kiss” y “Dirty Mind”, y me decía lo que significaban las letras. Sabía lo que estaba pasando. Luego me pinchó Sign o’ the Times. Su sonido me recordó a Funkadelic”.
Con el paso de los años, Stankonia ha sido reivindicado como el “Sign o’ the Times” del siglo XXI, honor al que To Pimp a Butterfly de Kendrick Lamar también opta desde 2015, año de su publicación. Dicho clásico contemporáneo contiene “These Walls”, un corte que definía la intención de reimaginar cómo sonaría el hip hop en los años 60 si éste hubiera nacido de una ramificación soul.
Esta mentalidad por plantear el what if? como solución creativa es un afluente de Sign o’ the Times; del que, a su vez, comparte su misma ambición por gestar una gran Ópera Egipcia afroamericana.
Tal objetivo ya había sido cimentado por Isaac Hayes con Black Moses (1971) y Stevie Wonder, por medio de Songs in the Key of Life (1976). Ambos LP también eran dobles, un formato inusual para la música negra soul y funk de los años 70 que Prince, incluso, quiso superar bajo la publicación de un triple álbum que se llamaría Crystal Ball. Pero ante la debacle de su anterior disco, Parade (1986), Warner le obligó a reducir el metraje. De semejante tijeretazo surgió Sign o’ the Times. Un accidente inesperado cuyo efecto Dorian Grey está remarcado por su misma condición meridional en la historia del pop.
Al igual que las ansias enciclopédicas del Daydream Nation (1988) de Sonic Youth en materia noise-rock, el noveno álbum en estudio de Prince encerraba todo un pasado de música negra en un brebaje de trago largo hasta el mismo fondo de la historia del pop.
En 1987, Prince asfaltó la carretera central hasta nuestros días. El mismo año en que se produjo una profusa reforestación donde Public Enemy se enfundaban el uniforme militar, Pixies y My Bloody Valentine reducían a anécdota el pop cristiano de U2, Happy Mondays y Stone Roses se llevaban los méritos de 808 State en Madchester, The Young Gods elevaban el rock industrial a un nuevo estadio, The Cure se convertían en un fenómeno de masas y los Smiths ponían fin a un lustro inigualable en logros musicales. Casi nada.
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Prince siempre fue algo especial, descatalogable.
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