Música
Arca, caos y revolución
Cada progresión impulsada por Arca remite a un peligro constante. Sonidos que nunca suenan como la primera vez, ni la segunda, ni la tercera.

Ahora que la década llega a su fin —o ahora que comienza una nueva, quién sabe— y toca evaluar quiénes son las figuras que provocarán nuevos pliegues estilísticos, seguramente no haya nombre más inspirador que el de Alejandra Ghersi, más conocida como Arca.
En español antiquísimo, “arca” significa “caja de madera”. Tal como explicaba Ghersi para I-D Vice en marzo de 2017: “Es un envase ceremonial donde se guardan joyas u objetos de valor, un espacio vacío que puede contener cualquier música o significado que yo le dé. Era importante para mí que no fuera una palabra que ya existiera, sino más bien algo hueco que yo pudiera crear”. En esencia, lo que ha gestado la productora de Caracas es una sensibilidad cibernética que quiebra las matemáticas anglosajonas del ritmo.
Tragedia y épica se entrelazan continuamente en su fijación por el pintor Francis Bacon. “Dijo que en sus pinturas estaba tratando de representar el grito, no el horror, y esa idea me parece tan hermosa: pintar el grito es permitir que el espectador se comunique con un sentimiento humano que normalmente está fuera de los límites”, llegó a reconocer Arca para The Guardian en abril de 2017.
Sus motivos orientales lisérgicos a golpe de crepitación de drum & bass volcánico, como en “Castration”, remiten a una forma totalmente pasional de abordar el acto creativo. Su sonido parte de un enfoque cercano a una crackología digital de los elementos terrestres. Así sucede en “Anoche”, donde los efectos de fondo recuerdan a pisadas en la nieve, tal como en Vespertine, el disco glaciar de Björk. Por su parte, “Saunter” confunde efectos vocales con neblinas disparadas a bocajarro.
Ambos hallazgos forman parte de Arca (2017), donde se reencontró con su voz, la cual tenía enterrada desde sus años adolescentes, cuando hacía synthpop ensoñador en Venezuela bajo el nombre de Nuuro. En aquellos tiempos, sus reflejos eran grupos indietrónicos como The Postal Service. Pero lo que en su momento era un mero ejercicio de estilo se metamorfoseó en un géiser emocional que evade cualquier tipo de previsibilidad.
Así fue como lo definió el teórico musical Simon Reynolds para Cultura Canibal en junio de 2017: “Creo que hay artistas en la música electrónica que están haciendo cosas nuevas, como Arca. ¡Ojalá me gustara más su sonido! Pero definitivamente es un desarrollo interesante de los años 90 del IDM (Intelligent Dance Music), como una especie de versión de ‘teoría queer’ de Autechre”.
Para Arca, el futuro no está regido por medidas temporales ni evoluciones aritméticas, sino por las leyes del caos. Eso mismo debió de pensar Kanye West cuando lo llamó para que participara en Yeezus (2013). Su don para colorear graves profundos hizo que sus aportaciones fueran claves en la concepción del sonido sucio y crepitante que inunda cada surco del álbum.
Si su trabajo junto a Kanye West le dio visibilidad, su unión a un espíritu afín como Björk hizo aflorar sus instintos más animales. La naturaleza sísmica de sus ondas rítmicas y un ajuar de convulsas explosiones melódicas siembran el cuadro instrumental que orquestó junto a su prima lejana islandesa en Vulnicura (2015) y Utopia (2017). En este binomio de discos, la presencia de Arca emerge a través de un laberinto incierto de pulsiones quebradizas, como en “Arisen my senses”.
Entre Björk y Arca se ha creado un vínculo que trasciende sus gustos por la morfología mutante de la estructura rítmica. Discos como Arca (2017) y Utopia establecen vasos comunicantes entre la geografía antártica de la islandesa y los sentimientos torrenciales que impulsan cada golpe de beat orquestado por Alejandra Ghersi.
Hielo y fuego son los extremos que cosen latitudes geográficas transoceánicas. Jungla amazónica y fiordos silvestres convergen bajo una mirada cercana a la contemplación toporiana de películas ecologistas como El planeta salvaje (1973).
No hay diques a la hora de interpretar una música que surge por convicción impetuosa, ruta-guía de sentimientos fraguados a flor de piel. Los ingredientes con los que están cuajados responden a una enredadera asilvestrada de producción digital híper densa, yuxtapuesta con un arsenal de pianos azules, órganos espasmódicos y capas de instrumentación clásica.
En todo momento, la belleza de la imperfección rige cada acción-reacción: del látigo industrial que golpea en “Whip” al barroquismo sci-fi que planea a lo largo de las articulaciones serpenteantes de Mutant (2015), su segundo lp. Pero, sobre todo, en el canto asmático de “Reverie” o “Castration”.
Cuando se refiere a su trabajo vocal en su lp de 2017, Arca expresa que “es la primera vez que he tenido material con efectos vocales tradicionales, como la reverb o el delay, en lugar de cambiar el tono. Mi relación con mi voz como instrumento siempre ha sido como una danza. Hay una ausencia y una presencia. Es extraño, es como un lugar nuevo para mí pero a la vez, de forma privada, es como si estuviera comunicándome con mi ‘yo’ adolescente otra vez. Me gusta esa contradicción”, reconocería para I-D Vice hace dos años.
En los cortes que integran Arca, la personalidad lírica está cosida a través de golpes de tos, respiraciones sibilantes y una tendencia natural al contoneo vocal sin cinturón de seguridad. Cada progresión impulsada por Arca remite a un peligro constante. Sonidos que nunca suenan como la primera vez, ni la segunda, ni la tercera. Su escucha responde a la continua alteración perceptiva de nuestros sensores auditivos. Esta metodología del azar se contradice con el impulso consciente de Arca por conectarse con su “yo” adolescente a través de su canto.
Para una persona que, durante su adolescencia, estuvo obsesionada por entender su identidad, colisionar con sus miedos de nuevo generó un estallido emocional tan incontrolable como el que recorre cada centímetro de “Piel” o “Anoche”. La mutación constante de Arca queda simbolizadas en las palabras con las que arranca esta última canción: “Quítame la piel de ayer, no sabes más de distancia”.
Este deseo incontrolable por abducir cada nuevo “yo” que emerge en su interior es la gasolina que no solo define su modus operandi, sino que también ha inspirado a una red de exploradores de la heterodoxia electrónica como El Hijo, en su renacimiento cibernético, y en figuras internacionales como Clams Casino o Jenny Hval. Ecos de un genio cuyos tentáculos han llegado también al mundo del videojuego, con su elección para encargarse de la introducción para la consola Mega Sg.
Ejemplos como este último subrayan su función de caballo de Troya dentro de la industria mainstream. Una donde los rasgos underground son cada vez más profundos gracias a intromisiones tan abruptas como la suya.
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