Internet: soliloquios en la era de la máquina

Redes sociales, mensajes instantáneos, horas de conexión. Internet se ha hecho con un espacio en la vida pública y privada, pero las reflexiones sobre su uso y abuso están fragmentadas.

Internet, la religión del ‘Me gusta’
Byron Maher Sancho Somalo Internet, la religión del ‘Me gusta’.
13 ago 2018 11:40

El presidente Pedro Sánchez hizo un anuncio el 18 de julio. En nombre de la transparencia, su perfil de Twitter desbloqueaba en ese momento a todas las cuentas previamente bloqueadas por el candidato Sánchez. A partir de ese jubileo, La Moncloa admite el troleo, el insulto y la falta. Twitter es el espacio de la diplomacia pública digital del siglo XXI, según definición del Real Instituto Elcano, también un espacio en el que se mueven casi cinco millones de usuarios en España, acostumbrados a un debate acelerado, duro, plagado de bromas pesadas. Twitter ahora se las verá con un Pedro Sánchez expuesto a mensajes... que probablemente nunca leerá.

Eloy Fernández Porta, autor de En la confidencia (Anagrama, 2018), relaciona el movimiento del equipo de Sánchez con Formspring, una red social de vida breve (2005-2010) que inventó la “disposición voluntaria a recibir agresiones verbales”. Según Fernández Porta, “El Sujeto [la mayúscula es suya], en su perfil digital, no está ahí a verlas venir, sino que se sitúa en la posición del agredido potencial, y la facilita, ya sea con declaraciones que invitan a una réplica violenta, ya sea, como en el caso de Sánchez, ‘abriendo’ su perfil —se entiende que abriéndolo a los odiadores—. En ese proceso, en que el presidente ‘cobrará forma’ presidencial —hasta ahora no la tenía, al menos no en la lógica de la red—, habrá de padecer golpes, heridas, ataques, y los mostrará”. El jubileo de Sánchez es una muestra del nuevo código introducido por las redes, una evidencia de que la conversación online se constituye como elemento prioritario en la acción política del siglo XXI. Y Moncloa lo sabe.

Es el nuevo código de un tiempo determinado por lo que el librero Sergio Legaz llama, con poco disimulado tono crítico, “la máquina”. Legaz alerta de que “uno de los mitos más divulgados de nuestra era es que internet en el bolsillo y las redes sociales virtuales han contribuido a ‘empoderar’ a las masas, permitiéndonos una libertad de decisión, organización y acción nunca antes vistas”. ¿Mejora en algo la vida de las personas la capacidad de enviar un tuit a Sánchez que se cague en sus muelas? Para Legaz, no. El autor de Sal de la Máquina (Libros en Acción, 2017) lo resume en pocas palabras: “No son herramientas de emancipación, sino de entretenimiento”. No hay diálogo, sino soliloquios, discursos que uno mantiene consigo mismo vía Twitter.

El problema es que, "al otro lado de la pantalla, hay mil personas cuyo trabajo es desbaratar tu capacidad de autorregulación", dice un antiguo diseñador de Google

Legaz abunda en la idea de que el discurso público tampoco se ve beneficiado por el sistema: “En la inmediatez perdemos profundidad de análisis, capacidad de comprensión y de relación, posibilidad de crítica y de debate”. El ejemplo que utiliza es Twitter y sus “titulares de 280 caracteres, que desencadenan en el público reacciones viscerales de indignación, sorpresa, admiración, rabia... emociones que se queman en un instante y cuya fuerza se diluye en el ciberespacio”. En cualquier caso, emociones que son traducidas a datos y que tienen capacidad de anticipar un resultado electoral e incluso prefigurarlo, como ha puesto de manifiesto el escándalo de Cambridge Analytica, Facebook y las elecciones de Estados Unidos en 2016 y también el referéndum del Brexit.

Un lenguaje nuevo —emojis, gifs, memes, selfies, hilos, chats— y nuevas formas de politización, socialización o des-socialización —¿para qué preguntar cómo llego a la plaza del Altozano si me lo dice mi GPS?—. Al hablar de ella (de la máquina, no del Altozano) no se define solo a los dispositivos —ordenadores, tablets, móviles—, sino al software que lo hace posible y los algoritmos aplicados a los productos más identificados con ella: redes sociales, plataformas de vídeo y audio online y servicios de mensajería instantánea. Código binario. Unos y ceros. WhatsApp, YouTube, Facebook, Netflix, Twitter, Instagram, etcétera. Marcas comerciales con menos de quince años de vida que ahora ocupan un espacio fundamental en el ocio, el trabajo y el debate político.

Hace diez años, el 53,6% de los y las internautas españolas navegaban entre seis y siete días a la semana. Hoy el 77,5% se conecta cada día

Legaz es de los que considera que “la Máquina [las mayúsculas son suyas] lo ha acaparado todo, nos ha desplazado como protagonistas de nuestras propias vidas”. El autor de Sal de la máquina constituye una minoría en un mundo en el que las personas adultas de los países europeos pasan entre cuatro y ocho horas diarias conectadas a internet. Una circunstancia que preocupa a la medicina y la psicología, al ecologismo —por los recursos que precisa la hiperconectividad— y a la filosofía, por cuanto nadie asegura que los filósofos y filósofas del siglo XXII vayan a seguir siendo homo sapiens.

Algoritmo de la noche

Ed Finn no pertenece al bando de quienes abjuran del poder adquirido por la informática. Su libro La búsqueda del algoritmo (Alpha Decay, 2018) es un ensayo sobre esta nueva era que apela a un método crítico de examen del código: “Habida cuenta de que la computación transforma prácticamente cada aspecto de nuestra vida cultural, las historias que contamos sobre ella, sobre el equilibrio entre el mito y la razón, jugarán un papel fundamental para determinar lo que podemos conocer y pensar”.

Finn advierte de que el fetichismo en torno al algoritmo, que califica como “máquinas culturales” para la interpretación del mundo, puede arrastrarnos hacia una edad oscura en la que la fe en el software funcione exactamente igual que la fe en las catedrales. A este respecto, el objetivo de Finn es que los humanos nos convirtamos “en auténticos colaboradores de las máquinas culturales antes que en sus adoradores o, peor aún, en sus mascotas”.

El funcionamiento interno de “la máquina” toma un rumbo u otro en función de las decisiones de otras personas, que no máquinas. Tristan Harris se ha hecho célebre por su campaña contra la manipulación por parte de las tech, las empresas tecnológicas. Harris, exdiseñador ético de Google, se explica con argumentos sencillos: no hay un problema de falta de voluntad o descontrol de los hábitos de uso por parte de quienes se manejan entre aplicaciones y selfies, el problema es que “al otro lado de la pantalla hay mil personas cuyo trabajo es desbaratar tu capacidad de autorregulación”. No eres tú, es Twitter (o Instagram, o Netflix, o Google).

Cada dos días se produce tanta información digital como todas las conversaciones que han tenido lugar a lo largo de la historia

El testimonio de Harris lo recoge Adam Alter en su obra Irresistible. ¿Quién nos ha convertido en yonquis tecnológicos? (Paidós, 2018), una explicación desde el márketing y la psicología a los problemas generados por el abuso de estas herramientas. Hace poco más de diez años, Facebook dio un paso que revolucionó su página y el modo de relacionarse de los hoy 2.100 millones de usuarios de la compañía. En 2007, el gigante de Silicon Valley inventaba el botón de ‘Me gusta’, un ‘clic’ que genera en nosotros pequeñas chispas de autoplacer, según su inventor, Justin Rosenstein. El ‘Me gusta’, el ‘like’ en Instagram o el ‘retuit’ en Twitter generan algunas de esas pequeñas chispas que nos llevan a pulsar aproximadamente 2.000 veces al día nuestros dispositivos móviles. “En 2004, Facebook era entretenido; en 2016 es adictivo”, explica Alter.

¿Qué es lo que nos engancha? Un diseño determinado que ejerce de señuelo y seis aspectos que constituyen, según Alter, la receta que crea esas adicciones. Aspectos que son comunes a los juegos, las compras online, el uso de las redes sociales o el consumo voraz de series de televisión: la propuesta de objetivos atractivos fuera de nuestro alcance —Pedro Sánchez va a leer el hilo de mi propuesta sobre la erradicación del bilingüismo en la enseñanza madrileña—, el feedback positivo —un ‘me gusta’—, un sentido del progreso y mejora gradual, acciones cuya dificultad aumentan con el tiempo —siguiente pantalla—; tensiones no resueltas que exigen ser solucionadas —siguiente capítulo— y conexiones sociales sólidas —mi último post ha sido muy bien recibido por mi comunidad—.

hora de desconectar

La buena noticia es que el hecho de buscar una de esas microrrecompensas no nos convierte automáticamente en personas adictas. La mala es que nada sale gratis, ni siquiera los debates sobre una posible “democratización” de los algoritmos.

En palabras de Sergio Legaz, “discutir sobre los mecanismos de funcionamiento interno de la Máquina y trabajar por democratizarlos es apartar el foco de atención del verdadero problema de fondo: la devastadora e irrecuperable pérdida de tiempo vital que invertimos cada día en mirar una pantalla”.

Time to log off —”tiempo de cerrar sesión”— es una plataforma británica para la desintoxicación digital. Su página incluye artículos, estadísticas y consejos para generar “relaciones saludables” con las pantallas. Una de las tesis más imponentes de Time to log off es el carácter negativo de uno de los unicornios de nuestra época: la multitarea. Lo explica el neurocientífico Earl Miller en un artículo para The Guardian: “Cuando las personas piensan que están realizando múltiples tareas, en realidad están cambiando de una tarea a otra muy rápidamente. Y cada vez que lo hacen, hay un coste cognitivo”. Entre los costes más evidentes: la multitarea es sinónimo de falta de eficiencia.

Tocamos, tecleamos o arrastramos nuestros dedos sobre los teclados de nuestros smartphones 2.167 veces al día

¿Es habitual que mires tu móvil justo antes de ir a dormir? ¿Contestas a mails de trabajo fuera de tu jornada laboral? ¿Te han llamado la atención por usar el móvil en una cena con tus amistades? ¿Te es más fácil pedir a los niños y niñas que dejen de usar el smartphone que dejar de usarlo tú? Son algunas de las preguntas de los test que este movimiento y otros disponen para advertir de la fina línea entre el uso y el abuso.

Y es que la dependencia de los dispositivos e internet es inherente a una cantidad creciente de empleos. Necesidades reales que no se solucionan rompiendo todas las amarras con la tecnología. Al fin y al cabo somos interdependientes de otras personas que siguen y seguirán enviando mensajes, emails, recomendaciones de series o exaltaciones de la amistad y el amor. Pero hay formas de esquivarlo, explica Legaz, “mucha gente que está valorando la opción de desconectar se siente frustrada por este motivo: ‘¿cómo voy a desconectar si por mi trabajo necesito estar conectada continuamente?’ Si logramos separar el uso personal del profesional de nuestros dispositivos, ya habremos dado un paso en ese sentido”. Para eso, y aunque suene paradójico, recomienda emplear un móvil para el trabajo y otro para la vida personal, y comenzar la desconexión por este último, desinstalando las aplicaciones de mensajería y, sobre todo, dando por terminada la jornada al dejar el otro dispositivo en el lugar de trabajo.

La nueva esfera en la que ha entrado la humanidad está definida por esa relación entre trabajo y red, y por las formas en que los cuerpos somatizan esa relación. En una entrevista publicada en El Salto en enero, la escritora Remedios Zafra explicaba su percepción de que los padecimientos de trabajadores digitales se relacionan muy a menudo con la ansiedad: “Esa sensación de no poder abarcar lo que se quiere hacer, acceder a lo que se ha descargado, ver lo que está disponible, responder a las demandas e interpelaciones humanas y de la máquina, vivir-trabajando, etc”.

El historiador Humberto Beck recogía el concepto de trabajo fantasma, del pensador decrecentista Iván Illich, para explicar algunas de las características de este nuevo tiempo. Si el trabajo fantasma es “el conjunto de actividades no remuneradas que son necesarias para hacer posible ese trabajo asalariado”, como el traslado a la oficina, hoy es posible añadir a esa categoría parte de las horas que vivimos pendientes de la tecnología: “No nos pagan por escribir mensajes en redes sociales, por ejemplo, pero necesitamos participar en ellas para mantener nuestra vida laboral”.

La leyenda del tiempo

No recibir feedback, “no poder con la vida”, no llegar, sentirse de bajón después de un empacho de scrolls en Facebook o de mensajes de WhatsApp. Subjetividades multiplicadas por millones de personas entrelazadas en redes que funcionan 24 horas al día, 365 días al año. Zafra explicaba en otra entrevista cómo la celeridad de lo que sucede en nuestras pantallas nos aísla del tiempo. Una celeridad que “solo puede apoyarse en las ideas preconcebidas, aquellas que ya teníamos y que tienden a repetir formas desiguales de vida”.

Así, valoraba  Remedios Zafra, “solo la disposición de tiempo para detenernos y pensar, para enfrentar la inercia de las cosas, podría, creo yo, favorecer un verdadero ejercicio de conciencia”.

Detrás de la mala conciencia y la percepción de un abuso de las redes, los juegos o el entretenimiento en internet, la crítica aterriza en la responsabilidad de las grandes multinacionales tecnológicas y su capacidad de modular discursos y moldear esas subjetividades. Eloy Fernández Porta señala un punto incómodo de nuestra relación con la máquina: “El algoritmo no sustituye la libertad de juicio subjetiva por el mecanicismo corporativo; más bien revela que la primera está vinculada a la segunda, más de lo que quisiéramos admitir”. Así, explica, la coincidencia de nuestros gustos con lo que selecciona para nosotros Spotify o YouTube no es casual.

¿Qué fue antes, nuestro súbito interés por los dinosaurios o el lanzamiento de Parque Jurásico? Fernández Porta recuerda que, “en cada oleada de renovación tecnológica, hay algún elemento humano que se pierde, acaso para siempre”, pero insta a no vivir esto como un drama.

A medio camino entre la resignación por la abrupta entrada en la nueva era y un tecnooptimismo extendido a varias generaciones, las sociedades del conocimiento no han resuelto hasta ahora las demandas de mayor democracia, tampoco en aquellos países donde las redes sociales y las apps de mensajería protagonizaron o, al menos, coadyuvaron a movimientos de protesta. En cambio, alertan desde varios sectores, no abundan los esfuerzos por esclarecer cómo internet está pariendo una nueva época. Una época en la que, como recuerda Ed Finn, es imprescindible “entender” y no adorar a “la máquina” y aprender a vivir con ella y no para ella. Una buena manera de comenzar a hacerlo es aprovechar el verano para despegarnos, aunque sea unas horas, de nuestros smartphones.

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