La mirada rosa
Las maricas del PP

Los Marotos, los Oyarzábales y los de los Santos tienen la obligación ética de empezar a tomárselo en serio.
Orgullo 2018 Madrid
La manifestación del Orgullo desde el edificio Cibeles. Foto: Ayuntamiento de Madrid

¿Dónde están? No se ven. Hace años fue un cántico de manifestación para denunciar la falta de compromiso de los populares con los derechos LGTB. Hoy, por desgracia, y aunque ya no sea tan habitual escucharlo en nuestras marchas, el lema sigue vigente. Pese al firme apoyo que cacarean los Marotos, los Oyarzábales y los de los Santos, ni están ni se los espera.

Esta semana, a propósito del Día para la erradicación de la homofobia, bifobia y transfobia, salió de nuestro Congreso una declaración firmada por todos los grupos parlamentarios, salvo Vox y el Partido Popular. El texto no reclamaba ninguna medida extravagante: el derecho a que toda persona pueda expresar libremente su orientación sexual y su identidad de género y el fin de las terapias de conversión, que es como hemos llamado a esas torturas que persiguen modificar la naturaleza humana para convertirla en una naturaleza únicamente heterosexual.

De la ultraderecha, tan alejada de la comprensión de los derechos humanos más fundamentales, uno puede esperar que no comprenda la necesidad de defenderlos. Nos hemos acostumbrado a los mensajes tan facilones como delirantes que lanza la recua de Abascal buscando impacto mediático y refrendo electoral desde la ciudadanía que raya la estulticia: son capaces de afirmar que nuestro matrimonio igualitario es algo retrógrado con tal de tener unos miserables minutos de fama. De los populares, en cambio, uno esperaría una mínima coherencia entre lo que hacen y lo que nos cuentan que han hecho.

Se ha convertido en un tópico del debate político en torno a los derechos de lesbianas, gais, bisexuales y personas trans: los partidos progresistas denuncian en las cámaras la hipocresía popular mientras diferentes cargos del PP, que ejercen públicamente como gais visibles, contraargumentan enarbolando su gran compromiso con la defensa de nuestros derechos. Insisten una y otra vez —y a menudo señalando a su oponente como un radical falsario en busca de polémica— en que llevan años haciendo un gran trabajo de concienciación dentro de su partido. El problema es que nunca nos han concretado exactamente qué demonios han hecho en ese activismo suyo dentro de la derecha, ni si ha servido de algo.

Sabemos que en 2006 Gallardón, antes de intentar arrancarle a las mujeres el derecho a decidir sobre su propio cuerpo, ofició el matrimonio entre dos varones que militaban activamente tanto en el Partido Popular como en algunas asociaciones. Sabemos que, años después de que el Tribunal Constitucional tirara por tierra el recurso contra nuestro matrimonio que firmaron algunos de sus militantes, los máximos prebostes de los populares, presidente incluido, danzaron con alegría en la boda de Javier Maroto. Y no sabemos más. Solo que votan en contra de cualquier reconocimiento de los derechos humanos que nos atañen, que incluso a esos cargos visiblemente LGTB no les duelen prendas a la hora de oponerse a las propuestas que harían más fáciles sus vidas. Solo sabemos que, cuando alguno de sus compañeros hace unas declaraciones abiertamente homófobas, no son capaces de coger un micrófono y censurar sus palabras, jugándose el tipo y el suelo para defender los derechos que tanto dicen defender. Qué diferencia si los comparamos con otros cargos en otros partidos. Con Carla Antonelli, sin ir más lejos, que en 2006 no dudó un instante en anunciar una huelga de hambre contra su propia formación hasta que se confirmara la aprobación de la antigua Ley trans, que se consiguió en 2007 gracias a su activismo decidido, cayese quien cayese. Incluso oponiéndose al presidente Zapatero y a los consejos de muchos de sus compañeros socialistas. Carla se la jugó para movilizar al PSOE hacia la defensa de los derechos de las personas trans. Los Marotos, los Oyarzábales y los de los Santos únicamente juegan con nosotros.

Necesitamos que esos supuestos activistas que existen entre los populares reconozcan y asuman su responsabilidad con el movimiento social que ha hecho posible esas bodas donde Rajoy disfruta tanto bailando la conga

¿Pero acaso importa? Siempre es posible encerrarnos en nuestra torre activista y pensar que podemos seguir adelante con nuestras reivindicaciones como hemos hecho hasta ahora, ignorando las hipocresías constantes de los populares igual que hemos ignorado tantas de sus declaraciones en torno a nuestros derechos. Pero ya no vivimos en ese contexto político: hay otro partido más a la derecha, si cabe, que la derecha a la que nos hemos acostumbrado. Hay otro partido cuya actividad no solo juega con nuestras ilusiones, repartiendo folletos en Chueca antes de ponerse de perfil en la defensa de nuestras leyes, sino que está empeñado en la erradicación de cualquiera de los derechos que hemos conseguido que se nos reconozca. En esta situación, por desgracia, necesitamos una derecha moderada y moderna —europea— que no dude un ápice en su compromiso con la felicidad de lesbianas, gais, bisexuales y personas trans, que no dude en darle la espalda a la ultraderecha. Aunque sea difícil reconocerlo, necesitamos un Partido Popular que evolucione y se atreva a diferenciarse de quien le arranca votantes exaltando su mensaje. Necesitamos que la clave de esa diferencia sea, entre otras muchas, la defensa de los derechos humanos. Necesitamos, también, que esos supuestos activistas que existen entre los populares reconozcan y asuman su responsabilidad con el movimiento social que ha hecho posible esas bodas donde Rajoy disfruta tanto bailando la conga. A no ser que en realidad se estén postulando como capos de los futuribles campos de concentración donde puede que acabemos, los Marotos, los Oyarzábales y los de los Santos tienen la obligación ética de empezar a tomárselo en serio, de dejar de jugar con nosotras y empezar a jugarse el tipo en defensa de todos nosotros, también de ellos mismos.

Sabemos ya que Pablo Casado era políticamente incapaz de gobernar siquiera su propia formación, pero empezamos a sospechar que la esperanza gallega de Feijoo también gusta del olor de la más perversa de las sacristías. No hay tiempo que perder: el Partido Popular no puede permitirse seguir colaborando con la difusión de un mensaje que compromete nuestras libertades. Un mensaje que ya empieza a cobrarse sus primeras víctimas, que llegan a creer que incluso las asociaciones más tradicionales son en realidad malvados reductos radicales e ideologizados de izquierdas. No podemos permitirnos desde las asociaciones y la sociedad civil dejar de reclamar a los populares que cumplan realmente de una vez por todas esos compromisos que dicen tener tan arraigados en su ideario. Necesitamos más Carlas valientes y menos Marotos con complejos, y hemos de poner nuestros esfuerzos en presionar sin descanso: el perverso juego de las medias tintas debe terminarse. Aunque dice la tradición que no debe explicarse con la maldad lo que puede explicarse con la estupidez. Quizá sea eso.

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