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México
Biopiratería, una amenaza constante a la biodiversidad y los saberes ancestrales en México
Ricos en biodiversidad, conocimientos y prácticas tradicionales, las comunidades rurales y, especialmente, los pueblos indígenas que habitan en ellas, no se plantearon hacer uso comercial de estos recursos y saberes. Sin embargo, las grandes corporaciones no iban a dejar pasar la oportunidad de hacer negocio empleando para ello prácticas que siguen la misma lógica colonial de extracción y apropiación en la que los países del sur global son vistos como simples proveedores para beneficio de los del norte. Agrupadas bajo el concepto de biopiratería, estas prácticas de explotación o apropiación indebida de recursos sean biológicos, genéticos o de conocimientos tradicionales asociados a ellos, sin el consentimiento o la compensación adecuada a las comunidades de los que provienen, representa una amenaza para la biodiversidad, la economía y la cultura locales, así como una violación de los derechos humanos.
En un contexto en el que grandes empresas persiguen acceder a recursos naturales o saberes tradicionales para explotarlos y comercializarlos, México, siendo uno de los países con mayor diversidad, no solo biológica, sino también cultural, es sin duda uno de los grandes blancos de estas prácticas. “Partimos de que los recursos genéticos tienen un valor al menos potencial para servir como insumo. Entonces México, como país megadiverso, pues si resulta atractivo para el desarrollo biotecnológico”, explica Sergio Ricardo Hernández Ordóñez, doctor en derecho y biotecnología, cuyas investigaciones se centran en las intersecciones de las leyes y las ciencias biológicas, particularmente en temas relacionados con la biopiratería y los derechos de propiedad y uso sobre los recursos genéticos. “Aunque esto no quiere decir que sea el único país que tenga esas cualidades o que necesariamente los anemismos que están en nuestro país van a solucionar cualquier tipo de cuestión” añade aludiendo a la gran presión que en muchas ocasiones se ejerce sobre los territorios para que cedan sus recursos en pro del progreso.
El Protocolo de Nagoya, un acuerdo internacional complementario al Convenio de Diversidad Biológica de 1992, tiene como objetivo regular el acceso a los recursos genéticos
“Se habla mucho de la biopiratería de la industria farmacéutica por su puesto, pero estas prácticas son también frecuentes con fines alimentario o cosméticos”, asegura Hernández quien habla de dos patrones de biopiratería: “El primero es que se solicite un permiso para realizar cierto trabajo sobre un recurso, pero que una vez se tiene acceso a él, se emplee para otra cosa. El segundo es que ni siquiera haya un consentimiento previo informado ni un permiso para acceder a ese recurso”.
Este permiso necesario para el acceso a los recursos denominado Consentimiento Previo Informado (CPI) quedó establecido en el Protocolo de Nagoya, un acuerdo internacional complementario al Convenio de Diversidad Biológica de 1992, que tenía como objetivo regular el acceso a los recursos genéticos, así como a los conocimientos tradicionales relacionados con ellos, y garantizar una distribución justa de los beneficios que se desprendiesen de su uso. Esto implica, no solo la necesidad de pedir permiso de acceso, sino que este pueda ser otorgado o no y de acuerdo a los términos acordados por el proveedor y el interesado.
¿Tienen dueño los recursos naturales?
En 2014, que fue cuando entró en vigor ya eran 51 los países que ratificaban el protocolo, aunque ahora, en 2024, ya son 137. “México si fue, desgraciadamente, uno de los primeros firmantes”, cuenta Emma Estrada, activista y defensora de los derechos de las comunidades indígenas en México, conocida principalmente por su trabajo en la lucha contra la biopiratería y por su clara oposición al Protocolo de Nagoya. “Habla de una propiedad conjunta de los derechos sobre los recursos naturales y eso es una perversión”, explica Estrada bajo el argumento de que “nadie inventó la secuencia que está en los núcleos de las células de esos recursos y, por lo tanto, su propiedad no puede estar en disputa”.
Según esto, ni tan siquiera las comunidades locales o indígenas deben percibirse como propietarias de los recursos, aunque sí, en cierta medida, como guardianas del entorno en el que habitan, al cual protegen y del cual llevan generaciones extrayendo de manera sostenible aquello que precisan para su subsistencia y cultura. Y es en esa línea de pensamiento en la que Estrada plantea la necesidad de “considerar todos esos recursos como parte de un patrimonio biocultural soberano, sobre el cual nadie tiene que poseer ni patentar nada”.
México cuenta sin embargo con una peculiaridad legal recogida en el artículo 27 de su Constitución. “Dice que los elementos de la naturaleza son de la nación, que la tierra, el agua y los minerales son de la nación, y que ella tiene capacidad de darlos en propiedad”, explica Adela San Vicente, especialista en biodiversidad y recursos genéticos, quien además formó parte la Secretaría de Medio Ambiente y Recursos Naturales durante el sexenio de López Obrador. Esto, más allá de abrir la puerta a que el estado comercialice los recursos naturales que se dan en su interior para el desarrollo biotecnológico, legitima que el estado concesiones otro tipo de proyectos extractivistas, por ejemplo, mineros o petrolíferos, a empresas extranjeras.
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La compleja trazabilidad
Más allá de la confianza en que cada investigador, institución o empresa que desee acceder a un recurso acuda al proceso establecido para solicitar a el Consentimiento Previo Informado y lo haga de forma honesta declarando los motivos reales de su interés, resulta muy difícil controlar que recursos salen del país y llegan a laboratorios de todo el mundo por otras vías. “Ya ha pasado, que aparecen especies que son más que endémicas de México en otras partes porque se los han llevado” cuenta Estrada aludiendo a un un patrón que se repite una y otra vez a lo largo de la historia.
Ya en 1958 el químico suizo Albert Hofmann aisló y sintetizó la psilocibina y psilocina, compuestos empleados principalmente en la farmacología psiquiátrica, a partir del hongo conocido como pajarito (Psilocybe mexicana). Las muestras que empleó llegaron a su laboratorio enviadas por el micólogo francés Roger Heim, quien los había recolectado en México tras haberse asociado con el estadounidense Gordon Wasson, muy interesado en las propiedades de los hongos desde que había visto el uso que en un ritual sagrado le daba la curandera mazateca María Sabina. Ya en la década de los 60, los compuestos aislados por Hofmann fueron patentados por Sandoz Laboratories, la compañía farmacéutica para la que trabajaba.
Lejos de quedar en el pasado, estas prácticas continúan y, especialmente los hongos, siguen suscitando gran interés en los investigadores. “Está pasando ahora mismo”, asegura Estrada que relata un reciente caso similar: “Llegó una persona, un estadounidense más o menos joven usando un nombre falso y haciéndose el simpático paseándose por las distintas ferias de hongos”. Como Red Latinoamericana por la Defensa del Patrimonio Biocultural, al enterarse de esta situación se pusieron en alerta y más aún cuando descubrieron que esta persona estaba recogiendo muestras para hacer secuenciaciones genéticas. “Muchos compañeros investigadores y etnomicólogos decían que era una exageración hablar de que esa persona fuera un biopirata, hasta que ya era tarde y habían empezado a desaparecer muestras muy especiales de las colecciones. De ahí a patentarlos hay un paso”, asegura Estrada, buena conocedora de que en muy pocos casos esto hace con consentimiento, reconocimiento o retribución a la comunidad de la cual se han extraído los recursos y saberes empleados y de las consecuencias negativas que esto puede tener para los locales.
“Incluso el ajolote está siendo investigado en laboratorios de Japón y no sabemos realmente cómo o con qué permisos ha llegado hasta allí”
El caso del pajarito da buena cuenta de estos impactos, pues la patente de Sanzo Laboratories no solo privó a las comunidades de un posible beneficio económico derivado de su conocimiento ancestral sobre los hongos alucinógenos, transmitido por generaciones y utilizado en ceremonias sagradas, sino que alteró también su tejido cultural y social ya que personas de todas las partes del mundo se sintieron atraídas por la idea de experimentar en sus propias carnes este tipo de rituales, desvirtuando por completo su significado. Prueba de ello es Huautla de Jiménez, la comunidad de María Sabina, que a día de hoy se ha convertido en una suerte de parque turístico para quienes se ven atraídos por el exoticismo de estas ceremonias.
Y como los hongos, otros casos se dan incluso con recursos animales, aunque resulta más complicado rastrear cómo llegan a cruzar las fronteras, ya que probablemente lo hagan con prácticas de tráfico ilegal de animales. “Incluso el ajolote está siendo investigado en laboratorios de Japón y no sabemos realmente cómo o con qué permisos ha llegado hasta allí”, alerta Sergio Hernández. El ajolote es un anfibio emblemático en México que enfrenta la extinción debido a la pérdida de su hábitat en los canales de Xochimilco en la Ciudad de México y la contaminación de sus aguas. Su importancia cultural, vinculada a su capacidad de regeneración y la creencia en su relación con el dios mexica Kólotl, le ha llevado a esta especia a ser protagonista de los billetes de 50 pesos mexicanos, pero ni la gran vinculación emocional de la población con esta especie le ha salvado de convertirse en objeto de biopiratería.
“El único mecanismo de trazabilidad o identificación de esta práctica o acontece bajo los ministerios de medio ambiente, el SEMARNAT en el caso de México, o en las oficinas de patentes”, explica Sergio Hernández, quien además asegura que la debida diligencia de los demás gobiernos y organismos internacionales es imprescindible ante la falta de mecanismos que impidan la salida ilegítima de los países de origen. “Sabemos que muchos de esos recursos acaban en Estados Unidos y ahí se van a patentar sin complicaciones porque no solo no es firmante del Protocolo de Nagoya, sino que lo ha declarado como una amenaza para el progreso científico“, asegura Hernández.
La Unión Europea sin embargo, se posiciona como contrapunto según Adela San Vicente que destaca que “tienen mecanismos más estrictos de control sobre el cumplimiento de Nagoya”. Desde la entrada en vigor del protocolo, ha investigando y denunciado múltiples casos de biopiratería acometidos por empresas europeas, siendo el último gran caso el protagonizado por el laboratorio alemán Bionorica SE en el año 2020, quien estaba utilizando con potenciales fines farmacéuticos y biotecnológicos recursos genéticos de varias especies de plantas de diversas regiones tropicales y subtropicales sin contar con los permisos pertinentes para ello.
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Devolver el control a las comunidades
Estrada destaca la injusticia que implica que el Protocolo de Nagoya establezca un “necesario acuerdo entre las partes” como mecanismo de garantía de retribución y compensación a las comunidades proveedoras. “Las partes son, las empresas interesadas en acceder a ese recursos y, por el otro, las comunidades que tienen ese recurso biológico en su territorio o esos saberes”, aclara señalando la inequidad de esta relación. “Se enfrentarán los bufetes de las transnacionales contra los representantes de las comunidades. ¿Quién va a salir ganando en ese acuerdo? Pues resulta bastante previsible creo yo”.
“Al final eso se traduce en un modelo contractual de distribución de beneficios monetarios, pero no puedes poner a una comunidad a negociar contra el poder corporativo de una empresa y esperar que lleguen a un acuerdo justo”, coincide Hernández, quien además afirma que a lo largo de sus años de investigación no se ha encontrado con ejemplos de acuerdos de retribución que se puedan considerar verdaderamente exitosos, lo que ha llevado a algunos gobiernos, a adoptar un posicionamiento de representación de las propias comunidades, siendo el quien otorga el consentimiento. Este no es el caso de México, que apostó por una posición intermedia en la que el estado adopta un rol de acompañamiento de las comunidades con el objetivo de garantizar sus derechos. “Se busca que los que tomen las decisiones sean los pueblos indígenas y las comunidades locales, pero acompañados en los procesos de negociación, de deliberación y de participación pública por representantes estatales”, explica Sergio Hernández.
En este contexto de capitalismo, siempre en busca de nuevas formas de extraer y aprovechar al máximo los recursos disponibles aunque eso signifique pasar por encima del bienestar y los derechos de otros, se vuelve urgente que las comunidades rurales e indígenas continúen empoderándose para hacer frente a las grandes corporaciones y gobiernos que, en pro del capital, socavan sus derechos. Experiencias como la de la Red Latinoamericana por la Defensa del Patrimonio Biocultural, de la cual forma parte Estrada, contribuyen a crear resistencias locales que, desde diferentes puntos geográficos, sean capaces de coordinarse para hacer frente a amenazas comunes y para exigir los cambios legislativos y protocolarios necesarios para poner fin a las prácticas neocoloniales que amenazan sus territorios, modos de vida y saberes.