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Masculinidades
La masculinidad como ejercicio de contención
Una mañana de un sábado cualquiera de este interminable y caluroso verano, paseo por la acera de una calle cercana a un parque, donde en una pequeña colina cubierta de césped, a medio camino entre el sol y la sombra, se encuentra una chica joven leyendo un libro.
Ahí está. Sola. Entretenida. Disfrutando de una todavía cómoda temperatura al sol para esta hora del día temprana, inmersa en su lectura, en sus pensamientos y en su espacio no compartido.
Y en ese momento, hay una vocecita dentro de mí, que se despierta, que me susurra y me aconseja. Que me dice que por qué no me acerco y la digo algo (no me dice el qué, pero algo parece que tenga que decirla para que yo pueda sentirme bien). O, por lo menos, que si no me atrevo a eso, haga algo para pasar más cerca suya para así poder deleitarme con su aspecto físico. Como premio de consolación para que mi ego masculino no se ponga demasiado pesado ni se sienta ofendido.
Ese es mi “masculino inconsciente”. Esa vocecita, ese impulso repentino (yo lo llamo automachismo), que todavía sigue surgiendo, aparentemente, de la nada. Sin filtros. Voraz, siempre acechante, husmeando, a la caza y captura de cualquier estímulo que pueda hacerle sentir bien, a costa incluso, del bienestar o de la paz y la calma que cualquier mujer aspira a tener al menos en algún momento de su vida diaria y cotidiana.
Mi masculino inconsciente es como yo. Viste como yo. Siente como yo. Camina como yo. Porque sigue siendo yo
Mi masculino inconsciente no tiene cola, ni pezuñas, ni cuernos en la cabeza. Ni la piel de color rojo cubierta de pelo. Ni esgrime ningún tridente en su mano. Ni vive en el infierno rodeado de fuego. Mi masculino inconsciente es como yo. Viste como yo. Siente como yo. Camina como yo. Porque sigue siendo yo.
Y después está mi “masculino consciente”. El que siempre llega más tarde. Al que a veces hay que empujarle para que se levante y actúe, y reaccione frente a su hermano gemelo. El que intenta poner un poco de cordura en el día a día y esconder la vergüenza de tener que soportar a estas alturas esa compañía tan incómoda de la cual parece imposible deshacerse.
¿Qué haces?, le pregunta con cara de asombro.
¿Otra vez?
¿De verdad te lo tengo que volver a explicar de nuevo?
No las toques.
No las mires (de esa manera que tú ya sabes).
No las sexualices.
No las cosifiques.
No las trates con condescendencia.
No las digas nada.
Y menos todavía, no las expliques nada.
Déjalas en paz.
Mi masculino inconsciente agacha la cabeza. No se muestra arrepentido, porque es orgulloso por naturaleza. Se enfada y se cabrea al comprobar que otra vez no ha conseguido lo que quería. Me pregunto si algún día conseguiré que deje de salir de la cueva o si me acompañará el resto de mis días. Y me da la sensación de que no es una cuestión de leer más libros, de ir a más talleres, o de compartir más grupos de encuentro.
No podemos desaprender todo lo que vemos y todo lo que nos rodea con la misma facilidad como el que da al botón de rebobinado de una película
Porque creo que no es posible eliminar cuatro décadas y media de aprendizaje machista solo con proponérselo. Porque no es igual de fácil desaprender que aprender. Porque aprender aprendemos sin darnos cuenta. Absorbemos conocimientos desde bien pequeños, de todo lo que nos rodea. Y no podemos desaprender todo lo que vemos y todo lo que nos rodea con la misma facilidad como el que da al botón de rebobinado de una película.
Una vez que has aprendido a montar en bici, no puedes decidir dejar de saber montar en bici. A lo más que puedes aspirar es a no subirte nunca más a la bicicleta para no montar en bicicleta. O dicho de otro modo, a lo máximo que podemos aspirar en este tipo de procesos en los que andamos metidos pocos, muy pocos hombres, y aunque sea una certeza tristemente limitadora, es a mantener contenida nuestra masculinidad.
A eliminar nuestra huella de machismo de la manera más eficaz posible. A dejar el menor número de residuos machistas en el planeta. No sé si eso es una mierda de afirmación, una realidad incuestionable o un objetivo demasiado poco ambicioso. Me encantaría saber qué les pasa por la cabeza a otros hombres en una situación similar. Pero sin mentiras, falsos optimismos utópicos y sin tanto bla, bla, bla… Que me digan la verdad. La verdad de lo que sienten y de lo que les sigue pasando a diario.
Hace pocas semanas, me encontré una escena que me pareció maravillosa de la serie Superman & Lois, y que traigo aquí porque me parece muy oportuna y tiene que ver mucho con el tema.
En el episodio trece de la primera temporada, Superman por fin consigue liberarse del malo de turno. Habían conseguido meterse en su mente y durante un periodo de tiempo en el que le tenían controlado bajo su poder, habían utilizado sus poderes para ejercer el mal de una manera descontrolada. Y, una vez totalmente recuperado, mantiene una impagable conversación en el salón de su casa, con su mujer Lois Lane, cuando trata de poner en palabras lo que había sentido esos días en los que aparentemente no era él mismo.
En ella le explica como su padre desde bien pequeñito le había enseñado a contener todo su poder. Cuarenta años de vida conteniendo su poder cada segundo de cada día. Con el fin de no hacer daño a nadie. Esa era su particular responsabilidad respecto a los poderes que su vida en este planeta le habían concedido.
Su poder es tan grande y peligroso, que siente y teme que acabe en manos de otra persona y se repita todo lo que acaba de pasar y que tanto ha costado arreglar. Pero también reconoce, que durante todo ese tiempo, por fin pudo relajarse. Dejarse llevar. Y sentir lo que eso suponía. Y todo lo que pasó durante ese tiempo, le hizo sentirse (condenadamente) bien. Y esa sensación, es con diferencia, lo que más miedo le daba.
Creo que no hay metáfora que se ajuste más a la realidad cuando hablamos de lo que es ser un hombre en un mundo de hombres y mujeres. De lo que supone ejercer la masculinidad en todo su esplendor. Del poder que supone ser hombre hoy en día con respecto a la posición que las mujeres mantienen con respecto a nosotros. Del placer que se siente al ejercer ese poder. Decidiendo cuándo, dónde, cómo y con quién permanentemente. De la impunidad con la que hemos crecido y que nos asegura en la gran mayoría de nuestros actos, cero consecuencias.
Decía hace ya tiempo Jokin Azpiazu en una entrevista concedida con motivo de la publicación de su libro Masculinidades y feminismo (Virus,2017) lo siguiente:
“… Un cambio social no puede estar basado en que las personas que tienen posiciones privilegiadas renuncien a sus privilegios. Esto no ha sucedido nunca. Una cosa es ser conscientes de nuestros privilegios, y otra es arrogarnos el derecho a decidir en qué momento renunciamos a según qué privilegios y en qué momento no …”
Se impone un análisis crítico y realista de nuestro proceso de cambio, lejos de buenismos y de objetivos utópicos inalcanzables, porque ya hemos demostrado a lo largo de los últimos treinta y cinco años, en este ámbito de las masculinidades supuestamente revisadas que nada de lo que hemos intentado ha funcionado (al menos, colectivamente).
“Necesitamos pensar e imaginar alternativas más o menos realizables”, dice Beatriz Ranea en su acertadísimo Desarmar la masculinidad. Y en eso estamos, tratando en mi caso de contener al menos mi masculinidad, pensando e imaginando que es un objetivo más o menos realizable.
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Es difícil deshacerse del paisaje de formación (esa estructura épocal en la que nos configuramos como personas) pero conocerla en profundidad nos ayuda a conocer desde donde partimos y atisbar herramientas para el hacia dónde vamos.
Sintiéndome totalmente identificado en esa dualidad entre mi lado cosificador de la mujer y mi lado que intenta humanizar las relaciones personales; reconociendo que ambas partes soy yo, y que luchar “contra mis dragones” no es lo más eficaz, según me dice mi experiencia, pero conocer sus orígenes, (miedos, compensaciones, aspiraciones, frustraciones, ilusiones…) y que comparten con “mi yo en construcción”, y ponernos a trabajar tod@s hacia el mismo camino, sí. Porque si no se sabe hacía dónde se quiere ir, no hay camino que andar. Por cierto, ¿qué mejor camino que una regla moral elegida y que ilusione seguir? La mía, trata a l@s demás como quiero ser tratado, es la que me guía, pero estas cosas o son elegidas y queridas o no sirven más que para reprimir.
En la situación que describes, Víctor, es lógico que salga nuestra masculinidad, está impregnada en nosotros, pero acaso si tengo gases en el trabajo, ¿me echo el pedo sin pensármelo dos veces? (perdón por el escatológico ejemplo), o controlo o disimulo mi malestar intestinal para relajarme en la intimidad del baño. No conviene olvidar que nuestra masculinidad (machirulinidad diría yo) está muy vinculada con nuestros instintos más básicos y algunos de ellos hemos conseguido controlarlos.
Muchas gracias por tu artículo!!
Nos es complicado a tod@s controlar esa cultura patriarcal. Yo que me defino como feminista, en alguna ocasión mi hija me ha hecho ver actitudes machistas de las cuales no era consciente.
Da alegría a leer tu artículo porque cada vez soy más pesimista con respecto a las actitudes de las nuevas generaciones, no porque sean peor que la nuestra, sino porque este capitalismo, en aras del consumismo les cierra los ojos, no les permite ser crític@s y no cala tu mensaje Así no terminan de mejorarnos y seguimos estancad@s.
Gracias Mariela por tu comentario.
Si tienes una hija que te indica comportamientos o actitudes machistas que tú no ves o no has sabido detectar de la forma en que lo hace ella, es que ya has hecho un muy buen trabajo previo con ella.
En mi caso, con un hijo de 17 y una hija de 14, siento que mis "mensajes" llegan hasta donde tienen que llegar, porque inevitablemente con sus edades, sus referentes ya son otros.
Por muchas confianza que tenga con ambos, la influencia de la familia da paso a la que tienen sus iguales.
Lo que hayamos hecho hasta ese momento, las herramientas que hayan podido incorporar que les permita defenderse en esta sociedad patriarcal, es el único "valor" que les queda y que hayamos aportarles.
Ahora es su turno.
Y estoy convencido (al menos en mi caso) que lo van a hacer mucho mejor que yo.
¡Mucha suerte!