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Marruecos
Cinco meses tras el terremoto la gente del Atlas marroquí se pregunta: ¿cómo se empieza una vida de nuevo?
Los escombros apilados en la orilla de la carretera, las fachadas agrietadas y edificios aún en pie, pero a punto de colapsar, solo ofrecen una lectura a quien pase por allí: prácticamente nada ha cambiado en los pueblos del Alto Atlas marroquí. “Han pasado cinco meses, pero el tiempo parece haberse detenido para nosotros. Apenas nada ha cambiado y las ayudas prometidas nunca llegan”. Estas son las palabras de Abdelhak, un joven de 23 años, natural de Addouz, que perdió a sus padres y hermanos la noche del 8 de septiembre. Lo cuenta mientras nos enseña el barracón en el que ahora vive con su mujer y su hija Jannette, de año y medio.
Recubierto con plásticos y rocas para protegerlos del viento, se alojan dentro de un barracón con dos compartimentos: uno que sirve de cocina y otro más pequeño donde, sobre la tierra, porque no hay suelo, se apilan finos colchones y mantas que sirven como dormitorio. “Hasta enero estuvimos en tiendas de campaña cerca del río, pero una asociación extranjera envió trabajadores para levantar estos contenedores y salvarnos del frío”, cuenta mientras caminan entre desniveles de tierra hacia otra zona.
Ayudas que no llegan
La falta de actuación por parte del gobierno, cinco meses después, choca con lo prometido a escasas horas del terremoto. Tras rechazar la ayuda de países como Francia, por razones de soberanía y dignidad nacional, el Rey Mohamed VI prometió una inversión de más 11 millones de euros: hasta 14.000 euros por casa destruida y un pago mensual de 250 euros por familia durante un año.
En octubre, agentes del gobierno visitaron las zonas afectadas para constatar su situación y recopilar datos que inscribirían en el registro de afectados. Así, las víctimas recibirían automáticamente la ayuda mensual y un anticipo de dos mil euros de los destinados a la reconstrucción de su vivienda. Pero la realidad es bien distinta. Lo cuenta Moustaffa, primo de Abdelhak, quien nos recibe dispuesto a contar la versión real de lo que está sucediendo en las montañas del Atlas.
“Las ayudas no llegan a todo el mundo ni tampoco siguen ningún criterio ni continuidad. El gobierno nos envía un código bancario al móvil con el que debemos ir a Amizmiz o Marrakech a obtener el dinero en efectivo”, cuenta. Caminando cinco horas, autostop o en moto quien disponga de ella, es como se desplazan hasta las ciudades donde realizar estas gestiones que, según ellos, deberían correr a cargo de las autoridades. “Hay gente mayor que no tiene teléfono y ni siquiera puede desplazarse”.
Moustaffa asegura que tardó dos meses en recibir el código y que tan solo cobró la ayuda de un mes. “Yo no he recibido nada”, apunta Abdelhak. Hasta el momento, la unidad colectiva y las donaciones de asociaciones le mantienen a flote, pero no saben por cuánto tiempo. Cinco meses parecen años en una población olvidada que ya sentía el abandono institucional antes del terremoto.
Organizaciones locales estiman que tan solo un 30% de la población de Addouz se ha beneficiado en algún momento de estas ayudas que consideran escasas cuando las familias son numerosas
Organizaciones locales estiman que tan solo un 30% de la población de Addouz se ha beneficiado en algún momento de estas ayudas que consideran escasas cuando las familias son numerosas. “¿Dónde ha ido a parar todo ese dinero del que hablaban? ¿Por qué seguimos viviendo en tiendas o barracones, sin agua corriente, sin luz?” se preguntan. Hay quienes acusan a las autoridades locales de la nefasta gestión mientras ensalzan al Rey, pero muchos otros perdieron hace tiempo la confianza en la figura del monarca que aseguran, les ha abandonado a su suerte.
Dicen no perder la esperanza y que confían en Alá, pero saben que no todo depende de él. Tienen motivos más que suficientes para pensar que recuperar la vida que una vez tuvieron no es un sueño sino un imposible. Los escombros de su vida pasada son retirados por una empresa que obtuvo la concesión estatal para ello y a la que deben pagar si quieren recuperar cualquier recuerdo antes de desaparecer para siempre. “Hace más de un mes que nadie retira escombros aquí. Mientras un camión trabajaba, hubo un desprendimiento y cayó montaña abajo. Desde entonces dijeron que no volverían y así ha sido”, relata Moustaffa.
Protestas reprimidas
Los vasos de té ya están casi vacíos, el plato de dulces va disminuyendo, pero la conversación no cesa. Quieren compartir todo cuanto pueden y arrojar algo de luz a su propio futuro, haciéndose escuchar fuera de allí. “Aquí no podemos manifestarnos, aunque nos gustaría. Hace dos semanas, la gente de Imindounit, un pueblo a 100 kilómetros al suroeste de Marrakech, puso rumbo a la capital para protestar en contra del gobierno, pero su intento fracasó”. Abdhak relata cómo conocidos suyos fueron reprimidos por las autoridades y golpeados con la manguera de bomberos para evitar que llegaran a la ciudad.
Las noticias vuelan y esta no iba a ser menos. La posibilidad de protestar se fue desvaneciendo poco a poco al ver que los intentos fallidos de otras personas no eran más que un augurio de lo que les pasaría a ellos. Motivos no les faltan, pero el miedo a perder más de lo que ya perdieron les pone los pies en la tierra.
Las horas pasan y deben volver al trabajo que les sacará adelante. Su futuro se vio truncado por un terremoto que no solo les arrebató su hogar, sino toda forma de ingresos. Dependientes de la agricultura y la ganadería, ahora trabajan en la reconstrucción de sus cultivos en terrazas donde cosecharán manzanas para venderlas en pueblos y ciudades más grandes. Pero todavía tendrán que esperar para obtener algún beneficio de ello.
Un futuro sin rumbo
Amin, de tres años, corretea entre las tiendas de plástico que ya son su hogar desde hace cinco meses y aún lo será por unos cuantos más. Su madre, Hannan tiene 29 años, tres hijos y una casa reducida a escombros que no podrá reconstruir dado el riesgo de actividad sísmica en Inghed, su pueblo natal. “No puedo irme, mi vida está aquí y la de mis hijos también. Mi marido murió antes del terremoto y debo quedarme con su familia”.
Habla desde su tienda mientras sirve un plato de cuscús. Lo que más le preocupa es el futuro de sus hijos. Ellos son unos de los más de 100.000 afectados (según datos de UNICEF) por el seísmo y para quienes la vida, ha cambiado por completo. Su educación está ahora en manos de las donaciones recibidas, ya que las actuaciones gubernamentales brillan por su ausencia. Hace un mes, la organización El Baraka Angels instaló una escuela provisional donde asisten a clase y también duermen.
En la inmensidad de las montañas del Atlas, los niños juegan mientras olvidan lo que vivieron y a quienes perdieron. Su futuro no tiene rumbo, pero tampoco lo tenía antes. Una de las profesoras de la escuela asegura que no cree que los niños vean su escuela reconstruida pronto. Original de Marrakech, enseñaba en este colegio antes del terremoto y lo vivido ahí, dice, es horrible. “Cuesta mucho enseñar en un entorno como este. En las áreas rurales las oportunidades para los niños ya eran pocas y ahora son menos”.
Habla de la superación de sus alumnos que afrontan la situación con entusiasmo, a pesar de todo. “Es un reto educar en estas circunstancias”, dice, “pero la educación será la clave para el futuro incierto de unos niños que caerán en el olvido”. El bullicio de los niños devuelve por unas horas, la alegría a este pueblo olvidado a más de 1.400m de altura. Ahora Hannan trabaja en la escuela. Gana algo de dinero vigilando a los niños y pasa tiempo con sus hijos. Le asusta el mañana, pero sabe se evaden de toda esta situación y de alguna forma, ella también lo hace.
Cuestión de salud
Según cifras de UNICEF, el terremoto afectó a más de 300.000 personas. Miles fueron desplazadas de sus hogares destruidos y muchas sufren estrés postraumático. La asistencia médica en las zonas rurales ya era deficiente antes del terremoto y el desastre no hizo más que agravarlo. Equipos médicos visitan pueblos como Imi N Tala, Inghed o Addouz para asistir necesidades tanto físicas como psíquicas de los habitantes.
Sin embargo, no pueden ofrecer un seguimiento continuado lo que dificulta una progresión en los pacientes, ni la asistencia médica está al alcance de todo el mundo. Saïda y su familia viven a la orilla de la carretera, en una pendiente pronunciada que apenas se divisa. No pertenecen a ningún pueblo y no conocen los horarios de visita médica. Tampoco fueron registrados como afectados, por lo que no reciben ayudas, solo las donaciones de quienes se apiadan de ellos.
Sus tiendas de plástico están ahora recubiertas con piedras y ramas para evitar que el viento se las lleve mientras duermen. “Han sido varias noches las que nos hemos quedado a la intemperie. El viento sopla muy fuerte y la lluvia inunda el interior de nuestras casas”, cuenta el hijo mayo, Omar (22), mientras nos enseña un video en el que el viento levanta todo. Él regresó de Casablanca, donde trabajaba, para ayudar a su familia.
“Mi madre sufre estrés postraumático desde el terremoto. Tiene episodios de ansiedad y hay momentos en los que no puede mantener una conversación”, apunta Omar
“Mi madre sufre estrés postraumático desde el terremoto. Tiene episodios de ansiedad y hay momentos en los que no puede mantener una conversación”, apunta Omar. Y es que, aunque el foco siempre estuvo en las pérdidas materiales, la salud mental es un elemento clave para ayudar a las personas a adaptarse, recuperarse y reconstruir sus vidas.
La inseguridad que sienten al vivir bajo estas lonas no ayuda a Saïda en su recuperación. La sensación de que todo puede desmoronarse de nuevo la persigue durante el día, pero, sobre todo, al caer la noche. Ya no duerme igual desde aquel 8 de septiembre. Cualquier ruido le hace estremecerse y el miedo a nuevas réplicas, como la del 2 de enero, vive dentro de ella.
Su hijo quiere buscar ayuda, pero ella lo descarta. Él insiste en que ahora no pueden permitírselo, pero le prometió que ahorrarán dinero para coger un taxi, ir al hospital y pagar la consulta. Acciones tan sencillas como esta son un mundo para las comunidades rurales que acostumbraban a vivir sin muchas necesidades básicas y que ahora son cruciales para sobrevivir. Todos ellos confían en que un día tendrán “no una casa, sino la suya y no una nueva vida, sino la que construyeron con tanto esfuerzo”.
Empezar de cero
La recuperación de tal devastación no bastará solo con reconstruir las casas y retirar los escombros. Antes, habrán de enmendarse los problemas estructurales de una comunidad abandonada durante décadas que necesitó de un terremoto para ser escuchada.
Todos se preguntan lo mismo: ¿Cómo se empieza una vida de cero? Si no pueden rehacer su vida donde siempre fue, ¿a dónde se dirigirán? El miedo al éxodo forzado invade los pensamientos de quienes comparten su historia. No se ven capaces de migrar a las grandes ciudades en busca de una nueva vida, pues las diferencias pesan más que las oportunidades. Sin embargo, la vida aquí pronto dejará de serlo. La insalubridad, las temperaturas extremas y la falta de servicios esenciales mitigaran poco a poco las ganas de luchar contra un olvido permanente que no hizo más que agravarse tras el desastre.
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“Rehacer la vida” es algo que sólo la burguesía occidental del hemisferio norte se puede permitir. La mayor parte de la Humanidad, cuando su vida es barrida por una catástrofe, se hunde para no volver a flotar. Tienen un proyecto de una sola oportunidad. Y forman un ejército que no deja de crecer, porque las causas de las catástrofes siguen vigentes.