Literatura
‘Matar a un ruiseñor’: la profecía de Harper Lee

Publicado en 1960, Harper Lee retrató en Matar a un ruiseñor lo que ella misma había visto y vivido en su infancia y adolescencia. No miente, no endulza y se atrevió a cuestionar el trato lamentable que las personas negras recibían por parte de las blancas en la Alabama rural de los años 30.

3 jul 2020 06:00

En pleno auge del movimiento Black Lives Matter, una avalancha de libros sobre racismo ha invadido los estantes de las librerías, esperando a ser adquiridos por lectores ávidos de curiosidad y necesitados de nuevos referentes que lideren la lucha antiracista.

Hace unos años, la autora nigeriana Chimamanda Ngozi Adichie conseguía ponerse en el punto de mira con su obra Americanah, donde indagaba en los límites entre feminismo, identidad cultural y racismo. No obstante, fue criticada en algunos ámbitos por ofrecer una visión clasista a la hora de retratar a algunos de sus personajes, por lo que el boom editorial mediático se desinfló con mayor rapidez de la esperada.

Hoy, la situación es muy distinta. Títulos como The New Jim Crow, que explora el trato injusto del sistema penal americano para con los ciudadanos negros; White Fragility, que analiza las reacciones defensivas de las personas blancas ante las críticas de sus propios comportamientos racistas o So you want to talk about race (que habla de la brecha existente entre negros y blancos) se han convertido en auténticos éxitos de ventas, dejando de manifiesto el compromiso (o al menos, el intento) de la población estadounidense con su propia deconstrucción.

2020 no solo será el año en el que recordaremos tristemente la pandemia del coronavirus. También será el año en el que, quizás, más gente que nunca se haya planteado cuál es el rol que ocupa en una sociedad que, a pesar de haber avanzado mucho, todavía se nutre de estereotipos y clichés a la hora de tratar dignamente a un ser humano.

Esta recién estrenada década, curiosamente, también se cumple el 60 aniversario de la publicación de Matar a un ruiseñor, una de las novelas más influyentes en el mundo entero en general y en Estados Unidos, en particular.

Harper Lee nunca pensó que una novela semiautobiográfica pudiera llegar a convertirse en un Pulitzer. Uno de sus mejores amigos de toda la vida, el periodista Truman Capote, afirmó en multitud de ocasiones que los personajes de Jem y Dill, dos de los niños protagonistas, estaban basados en él y en la propia Lee, cuyo padre era abogado.

Según Capote, ambos solían colarse en los juicios “en lugar de ir al cine, como los demás”. Al igual que en la novela, les encantaba observar y analizar a través de su inocente mentalidad qué era lo que ocurría en el estrado. No obstante, el periodista nunca llegó a aclarar en qué momento dejaron de considerar aquello un juego. Qué ocurrió para que ambos, en su vida adulta, desarrollaran trabajos en los que la Justicia (como nombre propio) se convirtiera en uno de los temas más recurrentes de sus obras.

Matar a un ruiseñor está ambientada en los años 30, en el período de la Gran Depresión. Los protagonistas viven en un pueblo de la América sureña, en el que las banderas confederadas todavía son símbolo de estatus y de una herida abierta producto de la Guerra de Secesión.

De las mansiones enormes, habitadas por los descendientes de los antiguos magnates de la industria algodonera, apenas queda más rastro que el de ancianas cadavéricas que insultan desde el porche mientras sus criadas negras les sirven el té con limón.

Jem y Scout Finch son dos hermanos que viven con su padre, Atticus, en una casa modesta, pero agradable. Son ingenuos e inocentes, les gusta jugar en verano con su amigo Dill y su máxima preocupación es descubrir si el vecino de enfrente es el que les deja chicles y juguetes en el árbol de la esquina.

Todo cambia el día en que Scout se pelea en el colegio y la niña vuelve a casa preguntándole a su padre por qué la han llamado “hija de un amanegros”. A partir de ese momento asistimos a un cambio argumental chocante, en el que la idílica y despreocupada vida de los niños Finch se vuelve, de pronto, una afrenta para gran parte del pueblo.

Atticus, en calidad de abogado, ha aceptado un caso muy particular. Tom Robinson, un hombre negro, ha sido acusado de violación por una mujer blanca y el resultado del juicio se considera conocido de antemano.

Cabe recalcar que el acusado es inocente y que ningún otro abogado se atreve a representarlo por miedo a la estigmatización social. Lo que sucede a continuación ya es parte de la historia de la literatura.

A pesar de lo revolucionario de la novela a nivel temporal (y, sobre todo, espacial), Atticus representa sin duda alguna la figura del “salvador blanco”. Resulta algo irónico que la obra está contada bajo el punto de vista de Scout, una niña blanca, los personajes negros sean prácticamente secundarios (a pesar de que la trama gire en torno a la raza) y el peso de la acción recaiga en un abogado, no en el hombre injustamente apresado.

En el libro, la comunidad negra se ve representada de forma totalmente polarizada: o son percibidos como víctimas, o como verdugos

En el libro, la comunidad negra se ve representada de forma totalmente polarizada: o son percibidos como víctimas, o como verdugos. En el centro se encuentra el resto de la villa, con comportamientos y descripciones mucho más ambiguos y alejados de los extremos. Atticus, por supuesto, es el héroe de la trama, al igual que sus hijos.

No obstante, es importante contextualizar. Harper Lee retrata en todo momento lo que ella misma ha visto y vivido en su infancia y adolescencia. No miente, no endulza y se atreve a cuestionar el trato lamentable que las personas negras recibían por parte de las blancas en la Alabama rural de los años 30, en una zona castigada por el Ku Klux Klan en la que el grupo terrorista llegó a tener a finales de los años 20 un poder político considerable.

Quizás por ello la publicación del libro en 1960 fuera un tremendo éxito. Unos años antes, en 1957, nueve estudiantes negros habían sido vilipendiados por matricularse en un instituto de Arkansas. El gobernador del Estado, Orval Faubus, impidió a los posteriormente denominados “Little Rock Nine” acceder al instituto alegando que aquella era una escuela racialmente segregada. Ante su negativa, el propio presidente Eisenhower tuvo que intervenir y afirmar el hecho de que, según la Constitución, la segregación escolar era ilegal.

En 1962, dos años después de que la novela viera la luz, James Meredith se convirtió en el primer estudiante negro de la Universidad de Mississippi. El gobernador del Estado pretendió evitar su ingreso y promovió manifestaciones racistas

En 1962, dos años después de que la novela viera la luz, James Meredith se convirtió en el primer estudiante negro de la Universidad de Mississippi. En este caso, el gobernador del Estado pretendió también evitar su ingreso y promovió manifestaciones racistas que el propio Kennedy tuvo que sofocar enviando al ejército nacional.

Año tras año, década tras década, grupos supremacistas blancos, conservadores ultranacionalistas y la propia Administración han seguido ignorando a una enorme parte de la ciudadanía estadounidense basándose en el color de su piel y asociado, casi siempre, a una aporofobia extrema.

Y esto no es lo peor. Lo más grave es, como siempre, el silencio de los demás. De aquellos privilegiados cuya valía y seguridad nunca es puesta en entredicho por temas de raza o capital. Aquellos que asumen que la actitud paternalista y pseudoimperialista de los primeros es algo intrínseco en la personalidad de la nación, como si por ende eso la hiciera menos mala.

El mismo sector de la población que observa cómo le destrozan la vida a personas que no son ellos con una mezcla de lástima y condescendencia, sin atreverse a decir “ya está bien, somos parte del problema”.

El asesinato de George Floyd a manos de un policía con varias denuncias previas ha puesto de nuevo en entredicho la supuesta parcialidad de la Justicia y ha prendido una llama que llevaba ya mucho tiempo bañada en gasolina.

La ira, la agresividad y la violencia forman parte de la lucha y del desgaste que surgen de la frustración; también, del miedo y la negación a la ruptura de un orden social preestablecido que beneficia a un determinado sector.

En la novela, el abogado tiene que hacer frente a varios intentos de linchamiento. Sus propios hijos, unos niños pequeños, son atacados una noche cuando vuelven solos de un evento escolar. La humillación, las peleas escolares y la marginalización se convierten en el pan de cada día.

Los mismos vecinos que apoyan la situación son los que, a solas, le expresan a Atticus su admiración y le aseguran que, en realidad, la mayoría está con él. No obstante, por desgracia, la hipocresía, la cobardía y el miedo al qué dirán tienen mayor peso que la justicia.

Han pasado 60 años desde entonces. Hoy, todos ellos quieren hablar, pero hay que tener algo claro: lo que les toca es escuchar. Dar voz a aquellos a los que no se les permitía siquiera abrir la boca, apoyar y demostrar que, si bien esto es una lucha de todos, exige un empoderamiento del criminalizado y el marginalizado injustamente.

No hay que salvar a nadie, porque nadie quiere ser salvado. Hay que cercar un sistema y solventar un problema estructural que se ha mantenido desde hace cientos de años, y eso sólo se consigue con acción conjunta, no apropiándose de la voz de otros.

“Dispara a todos los grajos que quieras, si puedes acertarles”, escribía Harper Lee. “Pero recuerda que es pecado matar a un ruiseñor”.


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