Literatura
Brenda Navarro: “Todos nos hemos dado cuenta en este siglo de que no hay mundo adulto”

La escritora mexicana Brenda Navarro ha publicado ‘Ceniza en la boca’, una novela que despliega todas las preguntas que los adolescentes pueden hacer a un mundo que ni ellos ni los adultos entienden.
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Brenda Navarro. David F. Sabadell

Cuenta Brenda Navarro (Ciudad de México, 1980) que cuando escribió su primera novela, Casas Vacías (Sexto Piso, 2020) sucedió un fenómeno raro: “Yo me sentía como ‘bueno, ya salió, ya tiene sus lectoras, han salido dos o tres reseñas en México, creo que esto está acabándose’ y, en realidad, apenas estaba empezando”. Navarro explica que no estaba segura de convertirse en escritora profesional, que encontraba satisfacción simplemente en que alguien lo leyera. Así que cuando ha sacado su segundo libro, Ceniza en la boca (Sexto Piso, 2022), no ha sentido presión. Es un libro que aprovechó el impasse de la pandemia y que gozó escribiendo.

Y eso pese a que, desde la primera página de la novela, se asiste a un drama. La hermana de Diego, un personaje del que no sabremos el nombre a lo largo del libro, se entera de que este se ha tirado por la ventana de su piso en Madrid. A partir de ese primera hostia, Navarro desarrolla una historia sobre las migraciones, el apoyo mutuo de las trabajadoras del sector doméstico, la evolución de la criminalidad en México y el desencuentro, la incapacidad de comunicarse de los adultos entre sí y con los adolescentes.

¿Cómo llevas el proceso creativo? ¿Es algo que piensas y planificas conscientemente o simplemente tienes confianza?
Me gusta mucho que uses la palabra confianza, porque creo que sí va un poco de confiar en la vida misma. Ceniza en la boca llegó intempestivamente. Yo estaba escribiendo otra novela antes de que llegara la noticia del suicidio de un adolescente a mi vida. Y esta surge de pensar qué le puede pasar a un adolescente, o a cualquier persona, para que piense que lo menos malo que le va a pasar es no tener ya una vida. Es un privilegio poder reflexionar sobre estos temas. Además de echar a volar la imaginación, una cosa que reivindico es cuestionarme cosas a través de la literatura. Yo no genero respuestas en las novelas. Además, creo que la literatura tiene una injerencia muy, muy, muy escasa sobre un público aún más escaso. Entonces, entiendo que las novelas van a ser conversaciones contigo, con otros colegas tuyos y con lectoras, y eso termina siendo para mí un privilegio.

¿En qué sentido?
Aprendo un montón de tus preguntas, de las de las lectoras. Me llevan a cuestionarme también por qué estaba escribiendo algo en concreto, ¿qué era lo que me interesaba? Me percibo en una soledad muy grande en esos momentos de cuestionamiento. No es lo mismo leerlo a través de una pantalla, al momento en el que eso llega a personas desconocidas, con las que crees que no tienes nada en común, o no tienes nada en común. Hay temas de las novelas que nos pueden unir, al menos por un instante. Para mí, eso es un gran gozo. He estado en círculos de lectura con mujeres con las que no me sentaría en la mesa si no hubiera sido por esta novela; y te das cuenta de cómo a lo mejor sí vale la pena hablar con personas con las que creemos que no tenemos nada en común, que consideramos que pueden ser nuestros enemigos de clase o de ideología. Gracias a la literatura, esta es la gran contradicción, se pueden dar conversaciones y puentes. Eso me hace confiar: voy a escribir para ver qué sale porque es el primer paso de todo lo que voy a aprender después. 

Una de las cuestiones que trata la novela es la violencia que se descubre al entrar en el mundo, la trampa del mundo adulto que se descubre en la adolescencia. ¿Cómo afrontas esos temas universales que surgen de las distintas subjetividades?
Siento que no he descrito nada. Si te das cuenta, en la novela, Diego es el personaje más silencioso. En realidad nunca te enteras de qué le pasa por la cabeza. Entiendes un poco a través de la visión de su hermana. Qué es lo que ella puede intuir que lo hizo llegar a lo que hizo, pero nunca lo sabemos. Para mí, ese es el gran enigma. Vivimos en una sociedad adultocentrista, en la que los adolescentes, específicamente, están en una especie de limbo. Cuando eres niño hay cierta condescendencia; cuando eres adulto, pues eres adulto. Pero en la adolescencia se les quita toda capacidad de autonomía. Soy madre de un adolescente, y cuestiono qué tanto daño, creyendo yo que doy amor, les estoy dando yo a mis hijas o a las personas que tengo a mi alrededor.

Algo que me interesa del suicidio adolescente, en general del suicidio, es la verdad que nos hemos perdido. La verdad que se estaba construyendo, que se estaba viviendo en cuerpo y en mente y que de pronto ha desaparecido

¿Y como sociedad?
Hablando específicamente de España, creo que los estamos menospreciando. El Gobierno los menospreció durante la pandemia. Es controvertido, pero en los institutos muchos profesores no hacen más que quejarse de los adolescentes. Hay muy pocos que logran conectar con ellos, y creo que no conectamos porque no los estamos escuchando. Les estamos exigiendo un montón de cosas para que se vuelvan adultos, adultos productivos —algo que me parece violentísimo— sin preguntarles qué es lo que ellos quieren. Por supuesto nos van a dar respuestas de adolescentes, pero con las herramientas de adultos podemos intuir un poco qué es lo que ellos están buscando. No lo estamos haciendo. Eso me estaba moviendo cuando la escribí. Los adolescentes son impertinentes, suelen contestar mal, suelen chocar con nuestros esquemas adultos, pero justamente porque nos molestan, nos incomodan, seguramente
hay algo ahí que nos están diciendo para que nos entendamos a nosotros mismos que no queremos escuchar. Y eso me parece súper doloroso. 

La capacidad de agencia que puede tener un adolescente es muy pequeña y una es el suicidio, entonces, se da esa triste circunstancia en la que algunos encuentran en eso una forma de reafirmación. No sé si en el caso de Diego, que como decías es un personaje hermético, tanteaste esa posibilidad del suicidio como una forma de decir “oye, aquí estoy yo, aquí estuve”.
Algo que me interesa del suicidio adolescente, en general del suicidio, es la verdad que nos hemos perdido. La verdad que se estaba construyendo, que se estaba viviendo en cuerpo y en mente y que de pronto ha desaparecido. Me parece casi un tema filosófico no poder tener la oportunidad de quedarnos con esa verdad: qué se nos ha ido de las manos y qué pudo habernos enseñado de una forma no tan dolorosa. Creo —pero esto realmente no lo sé— que cuando alguien se suicida sabe y entiende el daño que puede hacer, y eso también puede ser una posición respecto a su propia vida, una posición no necesariamente perversa. Después de escribir la novela he leído cartas que dejan los chicos adolescentes, algunas desde una inocencia, dicen “yo voy a seguir con ustedes”. Hay una idealización hacia el suicidio que tiene la adolescencia, que también nos estamos perdiendo. Les estamos diciendo “nos vamos a morir por el cambio climático; no hay trabajo...”, les estamos diciendo que el mundo es horrible y de pronto ellos, a lo mejor de una forma cruel, nos están diciendo “me voy a un mundo mejor, etéreo”. Y es tristísimo porque no hay un mundo mejor ni un mundo etéreo si estás muerto. Y esa contradicción reafirma algo acerca de esta verdad que se estaba construyendo y que ya no vamos a poder compartir con nadie. 

Me parece que estamos llegando a un punto en el que las enfermedades mentales son otra etiqueta y otra categorización para decir quién es productivo y quién no es productivo

No eludes tampoco lo conflictivo que hay a la hora de examinar las condiciones que pueden llevar a un suicidio a alguien en un país como España y las condiciones en las que se producen las desapariciones, también de adolescentes, en México. 
Para mí, la novela es el momento en el que ella tiene que decidir o no de qué forma va a pertenecer al mundo adulto. La forma en la que, como adultos, se supone que procesamos el dolor, que ni procesamos. Los adolescentes creen que cuando sean adultos van a saber manejar las emociones y gestionarlas. Y esta narradora en el fondo lo que se está preguntando es “qué pasó con Diego, qué pudo haber hecho que Diego hiciera lo que hizo” y cuando regresa a México se da cuenta de que en realidad a lo mejor Diego estaba viendo las cosas con mucha más claridad. Si aquí no tenía un futuro, en México tampoco. Y lo mismo le pasa a ella. Lo duro es que cuando llegas a un país considerado de acogida —algo que me parece muy metafórico— y te das cuenta de que las cosas no son como te dijeron que iban a ser, que el mundo iba a ser mejor, existe este sentimiento de “hacia dónde demonios te haces”. Ella cree que Diego lo entendió bien y rehúsa decir “voy a seguir sin Diego o voy a seguir y comportarme como una adulta”, porque ella está enojada con los adultos. Está enojada con los abuelos, está enojada con la mamá, está enojada con la expareja, está enojada con el mundo.

Es una etapa en la que los adultos, por lo general, no saben acompañar.
Como adultos, no tenemos nosotros mismos las herramientas para afrontar ese enojo y mucho menos ayudamos a que la adolescencia las tenga. Ese es para mí el gran tema sobre las enfermedades mentales. Son una consecuencia del contexto económico y político, pero también... me parece que estamos llegando a un punto en el que las enfermedades mentales son otra etiqueta y otra categorización para decir quién es productivo y quién no es productivo. Eso me parece tan perverso como lo que veo en Estados Unidos, que a la primera de cambio inmediatamente te dan pastillas. Siento que esta atención que se le está dando a las enfermedades mentales ahora mismo en España va más bien por vamos a terminar medicando a todo el mundo y hacerlos totalmente autómatas” que por afrontar los problemas de fondo. 

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Sobre la primera parte de la respuesta me venía una frase que leí a través de terceros, de alguien que le había preguntado a un cura de pueblo que llevaba 50 años oyendo confesiones “¿qué ha aprendido en estos 50 años?” Y el cura le contestó “que no existen los adultos”. Me ha resonado porque en Ceniza en la boca los personajes adultos están igual de perdidos.
Totalmente. Y yo, con todo el amor que le tengo a todas las personas a las que quiero, cada vez pienso que menos queremos crecer. Enfrentarte a ser adulto, a ser humano, a cómo es el mundo, es muy complicado. Es como una gran bofetada. Nunca vas a hacer lo que quisiste, nunca vas a tener las condiciones de vida que creíste que ibas a conseguir; la meritocracia es un cuento. De pronto, como que todos nos hemos dado cuenta en este siglo de que no hay mundo adulto. 

Quizá lo que hay es un mundo adolescente con expectativas rebajadas.
Como sociedad, al menos creo que nuestras generaciones, los que tenemos 40, casi que 50, estamos cabreados con la vida. No llegamos a ese momento de decir “bueno, ¿qué vamos a hacer?”, es como “estamos cabreados con la vida; bien, sigamos cabreados”. Es un gran tema. ¿Cómo le vas a decir a los adolescentes “sigue adelante” si tú estás así? 

Trato de mostrar que llega un momento en el que te das cuenta de que tú construyes exactamente el mundo en el que crees que puedes vivir de forma más cómoda desde los afectos

Se decía en el chotis que “en México se piensa mucho en ti”, sobre los refugiados de la Guerra Civil, pero la pregunta es ¿tú piensas mucho en México? ¿Intentas cerrar capítulo en cada novela o te estás dando cuenta de que siempre vas a tener este diálogo entre los dos países en tu narrativa?
Acabo de hablar con un colega tuyo que me ha hecho una pregunta similar, pero era algo así como “¿vas a seguir retratando ese México?” y le he contestado “mira, el México del que yo hablo en Ceniza en la boca fue el que yo dejé”. El México que hay ahora no es el mismo, por fortuna. Porque, aunque sigue teniendo una violencia estructural muy tremenda y mucho dolor, veo un gran cambio respecto al país del que me fui. Entonces estábamos un poco en estado de shock por todo lo que nos había pasado. Y ahora veo movimientos sociales y  gente haciendo cosas para buscar justicia o para poner en jaque al Estado, y eso me parece muy bueno. Ya no puedo hablar de México porque ya no lo conozco en ese sentido. Ahora que dejé México me di cuenta de ello. Entiendo los códigos culturales, entiendo lo que leo, pero el vivir ahí me comenzaba a resultar ajeno. Y es fuerte porque vives el desarraigo y dices “madre mía, ahora sí, ya no sé bien de dónde soy”. A veces bromeo y digo “creo que ya soy madrileña” por cosas así. Tampoco sé bien qué es ser madrileño. Probablemente lo que empezaré a explorar va a ser la búsqueda de la identidad. Pero sí creo que si llego a hablar de México es de un México que ya me he inventado yo misma, o el que me ha dejado ciertos dolores. 

En cambio, está la cuestión de la migración y una idea dentro de la novela, que es la comunión de desarraigadas, que también obviamente es conflictiva. ¿El ser migrante, digamos, ya es una categoría en sí, más allá de los diferentes lugares de origen? 
Aunque me dicen que la novela es muy desesperanzadora, trato de mostrar que llega un momento en el que te das cuenta de que tú construyes exactamente el mundo en el que crees que puedes vivir de forma más cómoda desde los afectos. Algunos personajes concretos lo que hacen es demostrar esto que hacen un montón de migrantes, que es adaptarse a sus nuevas circunstancias, y entender que pueden ser lo que ellos quieren ser, aunque sus oportunidades sean limitadas. Cuando como ser humano te das cuenta de esa posibilidad, de que te puedes performar en lo que sea —peleando con la etiqueta racista o con los problemas económicos y precarios— puedes llegar a sentirte a gusto porque has acumulado conocimientos y experiencias que las personas que no se han movido del lugar no tienen. Eso no los hace superiores, pero sí tienen una sabiduría de la que también hay que aprender.

En el caso de Las Primas —un equivalente de la novela a las Kellys— se forman unas comunidades que permanecen como una riqueza oculta para la mayor parte de esa sociedad de acogida. 
Cuando yo he hablado con personas migrantes, no mexicanas, aquí, te das cuenta que tienen un montón de conocimiento y de entendimiento del mundo que no se está aprovechando culturalmente en los países de acogida. Creo que se están perdiendo un montón de ideas, de percepciones, de formas de relacionarnos que ayudarían un montón a España, a Estados Unidos, a Europa, en general, y que no se aprovecha porque... Bueno, en Estados Unidos se aprovecha muy bien económicamente, pero digamos culturalmente, yo creo que vale la pena aprender de todas estas personas, son estas cosillas que pueden cambiar mundos, me parece que es algo súper positivo de las migraciones. 

La novela habla de eso que se ha categorizado como la cadena global de cuidados, ¿cómo has conseguido no hacerlo desde un punto de vista doctrinario?
Fíjate que nunca pensé “voy a escribir sobre una trabajadora de cuidados”. Lo que me interesaba mostrar respecto a eso es cómo los afectos siempre son una gran cosa. Cuando alguien tiene esta posición de poder en el que paga por el cuidado a una persona, hay una deshumanización. Pero con una de las tramas del libro he querido tratar de entender que cada relación humana, por muy desigual que sea, te genera afecto. Me ha interesado problematizar eso. Tenemos normalizado que existan este tipo de relaciones afectivas en las que se involucra dinero, y creo que necesitamos entender que el trabajo de cuidados y doméstico tiene un valor económico, porque cuando no lo hace una persona, y específicamente una mujer, cuesta mucho dinero. Cuando tú no tienes lavadora y vas a la lavandería, pagas bastante pasta; cuando vas a comer fuera, pagas pasta; cuando llevas a alguien a una residencia, pagas pasta. Si todo ese dinero se lo dieras a una trabajadora doméstica, tendría una calidad de vida superior y no tendría que ser una migrante sin papeles, etcétera. Debería situarse en un nivel simbólico de poder cultural, como un gran trabajo que genera mucho dinero, pero nadie lo quiere reconocer así, porque creo que se invertiría toda la cadena económica. 

¿Te parecería ofensivo que califique Ceniza en la boca como una novela protesta?
No, no me molesta en lo más mínimo. Mi única preocupación es que si le ponemos etiquetas para las personas que necesitan etiquetas, a lo mejor se rompen estos puentes. A lo mejor alguien que realmente nunca había pensado sobre el trabajo doméstico, suicidio o migración, por el simple hecho de que digan “esta novela es política”, va a decir “no quiero saber nada”, y a lo mejor si la lee sin ese tipo de prejuicio, entiende que es una historia de la humanidad. Pero también pienso que quizá no vale la pena buscar ese tipo de lectores que buscan ponerle etiquetas a todo. 

Mi apuesta literaria, más que las cuestiones políticas, ha sido realmente jugar con el lenguaje y expandirlo hasta donde conozco ahora mismo

Decías también hace poco que el tema de la autoficción te conflictuaba por esa idea de meter más en cajitas. ¿Te has propuesto subvertir esa tendencia que estamos viendo de que parece que solo la experiencia individual tiene ahora mismo hueco en el panorama literario?
Respeto muchísimo a todas las personas que hacen autoficción, porque si eso les ayuda, tanto en lo profesional, como en lo personal, para mí todo es válido. Lo que pasa es que hay que escudriñar un poco. La autoficción viene de una escuela estadounidense en la que se dieron cuenta justamente que las batallas culturales y de identidad generan muchísimo dinero. Vieron que era mejor que ellos lo academizaran y lo institucionalizaran para tener el control de lo que se dice, lo que no se dice, cuáles van a ser las narrativas oficiales y cuáles no. Me sitúo en contra de esa escuela gringa que te dice “tienes que hablar de tu identidad, porque aquí la lucha va a ser sobre identidades, porque el siglo XXI tiene que ver con eso, porque eso le está dando un montón de dinero a un montón de industrias, y aquí todos felices y contentos”. Es una gran trampa, porque te hace sentir que tienes un lugar en el mundo, pero hace que te desconectes de los posibles tejidos sociales, que es lo que tenemos que recuperar actualmente. Yo leo autoficción, y Joan Didion, por ejemplo, me parece una señora maravillosa; leo a colegas que hacen autoficción y me gusta, pero no quiero asumir la posición de decir lo que me pasa a mí como mujer migrante súper privilegiada. Es mucho más importante lo que le pasa a un montón de mujeres migrantes que la llevan fatal. 

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Brenda Navarro. David F. Sabadell


Es más interesante el proceso colectivo que la experiencia individual.
Cuando llegué a Madrid, Pikara, que siempre me abrió las puertas, me mandó a cubrir a Angela Davis. Fui y la fila de chicas que querían ver a Angela Davis era enorme. Pero a 20 minutos estaban las trabajadoras de Sedoac hablando de trabajo doméstico, de opresiones, y no había nadie de este lado. Entiendo que caigo en estas contradicciones: voy a cubrir a Angela Davis porque me encanta, pero dejo de lado lo realmente importante que es el trabajo comunitario. Por eso creo que la autoficción puede hacernos un gran daño: vamos a ser más individuales de lo individualistas que ya somos. 

¿Cómo trasladas esa visión política a la técnica?
Cuando empecé a escribir Ceniza en la boca tenía mucho miedo de estarme repitiendo respecto a la segunda voz de Casas vacías, que tienen un lenguaje coloquial como más rico, lo que sea que eso signifique, menos neutro. Pero luego me di cuenta de que justamente lo que estaba pidiendo la personaja de Ceniza en la boca era hacer uso de su lenguaje como parte de su búsqueda de pertenecer al mundo. Y no solamente habla en mexicano. Fui muy cuidadosa porque de pronto conjuga como se conjuga aquí en Madrid, con cosas mexicanas. Cuando habla con Las Primas, por ejemplo, cuando imita el colombiano me preocupó que estuviera bien. Cuando se hablaba boliviano, también; cuando se hablaba en catalán; cuando se hablaba en español. Me parecía que esa era mi apuesta literaria en esta novela: hablar de un lenguaje muy rico que se está hablando en las calles de España. Esto no me lo he inventado yo, se escucha en las calles, en las terrazas. Es un español latinoamericano castellanizado al que no le estamos poniendo la suficiente atención. Leí hace tiempo que había como ciertas alarmas en España por las traducciones de programas porque se estaban “latinoamericanizando” los adolescentes, yo decía “pero esto no es ninguna alarma, esto es como empezar a expandir el lenguaje, entender que está vivo”. Eso era lo que yo quería rescatar en esta novela. Esa era mi apuesta literaria, más que las cuestiones políticas, he querido realmente jugar con el lenguaje y expandirlo hasta donde conozco ahora mismo.

¿Qué tipo de novelas te están ayudando más a comprender el mundo en el que estamos?
A partir de que tuve este papel de escritora profesional me llegan un montón de libros por todos lados, y lo agradezco, pero tengo pilas de libros que no puedo leer. Me he dado cuenta que a veces encuentro más similitudes entre la literatura de lo que se llama Europa del Este con la latinoamericana, que incluso con la española. Ese contexto político no es igual al mío, pero encuentro conexiones estructurales muy interesantes. Los bosnios, de Velibor Colic, es una lectura durísima, pero la disfruto en el sentido de que siento que tiene mucho de común con lo que yo he vivido en mi país. Siempre reivindico a Agota Kristof, y a Wisława Szymborska, pero también a la que escribió El museo de la rendición incondicional, Dubravka Ugrešić. Sigo mucho a Álvaro Corazón Rural en Twitter, que siempre pone cosas de Europa del Este y todo lo que pone lo disfruto un montón, la verdad.

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