Literatura
Yolanda Arroyo Pizarro: “Mi esperanza no es ingenua, es una esperanza armada”

Yolanda Arroyo Pizarro (Guaynabo, Puerto Rico, 1970) es una de las entidades más potentes en la decodificación histórica, que luego copia en sus novelas, cuentos y ensayos para hacer los saberes más accesibles a quién los tenga que conocer. Fan incondicional del también escritor José Saramago, entiende que “dentro de nosotros existe algo que no tiene nombre y eso es lo que realmente somos”. Eso no le impide buscar todos los nombres posibles, para cercar esta zona iconnue al máximo. Como una médium, conecta con pasados y futuros. Ve cómo en Puerto Rico un mismo cuerpo sanguíneo y social tiene a taínos o indígenas, genes de distintas regiones africanas y restos de los colonos blancos que los asaltaron hasta aquí. Sabe encontrar los códigos intrínsecos de la multiplicidad histórica hasta en el lelolai y hace con ellos obras de culto, sin adjetivos, como la primera biblia cuir, Cüiruba: Libro de las Afrodivinidades o Las Negras (2012; 2025), una recuperación de afropasados y afrofuturismos encarnados que ahora se publica vía Yegua de Troya con el comisariado de Gabriela Wiener. La nueva edición cuenta con una ampliación donde recupera la humanidad, la tecnología y la rebeldía robada en pos de un cuento único, en el que ya no se confía. Abrimos el diálogo para que nos lo desmonte en primera persona.
¿Cómo se desarrollaron vuestras conversaciones a la hora de plantear esta reedición de Las Negras en Yegua de Troya?
Fue un diálogo con raíces y rizos. Gabriela y yo conversamos sobre las genealogías que nos arman, sobre cómo las mujeres negras, las marronas, las fugitivas, las brujas, las comadronas han sido silenciadas no solo por la Historia con mayúsculas, sino también por las propias literaturas latinoamericanas. La Yegua de Troya, con su gesto editorial desobediente, se convirtió en el barco que rescató estas voces, pero también en un artefacto de guerra simbólica. Nuestras conversaciones fueron como trenzas largas que se entrecruzaban: hablamos de cuerpas, de fantasmas, de la ancestra, del placer poliafectivo, del archivo, de la disidencia. Gabriela entendió desde el inicio que esta reedición no era una repetición, sino una insurgencia y me lo propuso, y me convenció prontísimo.
¿En qué momento vital te encontró la propuesta?
Me encontró en el centro de una invocación. Venía escribiendo sobre biotecnología, afrofuturismo y algoritmos negres, pero con el alma clavada en las raíces, como el decir sankofa. Afroalgoritmos ya había sido publicado y estaba habitando el futuro. Y de pronto, esta propuesta me permitió mirar hacia atrás, pero no con nostalgia, sino con la rabia lúcida de quien ha sobrevivido. Fue un momento de reencuentro con las voces de mis ancestras que nunca se fueron del todo. Yo no vivo en un solo tiempo. Vivo en el presente invadido por el pasado y descolonizado en el porvenir. Creo que me ayudó que ya había lectores que adoraban el libro, investigadores que lo recomendaban, universidades que me escribían para que les visitara y brindara conferencias sobre los temas entrelazados de esas páginas. Entonces, la propuesta me encontró de forma muy orgánica.
¿Qué otras narrativas pendientes decidiste incorporar?
En esta reedición he sumado nuevas rebeliones que Gabriela me ayudó a identificar como la resistencia eterna sudaka, un continuum del tiempo. Aparecen mujeres que no pudieron hablar en 2012 porque aún me dolían demasiado. Las protagonistas de Las Negras 2025 nunca han suplicado, pero ahora mucho menos. Encarnan el cimarronaje desde otros lenguajes, incluso desde el código informático, la especulación afrodiaspórica y los cantos yorubas que siguen reverberando, aunque nos quieran hacer creer que el tambor murió. En esta nueva versión, el libro es también un grimorio, un mapa, un dispositivo de venganza poética que reprograma el canon desde la cuerpa negra que ha decidido no desaparecer. Ese continuum del tiempo trasciende cronologías coloniales. Las Negras 2025 no es una repetición del pasado, sino una expansión multitemporal, donde las voces ocultas de mujeres negras y cuir resurgen para reclamar lo que les fue negado. Aparecen figuras que no pudieron hablar en 2012 porque no había aprendido aún a escucharlas en sus propios códigos.
Una de ellas es Sycorax Cartagena, una afronavegante disidente que aparece en el año 2229, viajando entre sistemas planetarios sin renunciar jamás a su acento caribeño ni a sus rituales de resistencia. Sycorax, inspirada por la bruja exiliada de La tempestad shakesperiana, siembra archivos de insurrección en cada colonia espacial donde se intenta borrar la herencia afro y se niegan a olvidar sus linajes. Ella representa el afrofuturismo insurrecto, el cruce entre tecnología y memoria ancestral. También rescaté a Petrona la paridora, una matrona cimarrona del siglo XVIII que asiste partos clandestinos en los montes del archipiélago atacado por una guerra bacteriológica. Su historia había quedado entre susurros, entre los lamentos de las mujeres que no pudieron parir con dignidad, y ahora finalmente reclama su lugar como símbolo de autonomía reproductiva negra y transhistórica.
Estas incorporaciones no fueron fruto de una planificación minuciosa en un principio; fueron las voces que susurraron desde los márgenes, las que se dejaban ver en el laberinto de archivos y en la complicidad de las charlas profundas. Algunas de estas historias venían conmigo como sombras. Otras surgieron de las conversaciones con Gabriela, quien siempre me impulsa a mirar más allá de lo visible. Su agudeza, su insolencia poliafectiva, me hizo preguntarme: ¿qué otras negras faltan por ser contadas? ¿A quién no he dejado hablar por dolor, por pudor? Entonces bajé a los sótanos de mi archivo personal, revisé cartas, juicios, mapas de plantaciones, rutas de barcos esclavistas. Escuché grabaciones de mi abuela y volví a soñar con mis ancestras. Escribir esta reedición fue como abrir un portal. Sabía que si no lo hacía ahora, muchas de ellas seguirían prisioneras del olvido.
El patriarcado y el colonialismo saben que el cuerpo que recuerda es un arma. Por eso han intentado borrar los nuestros
¿Con qué estrategias se ha logrado el silencio para que estas narrativas de corporalidades rebeldes desaparecieran de la historia?
El silencio ha sido meticulosamente coreografiado. Se ha ejecutado desde los archivos que deciden quién merece ser nombrado. Desde las academias que repiten los mismos nombres y canonizan el olvido. Desde las leyes que despojan, los museos que blanquean, y los diccionarios que mutilan nuestras lenguas. Pero sobre todo, el silencio ha sido impuesto a través del miedo: miedo a la negritud, miedo a la cuerpa insumisa, miedo al deseo queer, miedo a lo que no puede ser domesticado. El patriarcado y el colonialismo saben que el cuerpo que recuerda es un arma. Por eso han intentado borrar los nuestros.
A veces una muñeca negra de trapo es más potente que una enciclopedia. El símbolo es memoria viva
Cuando llega la hora de llenar huecos de vivencias tan plurales —y tan hegemónicas en el nivel de resistencia y de violencia sufrido—, ¿no es la apropiación y reinterpretación de los símbolos una forma de contar las historias? Pienso en cómo Gloria Anzaldúa trabajaba con los símbolos de Coyolxauhqui.
Absolutamente. La reapropiación simbólica es un acto de reparación. Gloria Anzaldúa lo entendió desde sus heridas abiertas. Yo trabajo con símbolos afrocaribeños: las trenzas, los tambores, los cuerpos marrones, los altares, los nombres propios robados y devueltos. Reescribo las palabras que nos negaron. A veces una muñeca negra de trapo es más potente que una enciclopedia. El símbolo es memoria viva. Me apropio de ellos, no desde el saqueo, sino desde el hambre de justicia y la urgencia de ser nombradas. Me apropio de ellos porque son míos.
Decía una de tus profesoras de historia que la cultura que existe es la cultura que se representa. ¿Con qué procesos se encuentran estas culturas que no han sido representadas hasta ahora? ¿Cómo encuentras las pistas y les sigues los rastros?
Yo sigo el olor del guiso. Sigo el susurro en los mercados, el canto que se repite en la madrugada, los apodos familiares, los silencios en las actas bautismales. Me adentro en las contradicciones de los archivos coloniales. Busco en los márgenes, en los tachones, en lo que no se dijo. También me guío por los sueños, por los sueños lúcidos que tengo cuando una ancestra me habla. No me interesa la historia oficial. Me interesa la historia afectiva. Me interesa cómo una trenza puede ser un mapa de fuga, cómo un tambor puede ser un código Morse anticolonial.
Y pienso en esta anécdota: el día del lanzamiento en Madrid del libro Mientras dormías, cantabas, cuando todo comenzaba, dos españoles xenófobos lanzaron piedras a la autora del sello Yeguas de Troya de Penguin, y a las migrantes que nos acompañaban con Gabriela Wiener. “¿Por qué no os vais?”, decían. “Tranquila, es normal”, nos consolaban. Ese suceso me hizo pensar en otros dos acontecimientos recientes. Primero, una colega escritora de México nos compartió en Madrid que el código de entrada de su hotel durante la Feria del Libro era “1492”. Un número que, para muchxs, no representa una bienvenida sino una herida abierta. Segundo, mientras intentaba tomar un taxi vestida con mis telas afrocentradas y un turbante, el taxista me indicó que casi no me deja subir por “mi turbante y mi ropa”. Al bajarme me preguntó de qué religión era y me advirtió que eso podría afectar mi puntuación de Uber. Días después, efectivamente, mi perfil de usuaria se vio afectado.
Esto no es casualidad. Es racismo cotidiano, es colonialidad persistente, es violencia simbólica y real que sigue, que continúa, que no se detiene. Y es ahí en donde encuentro mis pistas, es desde esa existencia que sigo los rastros que cuestionas.
Mis archivos son cuadernos mojados, servilletas con nombres, grabaciones de WhatsApp de mi tía contando cosas que nunca escribió nadie
¿En qué archivos apócrifos se archivan? ¿Qué necesarios ejemplos de archivística nos podrías dar?
Mis archivos son cuadernos mojados, servilletas con nombres, grabaciones de WhatsApp de mi tía contando cosas que nunca escribió nadie. Son las tradiciones orales de las parteras negras en Loíza, Cataño, Rio Grande, los cantos espirituales en el Bronx, los diarios apócrifos de mujeres que se creyeron locas y en realidad estaban canalizando memorias. Trabajo con el archivo vivo: el cuerpo como archivo, el deseo como archivo, el grito como archivo. De chica me entrenaron para llevar diarios, hacer journaling. Y consulto aquellos diarios míos que han sobrevivido.
Por supuesto, aprendí a manejar la archivística presencial del Archivo General de San Juan, y de los archivos de las Américas que se encuentran digitalizados en Chronicling America y en Slave Voyages.
Y sí, también digitalizo todo, porque si el mundo se va a incendiar, quiero que al menos un algoritmo recuerde que estuvimos aquí.
No sé en qué punto de tus viajes por dentro y fuero de las religiosidades estás ahora, pero pienso en cómo tu protagonista Sycorax Cartagena —y también Cortija— parece habitar un mundo donde se han abierto los registros akásicos del universo en pos del verdadero karma. ¿De dónde sacaste inspiración para este relato?
No sé si se trata de religiosidad o de intuición mística radical, pero ciertamente estoy en una etapa donde la frontera entre lo espiritual, lo político y lo poético se ha vuelto porosa. Ya no distingo si canalizo o invento. Soy, además, la autora de la única biblia afrocuir yoruba puertorriqueña, la Cüiruba. Así que Sycorax Cartagena, al igual que Cortija, no habita una religión en sentido tradicional, sino una conciencia expandida, una especie de grieta por donde se filtra el conocimiento de las ancestras que fueron, las que vendrán y las que están siendo ahora mismo en otro plano.
La inspiración para estos relatos vino de muchas capas superpuestas. Por un lado, he estado explorando los registros como metáfora de las memorias negadas: esos archivos del universo donde nada se pierde, donde todo lo vivido permanece, incluso lo que se nos quiso borrar. ¿Qué pasaría si las mujeres negras y cuir pudieran acceder a ese archivo infinito y descargar de allí nuestras verdades, nuestras venganzas, nuestros saberes intergeneracionales? Sycorax lo hace a través del viaje estelar que le permite encontrar el manuscrito original. Cortija lo hace desde la piel, desde sus danzas, desde su cuerpo alterado por la electricidad del recuerdo que reclama el nombre del Ancestre.
Además, me inspiraron las prácticas espirituales de mi abuela, una santera silenciosa, una mujer que le hablaba a las matas, que ungía el cuerpo con aceite de resina y que creía que los sueños podían advertirnos del porvenir. También bebo mucho de la cosmología yoruba, del Palo Monte, del vudú haitiano y el Papá Candelo de mi hermano de crianza, pero no desde una devoción literal, sino desde un gesto estético, narrativo y político. La religiosidad que me interesa es aquella que se atreve a desobedecer al colonizador espiritual. Que reescribe los símbolos. Que deja que las deidades sean queer.
Sycorax Cartagena es, de algún modo, una chamana cósmica. Cortija es una sacerdotisa del ruido y la furia. Ellas no buscan redención; buscan memoria. Y en sus viajes, abren no solo los registros del universo, sino también los más peligrosos: los de sus propios linajes, los que nos dicen que fuimos libres antes de que nos encadenaran.
Háblame del code-switching de las poblaciones afro.
Inventé la palabra “ancestra” (antes de que fuera popular) una noche mientras escribía relatos en trance. Era 1998 y me encontraba embarazada de mi hija Aurora, unigénita. Escribía para recordar a abuela Petronila, para rescatarla, para traerla de vuelta del alzheimer que la estaba secuestrando. Inventé “ancestra” para hablar de mis abuelas, bisabuelas y tatarabuelas. Ya tenía experiencia con palabras inventadas, pues Petronila, abuela materna, ya decía “desosirio”. Miguelina, mi abuela paterna, hablaba además de español e inglés, un poco de alemán y ello la obligaba a “criollizar” algunas expresiones, es decir, inventar la manera de hacernos entender. Las abuelas madamas del vecindario, emigradas de las islitas, me hablaban en francés, creole y swahili. Por tanto, siempre vi natural la mezcla de tiempos verbales, la conjugación de lo inconjugable y hacer parir neologismos. Por eso cuando me senté a las 3:00 am aquella vez, a escribir el primer párrafo de Las Negras en 2003, supe que quería resaltar el femenino de la negritud. Supe que deseaba que el título de mi libro empezara con la minúscula del artículo y le siguiera la mayúscula del sustantivo. Quise que la adjetivación de aquel sustantivo, o la sustantivación de aquel adjetivo, fuera protagonista. Fuera “prietagonista”. Por eso en 2003, ante el dolor del fallecimiento de mi “abuelamadre”, solo me restó entrar en trance…, escribir las historias que Petronila me había contado, escuchar el dictado de las mujeres de mi casta en la voz de la memoria de mami Toní.
Cuando dije que mi única intención es provocar pensamiento crítico, capacidad de asimilación e inteligencia emocional, lo decía —y lo sigo diciendo— con convicción radical. Provocar pensamiento es invitar a la incomodidad fértil
¿Te encuentras aún y a menudo etiquetada como provocadora? Pienso en una frase tuya, para otra entrevista, donde apuntabas que tu única intención es la provocación del pensamiento crítico, la capacidad de asimilación y la inteligencia emocional. ¿Son difíciles de encontrar estos signos?
Sí, aún me etiquetan como provocadora, y con frecuencia. Lo curioso es que no me molesta. Al principio, esa palabra venía cargada de juicio, como si provocar fuese algo violento o innecesario. Pero con el tiempo entendí que provocar es abrir grietas. Y yo vine a eso: a agrietar los muros del canon, los silencios heredados, las narrativas hegemónicas que excluyen nuestras cuerpas, nuestras formas de amar, de resistir y de parir mundos. Cuando dije que mi única intención es provocar pensamiento crítico, capacidad de asimilación e inteligencia emocional, lo decía —y lo sigo diciendo— con convicción radical. Provocar pensamiento es invitar a la incomodidad fértil. A esa que no te deja igual. Y sí, son difíciles de encontrar esos signos, porque muchas veces la urgencia del sistema, la velocidad de las redes o el ruido del espectáculo no deja espacio para la pausa que exige el pensamiento profundo. Pero sigo creyendo en el temblor. En la lectura que sacude. En la escritura que desarma. Porque provocar no es gritar por gritar. Es gritar con memoria. Es hacer que el lector, la lectora, la cuerpa que recibe el texto, se pregunte “¿dónde me duele esto y por qué?”.
A veces me han querido domesticar. Que baje el tono. Que no hable tanto de negritud, de disidencia sexual, de violencia colonial. Pero lo que me han enseñado las ancestras, y lo que me enseñan ahora personajes como Sycorax Cartagena, es que quien provoca con propósito puede abrir portales. Y yo escribo para abrirlos todos.
Se habla de la profesión de cuentista —una de las muchas categorías en las que podría incluirse tu trabajo siempre híbrido— como una profesión infantilizada o denostada. Creo que tiene que ver con la peligrosidad que conlleva el narrar —de la puesta en práctica de las narrativas únicas salen las dictaduras y los genocidios—. Intentan que lo de cuentista suene inocuo. ¿Cómo lo vives tú? ¿Hay esa peligrosidad detrás? ¿Pueden los cuentistas ejecutar los cambios que se necesitan?
Totalmente. Lo he vivido en carne propia. A la cuentista se le mira muchas veces como si su oficio fuera menor, como si narrar cuentos fuera un acto inofensivo, doméstico, casi decorativo. Pero esa supuesta inocuidad es una trampa. Porque en realidad lo que hacemos las cuentistas, especialmente cuando escribimos desde cuerpas negras, cuir, insurgentes, es peligroso para el sistema. Narrar es subversivo. Narrar cambia imaginarios. Y cuando cambian los imaginarios, cambia todo.
Mira lo que ha pasado en Puerto Rico con Pelo Bueno y Las Reyas Magas. Pelo Bueno fue un cuento que escribí como una caricia a la memoria y terminó convirtiéndose en una lanza. Era una historia sencilla, infantil, sobre una niña negra y su pelo afro, pero al tocar el tema del rechazo internalizado, del racismo escolar y de la autoaceptación radical, encendió algo y se insertó en un movimiento político. Hoy en Puerto Rico hay legislación que protege a personas con pelo afro, y esa ley se debatió con ejemplares del cuento en la mano. Ese librito, que muchos subestimaron, fue usado como prueba narrativa de una violencia cotidiana y racista. Eso no es inocuo. Eso es un acto legislativo desde la literatura.
Y con Las Reyas Magas pasó algo similar. Nos atrevimos a decir que las niñas también pueden traer regalos, que los supuestos magos no fueron tres y que hubo magas acompañando esa caravana; que las cuerpas no binarias pueden ser mágicas, que la espiritualidad no es patrimonio masculino. Hoy hay niñas que se disfrazan de reyas magas en comunidades, escuelas y colegios, que caminan con coronas trenzadas por las calles de San Juan, con sus camellos de cartón y su dignidad altiva. Ese cuento se convirtió en una performance colectiva feminista, en una ruptura del guión tradicional de la religiosidad y del género. La literatura infantil, cuando se escribe desde la conciencia política, es una herramienta de insurrección.
Así que sí, llamarnos “cuentistas” puede parecer una manera de domesticarnos, de encasillarnos en lo menor. Pero yo reclamo el título con orgullo y con filo. Porque un cuento puede hacer tambalear la educación racista, puede cambiar las políticas públicas, puede fundar nuevas festividades feministas. Las cuentistas tenemos el poder de imaginar el mundo otra vez. Y ese poder, bien usado, sí: puede ser peligrosísimo. Y bendito sea ese peligro.
¿En qué punto está tu proyecto de salas de lectura antirracistas? ¿Y la Cátedra de Mujeres Negras Ancestrales? ¿Y tus nuevos procesos de escritura? ¿Y tu esperanza en el futuro tecnológico?
Gracias por esa pregunta que me atraviesa como lanza. Porque no se trata solo de proyectos, se trata de vida o muerte. De memoria o silencio. De ocupar o desaparecer.
Las Salas de Lectura Antirracistas están más vivas que nunca. Siguen moviéndose por escuelas, caseríos, universidades, cárceles, museos, y cualquier lugar donde se atrevan a abrirnos la puerta —aunque sea un portón oxidado—. Porque si no nos invitan, entramos igual. Las Salas son insurgencia pedagógica, son resistencia desde la lectura colectiva. Son niñas negras leyendo Las Negras, Pelo Bueno, Afrofeministamente, y diciendo: “Yo también existo, y mi historia importa”. Es que el libro, cuando se lee en círculo, en voz alta y con rabia, se convierte en tambor, en machete, en mapa de liberación. No es lectura por leer. Es lectura por vivir. Por reaprendernos. Por afilar el pensamiento crítico negre.
La Cátedra de Mujeres Negras Ancestrales sigue latiendo con fuerza, ahora celebrando su segundo decenio. Ahí estamos resucitando a Juana Díaz, a la Mulatres Soledad, a Ana María Matamba, a Juana Agripina, a Petrona la Paridora y todas esas que el archivo quiso enterrar bajo el polvo del olvido. La Cátedra no es académica en el sentido tradicional. Es ritual, es espiritual, es comunitaria. Nos reunimos en plazas, en teatros, frente al mar, en la calle, y a veces en Zoom, sí, pero siempre con las ancestras de testigo. Lo que hacemos allí es devolverle nombre a las que fueron borradas. Y al nombrarlas, nos levantamos con ellas.
Sobre mis nuevos procesos de escritura, estoy escribiendo desde el entretiempo. Desde la intersección donde el trauma ancestral se cruza con la posibilidad tecnológica. Hay una novela con una protagonista llamada Lyra, que habita un mundo donde el nuevo eje del ADN revela las vidas pasadas según su identidad de género. Hay cuentos donde las trenzas guardan códigos cifrados y se convierten en mapas para fugarse del capitalismo blanco. Estoy escribiendo también desde el Caribe como zona climáticamente vulnerable pero espiritualmente indomable. Mi escritura no quiere adornar el apocalipsis: quiere prenderle fuego.
Y sí, le apuesto al futuro tecnológico, pero no como lo imaginan los del norte. No como Silicon Valley. Le apuesto a los Afroalgoritmos. A las inteligencias artificiales que entiendan lo que significa haber sido esclavizadas, hipersexualizadas, calladas, negadas. Estoy creando espacios donde la memoria negra pueda ser codificada, donde los saberes afrodiaspóricos puedan sobrevivir incluso si el mar se traga las islas. Estoy soñando con robots negres, con chips que reconozcan la lengua yoruba, con bases de datos que archiven nuestras danzas, nuestras recetas, nuestras heridas.
Mi esperanza no es ingenua. Es una esperanza armada. Una esperanza que baila y resiste, que no pide permiso y que, como nosotres, no se va a dejar borrar.
¿Tú sabes lo que es eso? Eso es fe cimarrona. Eso es futuro afroamorose. Eso es revolución en clave de ancestres.
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