Literatura
Alana S. Portero: “Tenemos derecho a la fantasía de la transformación y el brillo”

La autora debuta en novela con ‘La mala costumbre’, una cálida fábula femenina, trans y obrera, es decir, con vocación universal.
Alana Portero KR - 1
Alana Portero. Kike Rincón
9 jun 2023 06:00

Para quienes procedemos del secano, como la escritora Alana S. Portero (Madrid, 1978), existe una imagen del verano que podemos ver con los ojos cerrados. No suenan las olas del mar. Sí la radial, la cucharilla contra el vidrio templado de un plato apurando el helado del súper y la chicharra como artista residente. Se romantiza fácil esa postal costumbrista. En ella, la picadora de emociones que hoy aturde con varias últimas horas al minuto y momentos históricos con vitaminas fugadas en días nos da una tregua. Es un escenario de relax tramposillo.

Pensemos primero en esas radiales. No descansan porque, como recuerda Portero, en determinados barrios siempre hay algo estropeado o que amenaza jubilación pendiente de arreglar. Son calles y bloques donde se conoce bien el sudor y el reloj. Dice la leyenda que los inuits tienen nosécuántas palabras para la nieve. Pues a golpe de ventilador, abanico y un Hola! enrollado no se les caerían la calufa, flama, calda, torraera y el resistero de la boca. Sus habitantes también dominan a Cronos supliendo el carbono 14 con intuición: el año de la polca, la pera, la picor, la quica, maricastaña, catapún o la tos pueden ser a veces dataciones que despiertan recuerdos de lo más concreto.

Sigamos con el helado. Quien dice un corte de vainilla y chocolate, dice una tajá de melón. De momento, ni uno crece en el congelador ni otro en el cuenco frutero. Hay que ir a comprarlos, pero antes de eso hay que pensarlos; hay que preverlos para después proveerlos. A ese cuidado de tareas nunca tachadas del todo, el ingrediente del cariño no le quita su condición de trabajo no pagado. Cuando atardece en esas cocinas, lo sabe Portero, la certeza de que habrá un mañana, una mesa, un plato y un “¿te parto más pan?” huele a guiso cociendo a fuego lento para el día siguiente.

La pobre chicharra tiene mal nombre. Su canto de caja arenosa es reclamo de apareamiento pero en la ciudad de interior también puede actuar como recordatorio de una cárcel estival, asfalto borroso. Un sonido de sonajero como el que lleva en el mandil una madre fusilada. Holgazana de fábula, hablar como una chicharra es hacerlo en exceso según los académicos de la lengua. La expresión, sin pruebas ni dudas, descarga su peso más en las mujeres. Dramáticas, metomentodo y con un palique excitado por cuernos y enfermedades ajenas, así se las ha pintado mientras se arrancaba de la Historia una página más incómoda y verídica. La de las que tuvieron que empezar a llamar “colorado” al “rojo”. Las de la voz dormida. Las acusadas de no callar como justificación para empujarlas, ya sí, al silencio sin mordaza, el que verbaliza mil agobios cotidianos negados de conformar uno suficientemente existencial con un “voy tirando”.

En su primera novela, La mala costumbre (Seix Barral, 2023), Alana S. Portero construye el viaje de crecimiento de una niña de barrio obrero atrapada en un cuerpo que no sabe habitar. Lo hace, la escritora, con muñeca de baterista de jazz: cálida, firme y un poco médium. Con los pies en la dirección y guardia que se necesitan lo mismo para escapar de la tormenta que para pausar el desastre y marcarte un musical. Instintivamente apretamos y soltamos la mano de su protagonista según sus necesidades. Nuestros ojos son su arnés. Descubrimos que las fábulas están para pervertirlas. La mala costumbre es uno de esos libros que te hacen llegar tarde a los sitios, pero a la cita con una reina se viene puntual.

El libro tiene una dosis equilibrada de ternura y crudeza. No te hunde en un sofá. Contagia ganas de comprender radicalmente al mundo y a las personas.
Es un libro en el que pasan cosas tristes, pero que no tiene intención de serlo. Es la historia del crecimiento de una vida y en ella se juega todo el tiempo con las ideas de resistencia, de soportar la oscuridad y de búsqueda incesante de la luz. La protagonista nunca se rinde a la imposibilidad de hacer material lo que imagina y siente para sí misma. Pelea. Esta es la historia de alguien que lo tiene bastante difícil pero tira para adelante. Está escrito con esa intención. En esas vidas de las que se dice que están en los márgenes, que no creo que sean los márgenes de nada, sino el centro de mucha gente, hay espacio para vivir, soñar y ser feliz.

¿Hasta dónde estabas dispuesta a buscar dentro de ti al escribir?
Hasta el final. La novela no es una autobiografía, pero sí está tejida con elementos que tienen que ver conmigo, del mismo modo que lo está gran parte de la ficción que leemos. Personalmente, no concibo escribir sin exponerme. Me gusta que la escritura y la lectura consiguiente sean un acto íntimo entre una y otra parte y esa intimidad se consigue más fácilmente si estás dispuesta a poner algo de ti. Eso me viene del teatro. Si no vas a ir hasta el final, no lo hagas. Lo contrario me parece hasta burgués, fíjate lo que te digo. Un poco meterse en el agua sin querer mojarse. Crea con todas las consecuencias.

¿Por qué los relatos decimonónicos o de principios de siglo pasado son universales y la historia de una mujer de clase obrera no? ¿Por qué eso último tiene que estar en una cajita de música para chicas y para llorar entre nosotras?

Reivindicas tu derecho a la ficción, un concepto interesante que puso sobre la mesa la escritora argentina Camila Sosa Villada. Las etiquetas de literatura feminista, LGTBI, autoficción o confesional estrechan el marco creativo. Para los hombres queda reservado lo universal y, no menos importante, la imaginación.
Es una manera de empequeñecer nuestro trabajo. Todo lo que escribe una mujer, si además ella tiene unas condiciones políticas o socioeconómicas concretas, sea lo trans o la clase, no tiene por qué ser confesional o autoficción, que son etiquetas que se suelen utilizar para dejar caer que no hubiera otra cosa que contar. Como si tus condiciones materiales fueran tu única vida y no pudieras imaginar y tener derecho a contarlo. Como si no tuvieras derecho a ir más allá de lo que te pasa, que es lo que hace cualquier persona que fabula. Que tengamos que estar encerradas en coordenadas de hiperrealidad me parece horrible y está calculadísimo contra quién se hace. ¿Por qué los relatos decimonónicos o de principios de siglo pasado son universales y la historia de una mujer de clase obrera no? ¿Por qué eso último tiene que estar en una cajita de música para chicas y para llorar entre nosotras? Creo que lo que le pasa a la protagonista de La mala costumbre es más universal que lo que, por ejemplo, le ocurre a Arthur Schnitzler en Relato soñado.

Uno tiene la sensación de que la novela está escrita por alguien que aprendió a la fuerza a saber mirar y descifrar el mundo desde muy pequeña. ¿Marcó eso tu inclinación a escribir?
Hay un momento que sí comparto con la protagonista. Estar en la vida pero no vivirla. Ser siempre espectadora de todo y protagonista de nada. Ver pero no tocar. Eso te da una perspectiva inigualable y crea un mundo interior gigantesco que por algún lado tiene que salir. Estás obligada a leer, a intentar buscar referentes, historias que te apelen porque lo que tienes alrededor no lo hace. Tu mundo es el de las palabras, la imaginación, de aquello que se desea pero no se lleva a cabo. Eso, creo, te convierte en una observadora más o menos sagaz.

En el libro, la protagonista aprende desde niña a controlar la ilusión. En un momento concreto, que debería ser solo de felicidad, se le aparecen fantasmas que parecen recordarle que nunca merecerá del todo algo bonito.
Es un aprendizaje muy duro. Entiendes que quienes son como tú reciben correctivos durísimos. Desde cualquier vida condenada a habitar una zona violenta de la existencia hay una pertenencia silenciosa a una genealogía del dolor, el miedo y la derrota que está llena de fantasmas. Piensas en personas que has llegado a conocer o historias que te han contado y eso no te abandona nunca.

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Alana S. Portero. Kike Rincón

Un viejo principio horizontalista recomienda “matar a tus ídolos”. Leyéndote pensaba que quizá eso no es tan fácil cuando tu propia existencia no tiene referentes. Entran entonces en juego Madonna, Morrissey o Eugenia la Moraíta. ¿Cómo de importante es la genealogía para las vidas trans?
Fundamental. Suele además ser una genealogía secreta, clandestina, que nadie te enseña ni es obvia. En la búsqueda del referente pop hay dos cuestiones. Una es la falta de narrativas en las que poder proyectarte. Todo niño o niña puede hacerlo en un héroe deportivo o una actriz, pero ciertas vidas, sobre todo en la época en la que sucede la novela, solo existían para la burla. Ese mundo de divas y estrellas cumple una función un poco religiosa. Necesitas una potencia superior a la que encomendarte. Quizá los referentes que viven en tu barrio acaban machacados y tú no quieres acabar así. Quieres la fantasía de la transformación completa y del brillo absoluto. Tienes derecho a quererlo. Por otra parte, el imaginario pop actúa como una sublimación de tus necesidades que a la vez está impoluta, que nadie puede tocar ni quitar de tu pared. No sabes nada de estas estrellas, solo conoces esas fotos superproducidas y es ahí, mirando la foto de Prince, por ejemplo, donde vuelcas todos tus silencios. No se diferencia en nada de cualquier fantasía infantil o juvenil de escapar de tu vida o de imaginar algo grande para ti. Luego la vida ya te va colocando en tu sitio, pero todo el mundo tiene derecho a fantasear.

Sobre sus encuentros con Lorraine Hansberry, la primera dramaturga afroamericana en estrenar una obra en Broadway, la cantante Nina Simone dijo “nunca hablábamos de hombres o de ropa, sino de Marx, Lenin y la revolución: charla de chicas de verdad”. Quizá para ciertas vidas en barrios obreros hablar de chicos o de moda también es político.
Claro. Es que si hablar de eso fuese hacer el tonto, que no lo es, todo el mundo tiene derecho a hacer el tonto. Ser obrera no significa que tengas que estar preocupándote todo el día por entender cuánto hay de político en tu situación, cómo se enfrenta aquello y que eso ocupe tu ocio y tus sueños. Es importante saber de dónde vienes, pero es que eso se aprende enseguida. Luego puedes formarte, pero yo no tardé nada en entender la importancia de la asociación vecinal porque les veía. Claro que es político que las chicas obreras reclamen su parte de la fantasía, su conversación exenta de peso. Eso también tiene que ver con evitar la profecía autocumplida de la tristeza. Tu existencia ya es política, así que respira, que es importante.

El libro desnuda tanto los mecanismos estructurales de la desigualdad como la responsabilidad cotidiana de perpetuarlos. Incluso acuñas un concepto elocuente: el piquete machista, cordón formado por hombres que pretende aislar a agresores protegiéndoles. ¿Algunos no paran de decir lo que les gustan las mujeres cuando en realidad las detestan?
Sí. Hay un tipo de masculinidad que se retroalimenta de sí misma y que basa su existencia y su poder en huir de lo femenino y en que las mujeres sean seres pasivos y sometidos. Eso está clarísimo. No hay nada que le guste más a esa masculinidad brutal que otro hombre que se comporta igual al que poder seguir.

Las mujeres han sido el gran pegamento obrero que no aparece en los relatos épicos de lucha

La mala costumbre pone el acento en esos detalles que hablan de vidas obreras tanto como la plusvalía. Por ejemplo, ese grupo de atención e intervención comunitaria formado por vecinas adjetivadas como cotillas. O los garbanzos en remojo que de noche garantizan que hay un mañana, arte menor hasta que llegaron los cocineros estrella. Dos tareas empequeñecidas asociadas a las mujeres.
El empequeñecimiento de la presencia de las mujeres es una de las tradiciones primeras y últimas de la cultura patriarcal predominante. Los barrios mantuvieron su pegamento gracias a las vecinas. Los hombres hacían su trabajo, muchos podían ser maravillosos y estaban dispuestos a partirse la cara para defender los derechos de todo el mundo. Pero el pegamento eran las mujeres. Eran quienes estaban pendientes unas de otras, de la casa, quienes preguntaban al marido enfermo qué tal estaba y a las vecinas qué necesitaban de la compra, las que se preocupaban de si había algún niño solo por la calle. Las mujeres han sido el gran pegamento obrero que no aparece en los relatos épicos de lucha. Sin un plato de comida encima de la mesa no vas a ningún sitio. Eso hay que planificarlo y más con recursos limitadísimos. Es un trabajo ímprobo. Compartir la comida es algo que también sucedía mucho. Los cuidados y el alimento, en este sentido, han sido un buen ejemplo de redistribución. Uno a partir del cual se puede escribir otro El capital.

El trabajo, hoy en expansión de horarios, roba tiempo a la vida, uno precioso en el caso de mujeres como la protagonista de la novela. El pan y las rosas, sí, pero también sería bonito fantasear, o necesario exigir, el tiempo para no tragar el pan sin masticar y cuidar las rosas con la calma que merecen.
Esta era una idea central del libro. La mala gestión de la comunicación verbal pero la maravillosa gestión de la simbólica que hay en esa familia tiene que ver con el tiempo que robó a nuestros padres y madres el hecho de haberse matado a trabajar. Quizá no supieron aprender a comunicar los detalles de las cosas, sin embargo tienen un amor en bruto que lo sustituye. Pero sí, nos quitaron la capacidad de comunicarnos con eficiencia y de pasar tiempo compartido, que es clave para conocernos. Nuestros padres no nos conocen tanto porque estaban trabajando. Me interesaba hacer literatura con esa comunicación sin comunicación: cómo se gestionan esos silencios, que son consecuencia de una extracción de tiempo y energía, cómo se sustituyen por un lenguaje simbólico con el que se hace lo que se puede.

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En tu novela hay una de las declaraciones de amor a Madrid más emocionantes y honestas que he leído, y no será por que últimamente no se hable de ella. De San Blas al Figueroa, una ciudad con verdades esquivas y múltiples. “Una muere madrileña del mismo modo que muere trans”, reconoce la protagonista. Supongo que te duele ver la ciudad convertida en una especie de partida de Los Sims que un sociópata ha dejado a medias.
Me duele mucho. Amo Madrid. Es mi casa. La ciudad se ha convertido en un franquiciado, un lugar hecho no para quien lo vive sino para quien lo visita desde unas condiciones muy concretas. Madrid no está en venta; ya está vendida. Es hostil, invivible, a excepción de algunos barrios. Me da mucho miedo porque es terreno conquistado, pero también creo que Madrid tiene una enorme tradición de resistencia. Confío en ese espíritu.

Quizá alguien no espere que en tu novela haya fútbol. Los aficionados críticos deberíamos aceptar que fue una puerta de entrada a la extrema derecha para muchos críos. Y reconocer que el patio, ocupado a balonazos contra toda compañera o compañero que quisiera jugar a otra cosa, es uno de los primeros espacios en que aprendemos a socializarnos en desigualdad.
El fútbol, en tanto ha sido entendido como el gran catalizador de ocio y pasiones masculinas, está impregnado de toda esa masculinidad impuesta. Es un lugar que ha sido y sigue siendo hostil para muchas personas. Sigue siendo impensable que un jugador de primera división salga del armario. Estamos en 2023 y eso sigue yendo muy despacio. Siempre lo he vivido como la masculinidad imponiendo sus criterios sobre aquello que te tiene que apasionar o no. Lo que significó para mí es quedarme con menos hueco allí donde tenía que jugar o ser ridiculizada por no tener la habilidad que había que tener. Es complicado para mí verlo con otros ojos. Además, políticamente el fútbol fue una trituradora en los años 90. Chavales del barrio que empezaban en el gallinero y terminaban en el fondo sur. Sé que hay otras narrativas sobre el fútbol y no hay que perder la esperanza con nada.

Me resulta ridículo el discurso de la nostalgia. Los 80 fueron la puerta de entrada al liberalismo más brutal y la década del aplastamiento obrero

Al patio, y a los 80 y 90, décadas en las que transcurre la novela, se ha mirado a menudo con nostalgia. Veíamos a Laura Winslow a la hora de comer, pero a Lucrecia Pérez, que no era un personaje de ficción, la mataron por ser migrante y precaria. Fue solo un año después del asesinato de Sonia Rescalvo, mujer trans. En este país el lema nostálgico de mayor calado no es “la insumisión acabó con la mili”, “recuperamos las calles frente a la extrema derecha” o “hicimos huelgas generales”, sino “Yo fui a EGB”. Algo obligatorio, meramente descriptivo y en singular. Quedan olvidadas vidas como la de la protagonista de La mala costumbre.
Me resulta ridículo el discurso de la nostalgia. Los 80 fueron la puerta de entrada al liberalismo más brutal y la década del aplastamiento obrero. Es como si Reagan te estuviera dictando de qué seguir hablando. Solo se puede hacer ese discurso desde el privilegio de quien entonces tenía una vida tranquila. Es una manera absurda de no hacer el mínimo esfuerzo por comprender el tiempo que te ha tocado vivir, pero ni el del pasado ni el del presente, porque eso implica un desdén por el hoy y la gente joven. Solo puedo sentir una especie de lástima intelectual por una persona que ha hecho del símbolo de sus mejores recuerdos el bollycao. Pues vale. Un bollo industrial hecho de mal chocolate y peor pan. Si nos vamos a poner así, acuérdate mejor de tu madre poniéndote un trozo de chocolate. Incluye lo humano. Es que tengo la sensación de estar viendo publicidad con toda esa nostalgia basada en productos. Retropublicidad, un concepto ridículo.

Que una persona tenga que callar aquello que es más importante para ella, aquello que constituiría la base de sus relaciones personales, es una tortura socialmente aceptada que sigue existiendo

Hablemos del precio del armario. Un aislamiento, un estado de tensión que fomenta, leemos en la novela, puerilidad e inseguridad en relaciones próximas, quizá incluso desconfianza. “El armario me había hecho egoísta”, llega a decir la protagonista. ¿Una sociedad auténticamente preocupada por el bienestar emocional y la salud mental colectiva debería ser una sociedad radicalmente igualitarista en cuestiones de género?
Absolutamente. Pensaba que estábamos en ese camino y me he dado de bruces con una realidad que no es tan así. Se ha retrocedido mucho. El punto de partida es que deberíamos ser iguales y que nadie debería vivir encerrado o encerrada en sí misma sea cual sea su condición más allá de lo identitario y lo sexual. El precio del armario nunca vas a poder pagarlo. Compromete la salud mental para siempre. Muchos aspectos de la vida no se van a desarrollar con el desparpajo necesario. No entender eso es no entender nada. Que una persona tenga que callar aquello que es más importante para ella, aquello que constituiría la base de sus relaciones personales, es una tortura socialmente aceptada que sigue existiendo.

¿Cómo ves el presente en estos términos?
Lo veo frágil. Hemos empeorado en un espacio muy corto de tiempo. Se han vuelto a poner conversaciones encima de la mesa que estaban ya apagadas. Está la basura evangélica importada que infecta el mundo de una manera peligrosísima. He entendido que las conquistas eran frágiles y yo no las tenía porque lo fueran tanto. Pero creo que hay esperanza, hay muchas personas muy comprometidas con seguir adelante.

¿Se recordará en unos años este Ministerio de Igualdad como un oasis de normalización democrática?
Si la Historia es justa sucederá que entenderemos el valor político de este ministerio y unas acciones transformadoras que son de las más importantes en este país en mucho tiempo. Por su enfoque, las dificultades que ha afrontado y el correctivo tan descomunal al que se le ha sometido. Hay que recordar que Bibiana Aído ya se llevó lo suyo en su día. El ataque a base de infantilización e insultos de clase, físicos y políticos contra Irene Montero y su equipo es diario y cruza todas las fronteras a la vez.

¿El verdadero éxito de este libro es que acompañe a quien abra sus páginas en busca de refugio, que sirva de empujón hacia un futuro mejor?
Me encantaría que fuese así. Que contribuyera a una narrativa de esperanza, que llevase magia a vidas que quizá no la tienen. Había muchas intenciones en el libro, pero para escribir una ficción que me satisfaga tengo que intentar despojarme de las intenciones. Tengo que concentrarme en lo que quiero que les pase a los personajes. Y cuando escribes con honestidad, no puedes esconder las intenciones.

Tu primera novela se va a traducir como mínimo a ocho idiomas. ¿La mala costumbre te ha cambiado la vida?
Del todo. Ha cambiado mis condiciones materiales drásticamente. Me permite dedicarme solo a escribir. Estoy muy contenta y abrumada, y un poco asustada también. Lo que está pasando con la novela era algo impensable, no tenía imaginadas estas coordenadas vitales. Por la edad que tengo, me había puesto el piloto automático de seguir sobreviviendo hasta que fuera. Me ha cambiado la vida por completo.

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