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La semana política
Enemigos del pueblo

Organizaciones ecologistas y plataformas contra las macrogranjas salen en defensa del ministro de Consumo, atacado por unas palabras críticas con la ganadería intensiva.
Pablo Elorduy
8 ene 2022 06:00

El primer punto de vista se resume en esto: el consumidor extranjero es gilipollas y Alberto Garzón es un conde Don Julián moderno, un traidor a la patria. Hasta su llegada al Ministerio, la picaresca española ha conseguido explotar esa característica de los extranjeros —que son retardados, al menos en lo que a comer y pasarlo bien se refiere— pero las declaraciones del ministro a The Guardian han puesto en peligro el ardid y, por tanto, “miles de puestos de trabajo”. La carne española es buena aun cuando es mala, solo porque es española. Se trata, así pues, de un ministro traidor, un liberticida, un enemigo del pueblo. Que pone en riesgo “miles de puestos de trabajo” (la repetición de esa idea es imprescindible para que todo tenga algún sentido).

El segundo dice que el ministro tenía razón, tanto en la versión editada por el periódico británico como en su explicación posterior. Que el éxito financiero de la ganadería industrial se basa en el maltrato a los animales —más flagrante que en la ganadería extensiva—, que el “producto” que se obtiene es de baja calidad, que el modelo de macrogranjas no mejora las condiciones sociales en los municipios en los que se asientan, empeora gravemente las condiciones ambientales, acelera la despoblación y es un modelo de explotación que contribuye a la crisis climática y, oh, sorpresa, también a la expansión de nuevos patógenos, virus, y, virtualmente, futuras pandemias.

Lo importante no es el contenido de los dos enfoques sino el hecho de que la segunda aproximación nunca podría alcanzar la misma atención que la campaña contra Garzón.

No es casual. Toda la falta de fondo de los argumentos “a favor de nuestro sector ganadero” se convierte en un despliegue hábil que involucra noticias falsas, cuentas falsas, cuentas verdaderas y, finalmente, reacciones, noticias verdaderas —de las que ven millones de personas— y editoriales. El despliegue explota la debilidad del Gobierno para defenderse de los ataques de sus adversarios, de los ataques propios —los presidentes autonómicos Javier Lambán y Emiliano García-Page siempre están dispuestos a echarle una mano (al cuello) al Gobierno de coalición— y, finalmente, la tentación del PSOE de preferir ser primer partido de la oposición antes que reconocer que la vieja forma de ser españoles debe ser revisada.

El tema tiene poco recorrido político pero eso no evita que la dirección nacional del PP se lance a apurar el trago hasta las heces e inste a sus concejales a que presenten mociones para pedir el cese del ministro Garzón y la desautorización de Sánchez. Las patronales y las organizaciones ganaderas, que no pierden la oportunidad de sumarse a la ola desde la cotizadísima posición de víctimas, siguen la misma linde. En casos como el de la Unión de Pequeños Agricultores y Ganaderos (UPA), aunque esa linde transcurra en dirección opuesta a sus propias campañas contra las macrogranjas.

Niveles elevados de autoparodia

Esas mociones y esas reacciones airadas, sin embargo, tendrán menos recorrido que el vídeo de una familia rindiendo honores a una pata de jamón y a la bandera de España. El debate público no tiene apenas relevancia con respecto a ese extracto de realidad de una familia que establece una relación triangular entre su fervor nacionalista, sus hábitos de consumo y su total desconocimiento del concepto de “humor involuntario”.

Ese vídeo autoparódico y un sin número de fotos de filetes, chorizos o morcillas son utilizados como argumento político definitivo y aparentemente sofisticado, especialmente por cargos, carguillos y trepas, que se señalan voluntariamente como faltos en las redes sociales con vídeos o fotografías que, puestos a provocar, provocan en primer lugar desazón.

No es que salga gratis parecer obtuso, es que lo contrario parece tener un coste político. Así, uno de los principales consejos no solicitados a Garzón ha sido que este tipo de declaraciones —parecidas a las del ministro de Agricultura alemán, que ha dicho que los precios de los alimentos deben expresar la “verdad ecológica” de la producción— deben esconderse porque hay campaña electoral en Castilla y León. Es decir, que para ganar hay que salir asegurando que el olor de los purines de las macrogranjas es el nuevo Chanel. O callarse y meterse un torrezno requemao en la boca.

No está todo perdido. En torno a Garzón se desarrolla, a las pocas horas de que nazca y se reproduzca la polémica artificialmente, un cierre de filas poco frecuente. Las organizaciones ambientalistas, parte del tejido rural y las personas que defienden la ganadería extensiva han tratado de influir en el tratamiento del tema de la semana y de poner encima de la mesa algo que normalmente solo alcanzaba a la población de los municipios afectados y al movimiento ecologista.

El problema es que los argumentos sobre las macrogranjas no se toman en serio, solo se aceptan, en el mejor de los casos, como un derecho a la reducción de daños una vez desatada la campaña contra Garzón. Pese a que otras voces hayan podido intervenir en el debate, a que se hayan publicado varios artículos o rescatado otros que confirman la tesis del ministro de Consumo, el beef de esta semana se diluirá sin enseñanza ni aprendizaje alguno. Como una muesca más en una campaña que no tiene que ver con la ganadería, ni con la economía, ni con el consumo, ni con la dieta; que solo tiene que ver con las mil y una formas de imposibilitar que el país salga de uno solo de los atolladeros en los que está metido.

Descanso
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