Opinión
Escribir “Gaza”

El decir de cada una, eso aislado y pequeño que sale de las bocas o las teclas, por más que nuestra voluntad sea otra, no va a cambiar el mundo.
Khan Yunis Gaza Strip - 1
Doa Albaaz/Activestills Decenas de personas buscan alimentos en la Gaza sitiada.
28 ago 2025 06:00

“Escribo para que el agua envenenada pueda beberse”, decía Chantal Maillard. Pero ¿puede de verdad la escritura limpiar lo emponzoñado, depurar el mal? Poner sobre lo atroz el foco de la lengua nunca es suficiente. El decir no transforma aquello que ilumina. No modifica la realidad material (la mayoría de las veces, ni siquiera la realidad simbólica) al nombrarla. El decir de cada una, eso aislado y pequeño que sale de las bocas o las teclas, por más que nuestra voluntad sea otra, no va a cambiar el mundo. El único modo de amplificar una voz, de hacer que adquiera el volumen suficiente para ser escuchada, es sumarla a otras voces, diluirla en un coro. Solo cuando el decir de una se une al decir de muchas puede, acaso, socavar las estructuras de poder que sostienen ese daño que querría purgarse. La dicción, como toda praxis, únicamente incide en el mundo bajo la forma de lo colectivo (vuelta clamor).

Y, sin embargo, escribimos. Bajo el disfraz de la salvación o el compromiso, pretendiendo a menudo que eso baste, que eso nos exima. Que nos distancie de quienes no están diciendo nada. Hélène Cixous describió la escritura como el espacio en que una consigue apartar el golpe de sí: “A veces pienso que empecé a escribir para dar lugar a la pregunta que me tritura y me taja el cuerpo; para darle suelo y tiempo; para desviar su filo de mi carne”. Pero ¿qué pasa con los cuerpos de las otras, con los cuerpos que están siendo sajados por ese mismo filo sin poderlo esquivar?

Me pregunto estas cosas al tiempo que me propongo escribir sobre Palestina, otra vez. Maniobro con mis contradicciones, sospecho de mi propia intención. Vivo doblada sobre mí. Me encojo para intentar librarme de la culpa. Posteo todo el tiempo imágenes terribles, como si sobreexponer el horror lo pudiera evitar. Me digo que el lenguaje importa. Que lo que no se dice se está abandonando. Que no nombrar el sufrimiento ajeno es soltar de la mano a las demás. Trato de convencerme de que en esta militancia de andar por casa (en las manifestaciones, los artículos, los posteos) el monstruo decrece. Pero lo cierto es que sé que no es verdad. A pesar de lo inútil, persisto en el gesto. ¿El gesto adquiere valor o se vuelve aspaviento en la insistencia? ¿En qué se transforma al perseverar en su propia inutilidad? Siempre esa duda.

Caen bombas sobre las niñas de Gaza: yo tecleo. Tecleo al ritmo que las bombas marcan. Surgen las letras, el explosivo impacta sobre los techos, las cabezas, todo pasa a la vez. Mueren criaturas mientras tecleo, doblemente a salvo (en esta conciencia, en esta habitación) y eso a veces me lleva a pensar en la escritura como una forma de exhibicionismo, de impudor. Escribo “Gaza”, “Palestina”, “genocidio”; “sionismo”, “resistencia”, “horror”. Escribo mientras los grandes festivales de música subvencionan la masacre, mientras el gobierno compra armas a Israel. Mientras los camiones de comida son retenidos al otro lado de la frontera, mientras matan de hambre a la población. Como si el agua envenenada pudiera beberse, como si el mal se pudiera depurar.

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