¡Chilleras del mundo, uníos!

Podríamos pensar que los tiempos de homofobia y serofobia era una lacra del pasado que se mantenía a duras penas a día de hoy. Sin embargo, nos damos de bruces con la crueldad de los aparatos represivos y disciplinarios de nuestras democracias
liberación queer
13 sep 2025 06:00

A través de este título a modo de provocación me gustaría invitar a una reflexión conjunta y crítica de nuestras prácticas sexuales combinadas con el consumo de drogas. Lo que conocemos –y disfrutamos– como chemsex, sesión, chill, vicio o morbo se está situando en el punto de mira de la agenda política neoliberal y reaccionaria. Kane Race (2009) advierte en sus estudios críticos sobre chemsex que la figura del yonki en Estados Unidos a partir de la década de los 70 se configura como una alteridad a partir de la cual construir los valores nacionales conservadores, a saber: pulcritud, virilidad, blanquitud, aspiracionsimo de clase media, y el deseo de mantener las ciudades y barrios libres de yonkis que ensucian la nación y sus respectivas comunidades. Estas circunstancias se inscriben en el marco de la guerra contra las drogas, que no es más que una estrategia política de crear chivos expiatorios sobre la que plasmar las contradicciones y caídas del sistema capitalista bajo la fantasía de la cuestionable moralidad de dichas personas, creando más pobreza y adicción en los barrios obreros de las ciudades.

El cuerpo marica en concreto, experimenta una transición de una cierta “libertad” de practicar sexo libremente sin consecuencias a un cuerpo completamente patologizado y enfermo marcado como sidoso.

En el Estado español sabemos bastante de esto, la Madrid yonki y su boom de la heroína en la década de los 80, persiste en nuestras memorias e imaginarios populares, así como la pandemia del VIH-SIDA y la ignorancia activa heterosexista homicida de las instituciones hacia nuestros cuerpos seropositivos. El cuerpo marica en concreto, experimenta una transición de una cierta “libertad” de practicar sexo libremente sin consecuencias –teniendo en cuenta el marco de represión sexual por parte de un nacionalcatolicismo moribundo que se extendió a lo largo de la transición– a pasar un cuerpo completamente patologizado y enfermo marcado como sidoso (Sáez y Carrascosa, 2011). Desde entonces grandes avances científicos han ocurrido, alianzas más que necesarias para nuestras comunidades que se traducen en antirretrovirales efectivos y la PrEP.


Si bien inocentemente podríamos pensar que los tiempos de homofobia y serofobia era una lacra del pasado que se mantenía a duras penas a día de hoy, nos damos de bruces con la crueldad de los aparatos represivos y disciplinarios de nuestras democracias occidentales, constituyentes del modo de producción capitalista e indisoluble del mismo. El fenómeno del chemsex vuelve a traer todos estos imaginarios estigmatizantes, reformulados y articulando un punto de vista disfrazado de preocupación y salud pública. Pero no es más que homofobia descarnada y señalamiento hacia una otredad que se trata de señalar como símbolo de la vergüenza dentro de nuestras comunidades y desde las estructuras del poder establecido. Esto se hace más nítido si nos referimos al último post en Instagram del Movimiento Marika de Madrid denunciando las actuaciones policiales en locales de sexo, saunas y chills, señalando el tratamiento diferencial que se tiene sobre el drogodependiente heterosexual y el yonki chillero marika, tal y como comentan “no es lo mismo llevar 7 gramos de cocaína que un bote de GHB”, este último te puede llevar al calabozo. Esta denuncia se ha visto acompañada por un artículo escrito por María Martínez Collado y Sato Díaz en el diario El Público, donde profundizan en el asunto aportando testimonios de afectadas por la violencia policial, en concreto, resalta el relato de un joven que comenta cómo fue engañado a través de una aplicación de ligue, en resumidas cuentas, le llegó un mensaje invitándole a un chill y se le exigía que pillara tina –metanfetamina– y cuando llegó al chill resultaron ser dos secretas.


Vigilancia deliberada y actuaciones que nos producen culpa y vergüenza por nuestras prácticas sexuales: este es el plan del cuerpo de policía de las grandes ciudades para nosotras. ¿Pero qué necesidad? Nos preguntamos algunas. Otras justifican la actuación policial abogando por el orden y la salud pública, pero el trasfondo de su argumento es homofobia interiorizada y reproducción del estigma. Las posiciones de la homonorma vuelven a responder, y en este tira y afloja se pierden muchos detalles y matices que conviene desarrollar un poco, para saber quiénes nos vulneran. Los argumentos que defienden a la policía resultan ingenuos. Tras toda la experiencia de la guerra contra las drogas, apenas se sostiene que las intervenciones policiales solucionen los consumos problemáticos o contextos de adicción en poblaciones marginalizadas. En cuanto a la salud pública, ciudades como Madrid y Barcelona cuentan con recursos públicos de salud comunitaria que están realizando un gran trabajo de acompañamiento en consumos problemáticos derivados de prácticas chemsex, sus planes de actuación se basan en las estrategias de prevención de riesgos y daños, construidas a partir de la no estigmatización de los sujetos y asumiéndolos como sujetos soberanos y capaces de interpretar y gestionar su realidad, es decir, son los practicantes chemsex quienes deciden qué es lo problemático y qué no. Si hablamos en nombre de la ciencia y la salud, hagámoslo con propiedad compañeras –aun sabiendo que detestamos la propiedad privada–.

El riesgo no es la crisis de la vivienda, el riesgo son los migrantes que saltan fronteras y se casan por papeles; el riesgo no son los empresarios multimillonarios, son las travestis que hacen la calle; (...) son los maricones que hacen chemsex y ensucian los centros de las ciudades

“Vale muy bien, pero ¿y el riesgo?” –diría el bloque heterosexismo-homonorma. –Gayle Rubin (1989) aparece en escena, porta un arnés y clama contra el poder–. Nuestras vidas están atravesadas constantemente por el riesgo que suponen las relaciones de poder, y la vulnerabilidad a la que nos arroja: no disponer de una vivienda digna, ir empalmando trabajos precarios, no tener tiempo para el disfrute y el goce, seguir manteniendo con nuestros cuerpos proletarios un sistema moribundo que solo produce crisis y genocidios. La vida está atravesada por el riesgo, y más en el contexto actual de crisis ecosocial. Entonces, ¿qué riesgos se explicitan? Casualmente aquellos riesgos relacionados con prácticas sexuales no normativas, que sirven de pretexto para justificar la presencia del fascismo en nuestros sistemas falsamente democráticos. El riesgo no es la crisis de la vivienda, el riesgo son los migrantes que saltan fronteras y se casan por papeles; el riesgo no son los empresarios multimillonarios, son las travestis que hacen la calle; el riesgo no es la naturalización de la heterosexualidad y todas sus violencias normalizadas, son los maricones que hacen chemsex y ensucian los centros de las ciudades. Este es el quid de la cuestión, situar el riesgo como una dinámica relacional y atravesada por intereses políticos. –Procedo a pasar la palabra a Gayle Rubin que lleva un rato esperando y le empieza a picar su arnés barato–. Queridas, esta óptica occidental de la sexualidad (Rubin 1989, p. 14) como algo que puede resultar patológico, produce una visión generalizada del sexo como algo peligroso. Resulta inocente mientras se practique dentro de un contexto matrimonial con expectativas de procreación, y si no se disfrutan en exceso los aspectos más placenteros. “Esta cultura mira al sexo siempre con sospechas. Juzga siempre toda práctica sexual en términos de su peor expresión posible. El sexo es culpable mientras que no demuestre su inocencia” (Rubin, 1989, p. 14). Se exigen una serie de pretextos innecesarios para justificar el ejercicio del erotismo –capacidad, creatividad, curiosidad–, que no son exigidos en otras prácticas sociales (Gallardo Esclapez, 2023). ¿Por qué no es un asunto de preocupación pública los riesgos asociados a los deportes de riesgo? ¿Por qué no se considera la masculinidad heterosexista un factor de riesgo? ¿Por qué la gran mayoría de los estudios –por no decir todos, no quiero pillarme los dedos– sobre el riesgo de infección de ITS van dirigidos a la población transmarica? Los riesgos constituyen gran parte de nuestras prácticas sociales, ahora qué se cataloga como riesgo y en qué se interviene, es una decisión política e interesada.


Entonces las caretas caen y queda al descubierto los rostros de la homofobia, que señalan y castigan a quien haga falta para diferenciarse de nosotras –las viciosas monstruosas– y asimilarse todo lo posible al esquema heteronormativo –gran valor para emprender este camino sabiendo que todas estamos manchadas y contaminadas como transmariconas–. Es aquí donde deseo incidir, en la llamada homofobia interiorizada, que más que interiorizada es exteriorizada sin remordimiento alguno, quemando las pieles y grabando la vergüenza en nuestras carnes.


Más que las instituciones públicas, me preocupa las actitudes de compañeras maricas en este asunto. Lo público ya ha elegido su camino: acompañar a los practicantes chemsex con consumos problemáticos o adicciones. Por público me refiero a la alianza entre el sistema público de salud y las organizaciones comunitarias, no hemos de olvidar a figuras políticas como nuestra adorada señora presidenta de la Comunidad de Madrid –Isabel Díaz Ayuso– que regularmente trae a coalición el chemsex en el debate público para catalogarlo como una epidemia o afirmar que son prácticas promovidas por los rojos –¡Ay Isabel! Si supieras que la mayoría de chilleras de Chueca son del PP–.

Bueno corazón, si me estás señalando constantemente, soplándome la nuca mientras agarras tu porra de poder disciplinario esperando al mínimo fallo para volcar contra mí todo el peso de la moralidad puritana, pues normal que muy bien no estemos.

Continuado con el estigma y la homofobia en nuestros círculos de deseo, quiero reflejar esta postura que cada vez se escucha más, bajo una consigna que ha aparecido en una pancarta en los dos últimos años en el Orgullo Crítico de Madrid, que clama el siguiente eslogan: “Menos chill más terapia”. –Procedo a arremangarme la bata de andar por casa, tomo un sorbo de café y suspiro–  ¿Aún seguimos con estas caris? La terapia no es el ibuprofeno de la vida, que todo lo cura y para todo vale. Aclarar aquí a emprender procesos terapéuticos y de acompañamiento es más que necesario en consumos problemáticos o contextos de adicción, pero ¿todo consumo es problemático? ¿Todo consumo lleva inevitablemente a una adicción? La extensa literatura psicológica y sociológica concluye que no. Es más, una de las consecuencias negativas más señaladas del chemsex es que conduce a cuadros ansiosos o depresivos. Sin embargo, el estudio realizado por Apoyo Positivo con datos recogidos en el año 2021, evidencia que la relación no queda muy clara, es decir, si efectivamente después de unas prácticas chemsex frecuentes se producen estados de ansiedad y depresión, o sí las situaciones de estigmatización constante producen estos malestares (Íncera, et al., 2022). Porque añaden a la ecuación, y esto es fundamental, el estigma como condicionante sociocultural que afecta a nuestras prácticas y subjetividades. Y de esto sabemos muy bien todas. Cuando se nos acusa de que nuestras identidades y prácticas sexuales no son saludables porque tenemos el ránking en malestares mentales y tasas de suicidio. Bueno corazón, si me estás señalando constantemente, soplándome la nuca mientras agarras tu porra de poder disciplinario esperando al mínimo fallo para volcar contra mí todo el peso de la moralidad puritana, pues normal que muy bien no estemos.

Desde luego que los discursos estigmatizantes no cuidan, y la policía menos aún.

Pues esto ocurre con nuestras compañeras chilleras: señalamiento y vergüenza por parte del poder establecido y de la homonorma. Por otro lado, la fórmula mágica de la terapia individualiza la cuestión, no podemos entender el chemsex y sus consecuencias negativas, sin entender el turismo de ocio gay localizado en los centros de las grandes ciudades, con precios elevadísimos que solo los rentistas y especuladores pueden pagar; sin entender la creciente privatización y persecución policial de nuestros espacios de socialización y deseo; sin entender que no va ser de la misma calidad la mefe que pille el promotor de Idealista que la transmarica en situación de calle que acude a los chills para consumir y buscar comunidad de alguna forma; sin entender las violencias laborales y contextos de explotación que vivimos; sin entender que para identidades subalternas los chills son espacios de reconocimiento y deseo, donde experimentar conjuntamente con el cuerpo; sin entender cómo se despliegan las relaciones de género en espacios homoeróticos; sin entender las masculinidades que ejercen violencia; sin entender, que ¡sorpresa! En contextos chemsex existen y se dan cuidados. Ahora bien, dos preguntas son  cruciales: ¿Quién cuida? ¿A quién se cuida?


Desde luego que los discursos estigmatizantes no cuidan, y la policía menos aún. A lo largo de mi proceso de investigación y este estar-con mis chilleras me han afirmado que los cuidados existen y se desean. Igual lo problemático no es el consumo en sí, sino las relaciones sociales que lo rodean. Lo que quiero mostrar con este artículo, aparte de denunciar la persecución policial, el estigma y la homofobia interiorizada –y exteriorizada– es que re-pensemos juntas el chemsex (Gallardo Esclapez, 2023). ¿Qué es lo problemático? ¿Tomar mefe y practicar fisting? ¿O que mis compañeros sexuales estén tan instaurados en la masculinidad y la homonorma capitalista que no sepan lo que es cuidar? ¿Quién se siente seguro en los chills? Son preguntas que se han de formular y hemos de hablar con nuestras amigas y asambleas transmaricas de barrio, rescatar aquí el lema “SILENCE=DEATH” que emergió durante la pandemia del VIH-SIDA, porque creo que se torna bastante pertinente si queremos hacer frente a estas posiciones de la homonorma aliadas con el heterosexismo, que señalan a otras maricas por practicar chemsex. Porque es problemático –sí amigas decentes y puritanas, resulta que sois parte del problema–, actuar así induce a la vergüenza y la culpa, lo que lleva a no hablar o pedir ayuda, lo cual agrava el contexto de consumo problemático y adicción. Además, refuerza la clandestinidad de las prácticas lo que produce más vulnerabilidad.

Reforcemos los servicios públicos, gritemos todas juntas fuera policía de los chills y barrios de Madrid, que las chilleras PePeras de Chueca renuncien a sus privilegios de clase y empiecen a ir a las asambleas, que sepan lo que son los cuidados transfeministas.

¿Nos preocupan las consecuencias negativas del chemsex? Estamos todas ahí, estupendo, pues reforcemos los servicios públicos, gritemos todas juntas fuera policía de los chills y barrios de Madrid, que las chilleras PePeras de Chueca renuncien a sus privilegios de clase y empiecen a ir a las asambleas, que sepan lo que son los cuidados transfeministas. Renunciemos a modelos heteronormativos de sexo que nos conducen a las cajas cerradas del activo y el pasivo, seamos conscientes de que en el chemsex estamos haciendo género, démonos la libertad de jugar las posiciones de género y habitar lugares negados. Hablemos conjuntamente de los riesgos de nuestras prácticas, conversemos sin tapujos de nuestros malestares en el consumo, sostengámonos en la vulnerabilidad cuando el Estado no lo hace, en conclusión: propongamos otros modos de ser-estar en el chemsex. Siendo conscientes de los riesgos, disfrutando del placer, y cuando ocurra el fallo o la caída: acompañarnos y cuidarnos. Pasemos del “Menos chill y más terapia” a “¡Chilleras del mundo, uníos!”

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