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Cuando Bruno Vallefuoco perdió a su hijo Alberto a manos del clan Cirella de la Camorra no imaginaba que, 19 años después, se encontraría en una prisión con el hijo del jefe de ese mismo clan, recuerda Vallefuoco a El Salto desde el antiguo piso de Nápoles del camorrista Giuseppe Scuotto.
Aunque Andrea (nombre ficticio), no había participado directamente en ese asalto a golpe de Kalashnikovs, la sangre que corría por sus venas y su implicación en otros asesinatos detonaron un sentimiento de culpa que le impidió pronunciar una sola palabra. Pero no hizo falta. Al final de la reunión solo necesitó cuatro gestos para sacar todo lo que llevaba dentro. “Se levantó, me abrazó, apoyó la cabeza en mi hombro y rompió a llorar”, cuenta Vallefuoco con unas lágrimas en los ojos que denotan que ni 20 años ni una vida entera bastan para sanar ciertos dolores.
Vallefuoco explica su historia desde este piso del centro de Nápoles porque los bienes confiscados a la mafia pasan a ser propiedad del Estado italiano y este los cede al pueblo (en este caso a la asociación que hoy hace de intérprete para Vallefuoco: la Asociación de Familiares de las Víctimas del Tren Express 904 del 23 de diciembre de 1984). Es como se conoce a uno de los muchos golpes de violencia que ha perpetrado la mafia en Italia y que ha arrancado, desde su nacimiento, la vida a 959 inocentes oficiales, según recoge la asociación italiana antimafia Libera.
“Hoy la Camorra entiende que la sociedad civil está más atenta a los asesinatos de inocentes, por lo que ahora es más silenciosa que antes (igual que el resto de mafias de Italia)”, dice Giulia Baruzzo, integrante del departamento internacional de Libera. Aunque, según agrega la experta, esto no ha logrado erradicar su actividad criminal en Italia ni evitar que no haya “país de Europa en el que no esté presente”.
Una espiral de delincuencia que hace que personas como Vallefuoco no desistan en luchar contra la mafia contando su historia en escuelas, actos de conmemoración de las víctimas y ante presos de la Camorra para hacerles entender que, por muy lúgubre que fuera su situación, siempre pudieron aspirar a ser más que camorristas.
Perdonar al verdugo
La guerra que está librando Vallefuoco es agonizante. Implica sumergirse, una y otra vez, en un mar de dolor en el que solo retumba una verdad: su hijo ya no está. Pero, al mismo tiempo, sabe que es el único modo de hacer justicia. “La Camorra no es solo el problema de la policía y de los jueces, tenemos que pensar que es problema de todos. Mi herida abierta es la misma herida abierta de muchas personas”, explica Vallefuoco, que mientras deja su mirada clavada en el suelo, asegura que las bases de la Camorra suelen estar conformadas por jóvenes de las barriadas humildes de Nápoles que creyeron que nunca tendrían un futuro alejado de las armas.
Se trata de una mentalidad que, históricamente, ha dictado el destino de la sociedad italiana y que Vallefuoco pretende contrarrestar contando a los camorristas, que maldicen su suerte entre rejas, las fatídicas secuelas de su brutalidad. “Cuando asesinan a una persona, la policía la cubre con una manta blanca. Les recuerdo que con esa manta han cubierto sus vidas y la de sus familias, novias y amigos, y también sus sueños. Algunos solo necesitan un abrazo”, detalla Bruno y, acto seguido, recuerda con una alegría mezclada con nostalgia que los sueños de su hijo Alberto eran tan simples como puros: conseguir un buen trabajo y formar una familia. Y, de hecho, cuando le mataron estaba a un paso de conseguirlo.
“Se encontraba en el momento más feliz de su vida. Justo ese día estaba empezando en el trabajo que tanto había buscado”, añade Vallefuoco, que a pesar de llorar a diario su pérdida, abomina de que algunos mafiosos pasen años o, incluso, toda la vida cumpliendo condena en celdas de aislamiento. Según la experta Baruzzo, el objetivo es evitar que delincan desde prisión, pero para él nada justifica hacer pagar al verdugo con más dolor: “Aunque la Camorra matara a mi hijo, esto es una tortura”.
Recordar al caído
El 23 de mayo de 1992, cuando la Cosa Nostra, la mafia más poderosa del momento, mató en un atentado en Palermo al ilustre juez Giovanni Falcone y a sus escoltas, también se llevó por delante la vida de todos sus familiares. Uno de ellos es Matilde Montinaro, hermana del jefe del equipo de escoltas del magistrado, Antonio. “Desde el momento en el que la bomba explotó debajo del coche de Antonio, la violencia entró en nuestra casa. Mi madre no vivía, sobrevivía. Estaba muerta por dentro”, lamenta Montinaro desde su casa de la región de Puglia con la voz entrecortada.
En esta abrasadora tarde de agosto, Montinaro está acompañada por sus tres hijos, quienes a ratos la escuchan absortos y a otros se pierden en las pantallas de sus móviles. Una actitud que trasluce que toda la familia convive con total normalidad con la muerte de Antonio, que no ha habido día en el que su hermana haya dejado de honrar su memoria ante los suyos, escuelas, actos de conmemoración y periodistas y plasmando su historia en el cómic Ragazzi di Scorta. Aunque no lo ha hecho de cualquier modo.
“Mi misión es mantener viva la memoria de Antonio. Pero nunca lo presento como un héroe porque la muerte no convierte a nadie en héroe. Él solo era un joven haciendo su trabajo y, de hecho, ese día no le tocaba trabajar. Su sentido de la responsabilidad le llevó a morir”, cuenta Montinaro, quien siempre ha apostado mostrar al mundo al ragazzi, hermano, hijo y amigo que fue Antonio y no al escolta que protegía al juez que hizo tambalear los pilares de la Cosa Nostra.
La misma organización que, como indica la experta de Libera, perdió su hegemonía después de que el aluvión de asesinatos cometidos en los años 80 y 90 hiciera que la policía la persiguiera aún más. Hoy el mayor poder reside en las manos de la mafia calabresa, la Ndrangheta, pero más que prestar atención a este cambio, Montinaro continúa recordando todo lo que perdió esa infame primavera. “Estaba asustado, pero nos hablaba de su trabajo como si fuera un juego. No sabíamos lo peligroso que era. La mafia no solo me quitó a un hermano, también la oportunidad de conocerlo”, sentencia Matilde entre unas lágrimas que sus hijos no pueden evitar sentir como suyas por mucho que no llegaran a conocer a Antonio.
Acabar con la mafia
Después de casi un siglo y medio de su nacimiento, el fin de la mafia es aún un horizonte difícilmente alcanzable, y es por ello que la experta de Libera sostiene que para acercarse a ello es crucial que el resto del mundo tenga una legislación similar a la italiana. “Nuestra ley castiga con más dureza los crímenes de agrupaciones mafiosas que los de simples criminales. Si trafican con drogas en España, solo les detendrán por eso, no por ser la mafia italiana”, sostiene Barzucco dejando claro que fuera de las fronteras italianas son más fuertes.
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Sin embargo, Vallefuoco seguirá luchando para que los mafiosos cambien de vida, como sucedió con unos camorristas que cumplían condena en el penal de menores de Nisida. Una reinserción que ya vio posible antes de que ocurriera, cuando estos jóvenes leyeron la lista de 959 fallecidos en un acto de conmemoración a las víctimas. “Sus ojos brillaban y su voz indicaba que entendían que no era una simple lista de nombres, era el resultado del dolor de todos los familiares que les observaban”, de todas esas personas que, como Vallefuoco y Montinaro, seguirán enarbolando la idea de que nadie está muerto mientras los suyos sigan hablando de él.
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Creo que en su situación yo no hubiera podido actuar de esa forma: educando y incluso perdonando a los que mataron a su hijo. Las personas como Vallefuoco me parecen súper héroes. Son realmente admirables.
Esta historia me ha tocado el alma. ¡Gracias, Alba Losada y El Salto, por contarla!