Opinión
El lugar donde mataron a Carrero Blanco
Entre los sucesos de difícil explicación ocurridos en 2017 destaca una sentencia que viene a contarnos que Luis Carrero Blanco es merecedor de respeto y consideración por haber sido víctima de un atentado de ETA y que no cabe hacer chistes sobre su atentado.

Nunca había estado en el lugar donde mataron a Carrero Blanco. Lo supe —o fui consciente de ello— cuando la Audiencia Nacional condenó en marzo de 2017 a Cassandra Vera a un año de prisión por haber publicado en Twitter unos chistes sobre la muerte de Carrero. La sentencia del tribunal considera que los tuits publicados constituyen un delito de humillación a las víctimas del terrorismo y argumenta que “las víctimas del terrorismo constituyen una realidad incuestionable, que merecen respeto y consideración, con independencia del momento en que se cometió el sangriento atentado”. Es decir, según la Audiencia Nacional, Luis Carrero Blanco, en su condición de víctima del terrorismo de ETA, merece respeto y consideración con independencia de que en 1973, cuando se cometió el atentado, fuera el presidente del Gobierno de la dictadura franquista.
El estupor que me produjo la sentencia aún persiste. Y, en un país plagado de acontecimientos extraños, me sigue pareciendo que entre los sucesos de difícil explicación ocurridos en 2017 destaca esta sentencia que viene a contarnos que Luis Carrero Blanco es merecedor de respeto y consideración por haber sido víctima de un atentado de ETA y que no cabe hacer chistes sobre su atentado. No sabía que a las víctimas de la dictadura, a todos en definitiva, ni siquiera nos quedaba la posibilidad de escribir un comentario mordaz o burlesco sobre uno de los protagonistas, de los autores intelectuales y ejecutivos, de aquel régimen de terror institucional que fue el franquismo.
Para reponerme del estupor, el pasado mes de diciembre, 44 años después de la muerte de Carrero, fui al lugar donde lo mataron y recorrí a pie su último trayecto. Anoto a continuación algunas impresiones sobre lo que vi.
El número 6 de la calle Hermanos Bécquer, donde vivía Carrero Blanco, hace esquina con la calle Oráa y alberga un portal en curva con pretensiones. En estos días invernales, los interiores de techos altos, con sus luces cálidas, parecen refugios ajenos. Mientras caminaba, no pude sustraerme a la certeza de ser un extranjero en un barrio de gentes que deben de considerar de mal gusto hablar de dinero.
Descendí Hermanos Bécquer y doblé a la derecha por López de Hoyos, donde asomaban restaurantes con comidas navideñas de empresa y locales de nombres complicados. Giré de nuevo a la derecha y tomé la calle Serrano, que es solo un aluvión de tráfico constante entre edificios de imitación francesa ocupados por firmas conocidas. En algunos portales, el Ayuntamiento ha colocado placas que recuerdan a vecinos ilustres de los años 40, compañeros de generación de Carrero.
Ya en la iglesia de San Francisco de Borja (Serrano, 104), traté de imaginar qué pudo pensar Carrero en su última misa, a primera hora de la mañana del 20 de diciembre de 1973. El templo no ha debido de cambiar mucho desde entonces y la altura de la nave central empequeñece a quien se quede contemplando la imagen de Cristo crucificado, presencia solitaria e iluminada —con luz eléctrica— en el ábside. En el tambor de la cúpula puede leerse la siguiente frase del Evangelio de Mateo: “Venid a mí todos los que andáis agobiados con trabajos y cargas, que yo os aliviaré”.
De vuelta a Serrano, tras descender la escalinata de la iglesia, me asaltó una sensación imprevista: aquel descenso fue el último contacto que Carrero tuvo con la tierra, su despedida del mundo de los vivos. En la calle le esperaban un coche y la muerte.
Continué con prisa e incomodidad, sospechando que tal vez no había sido buena idea recorrer el maldito trayecto, porque ya empezaba a sentir una cierta cercanía con los hijos de Carrero Blanco, que aquella mañana supieron que no volverían a ver su padre. En fin, que había venido a escribir unas notas crudas sobre el asunto y ahora me veía avanzando aturdido por Serrano, Juan Bravo y, finalmente, Claudio Coello.
Frente al número 104 de la calle Claudio Coello, una placa colocada en plena dictadura recuerda que allí murió Carrero. El texto prefiero no reproducirlo para no incurrir en un supuesto de enaltecimiento. En la calzada, dos grietas marcan el asfalto en el lugar en el que el coche del entonces presidente del Gobierno saltó por los aires.
Me hubiera gustado concluir este artículo con la aparición de un personaje que me preguntara sobre mi interés por el lugar. Le habría contado la historia de los tuits de Cassandra, de la condena, y mi intención de escribir una página para pedir su inmediata absolución. Pero nadie me preguntó nada y terminé por irme con la sospecha de que no volveré nunca a ese lugar y con el deseo de que, en efecto, absuelvan a Cassandra Vera.
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