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Hemeroteca Diagonal
Marina Garcés: “No nos salvaremos solos”
Hablamos con la filósofa (Barcelona, 1973) sobre su libro ‘Un mundo común’.
Hablas del estallido de la burbuja individual. ¿Cuáles serían las causas de este proceso?
¿Qué ha pasado en el primer mundo? Pues que ha llegado la crisis. No sólo eso: se ha intensificado el cambio climático y la interdependencia planetaria en la que ya no hay una gestión individual de los riesgos. Eso, multiplicado por la crisis económica, nos ha devuelto la experiencia directa de la vulnerabilidad y de la precariedad de la vida. Se trata de una experiencia dolorosa, de pérdida de autosuficiencia, de seguridades y de garantías, pero a la vez es un redescubrimiento de la interdependencia, de que no nos salvaremos solos en esta sociedad. Entonces podemos lamentarnos, o podemos defendernos, y de ahí muchas de las reacciones defensivas, reactivas, nuevas formas de buscar trincheras y seguridades en las que defenderse de esa exposición a los otros… Pero también podemos intentar construir desde ahí una política que asuma realmente ese vivir en común como un problema común.
El compromiso empieza en el hecho de reconocer que ya vivimos implicados, que ya vivimos en esas relaciones de interdependencia que nos vinculan los unos a los otros y que eso es a la vez la base de lo mejor y de lo peor que podemos ser
Planteas un punto de partida distinto al de muchas tradiciones políticas. No hay que crear comunidad: ya vivimos en un mundo común y somos interdependientes. Tenemos entonces que plantearnos qué nos separa pero, también, cómo vivir juntos…
El individuo es una categoría relacional, no existe sin sus relaciones, y sus relaciones no vienen después, son lo que nos compone. Es desde ahí desde donde yo digo: ya estamos implicados. Lo que pasa es que vivimos negando esa implicación, construyendo una ficción de autosuficiencia. Y entonces, claro, la colectividad es un problema. Un problema siempre imposible de resolver o que se proyecta en figuras extrañas de vida reconciliada, orgánica, en común… un imaginario de la comunidad como algo que nos recogería, que armonizaría ese juego de distancias. Yo creo que el compromiso empieza en el hecho de reconocer que ya vivimos implicados, que ya vivimos en esas relaciones de interdependencia que nos vinculan los unos a los otros y que eso es a la vez la base de lo mejor y de lo peor que podemos ser.
Entonces el compromiso, siguiendo lo que decías, no sería tanto una elección como un descubrirse comprometido.
El compromiso político se ha pensado desde el imaginario de individuo soberano sobre su conciencia del mundo: el intelectual comprometido, el militante… El individuo que ha entendido las cosas y decide, elige comprometerse… ¡No hay elección! En todo caso podemos negarlo. Nos podemos intentar proteger de esa exposición y de esa implicación con la vida en común, pero elección no hay: estamos ya comprometidos. Devolver esa raíz del compromiso como algo que no depende de una elección sino de una aceptación y de una toma de posición para mí es distinto. Y abre todo un campo de politización que desplaza los imaginarios políticos tradicionales de la izquierda.
Hablas de nuevas formas de politización que tenemos que aprender a reconocer. ¿Podrías dar algún ejemplo?
Hoy vemos en muchos planos de la vida lo que yo llamo formas de politización que no son explícitamente reconocibles como movimientos o como luchas, que son las dos maneras como normalmente reconocemos lo político. Pero, ¿qué pasa cuando hay gente que plantea otras maneras de consumir, de producir, que está transformando las maneras de cómo trabaja o cómo toma decisiones, cuando hay maneras incluso de sustraerse a la lógica del trabajo y del dinero por unas vías que no son las de la victimización o las de la competición…?
Aprender es darnos la capacidad de hacer, de pensar y de decir de otra manera. Y ese aprendizaje no es sólo un catálogo de competencias, como se dice ahora en la enseñanza oficial, sino que es realmente una capacitación para vivir y para pensar de otra manera
Son fenómenos que no necesariamente pasan por una conciencia de politización de la vida, de adhesión a un movimiento, sino que se reapropian de la dignidad de la vida. Pero si tú preguntas, mucha gente te dirá: “No, yo no estoy haciendo política”. Eso es casi lo más esperanzador de hoy, no tanto los movimientos, que si los miramos sólo en términos de número, conquistas, victorias… la desproporción con los efectos del sistema y del poder es enorme. Y en cambio sí creo que, como en una sociedad paralela y a la vez infiltrada, que va creciendo, que se va reapropiando de sus propias condiciones de vida, están pasando cosas muy interesantes.
Hay una especie de fascinación o forma de entender lo político como ruptura, como comentas en el libro. Quizás por eso no se ve lo político en lo cotidiano.
Ése es otro de los imaginarios típicos del pensamiento revolucionario: el acontecimiento, ese tiempo y espacio que interrumpe todo y permite pensar en un nuevo comienzo. En nuestros tiempos eso ya no se concibe en el sentido de los movimientos revolucionarios del siglo XIX, que pensaban en términos históricos la posibilidad de volver a empezar. Ahora lo pensamos más bien en una lógica de interrupción que nos hace muy esclavos de la excepcionalidad. La pregunta es cómo se relacionan esos momentos de interrupción —las plazas del 15M, por ejemplo— con su continuidad, con sus maneras de infiltrarse en la vida cotidiana y transformarla. No tanto con la durabilidad del movimiento, porque ésa es la otra trampa: “Las plazas no duraron” —claro, ¿qué vamos a hacer, estar todos los días ahí?— sino cuáles son sus efectos y, a la vez, cómo nos relacionamos con lo que ha abierto ese acontecimiento en cuanto a posibilidades. Y cómo no vivir esperando el siguiente acontecimiento. Porque si estamos hablando de reapropiarnos de la vida, eso pasa cada día durante 24 horas.
Quizás somos un poco yonquis del chute de energía que brindan esos momentos de ruptura…
Claro, pero eso se traduce en unos términos de satisfacción / frustración y de éxito / derrota que nos van en contra. Las cosas pasan a muchos niveles, en muchos momentos y en tiempos distintos. Está el tiempo de la interrupción, de la novedad, de la emocionalidad, de lo colectivo… pero también están los momentos de lo invisible, de lo cotidiano, de lo continuo. Están los momentos de romper, están los momentos de durar y de continuar, y también los momentos del antagonismo y de la frontalidad. Tenemos que aprender a manejar esta multiplicidad de lógicas, de momentos y de espacios.
Apuntas que la revolución es también un problema del pensamiento, una idea que se impone como necesaria cuando se entreabre su posibilidad. ¿El 15M ha entreabierto esa posibilidad?
Sí. Para mí la irreversibilidad de los procesos de lucha o de transformación social está en lo que aprendemos, que es lo que nos transforma realmente. Obviamente con sus conquistas y sus logros objetivos, pero lo que se juega realmente es lo que yo llamo reaprender a ver el mundo. Si no hay ese salto cognitivo, ético, político que nos permite aprender a vernos y a ver el mundo, conquistar otros puntos de vista desde donde ver y vernos en relación con lo que pasa y en relación con quienes vivimos son procesos muy estériles.
Es lo que defines como el descubrimiento de nuestra capacidad de poder hacer.
Aprender es eso: darnos la capacidad de hacer, de pensar y de decir de otra manera. Y ese aprendizaje no es sólo un catálogo de competencias, como se dice ahora en la enseñanza oficial, sino que es realmente una capacitación para vivir y para pensar de otra manera.