Fútbol a este lado
El búnker

El fútbol no puede autocondenarse a una esquinita de irrelevancia histórica. Debe poner remedio, con urgencia, a esa inercia moribunda que lo encastilla como el último reducto de un mundo oscuro y en fase de superación.

No había cosa peor. En ese momento hubieras preferido perderte la excursión por estar en casa malo, enfermo de verdad, no de chupar tiza para que la fiebre subiera y no ir a clase. Nada más grave que sonase aquella canción. Bueno, sí, que lo hiciera con tu nombre. Y el de ella. “En el patio del colegio”. Y tú: “Egio”. “Hay un charco y no ha llovido”. Y tú, con la sonrisa de otro: “Ido”. “Son las lágrimas de Nacho”. Ouch. “Porque Diana no ha venido”. Para cuando el “carrascal, carrascal, qué bonita serenata” tú ya estabas en el fondo disimulando, queriendo reír más que nadie como cuando te caes delante de todos, vaya papelón, agradeciendo que no se hubiera inventado el polígrafo. Ella no podía enterarse de que “estabas por ella”. Así le decíamos a que te gustase alguien, normalmente y para mayor inseguridad por primera vez en la vida. Bastante literal era. La mofa acertaba, aguantabas mejor el tostón de la clase si ella estaba allí, cuatro filas delante, prestando atención al profe, no como tú. Un bajón el día que no iba. “Estabas por ella”.

No era la única expresión ahora desaparecida que usábamos. “Salir de najas” o “ni qué niño muerto” eran otras. Supongo que venían a sustituir a otras empleadas por nuestros mayores como el “café bebido”, ese trago rápido mañanero, con prisas y sin acompañante sólido que algunos seguimos manteniendo aunque sin nombre. O “llueve como cuando enterraron a Zafra”, la frase antecesora del chaparrón del pulpo, con origen en una bonita leyenda. Parece que hubo un noble que, en mitad de una sequía, prohibió a los habitantes de un pueblo coger agua de su fuente. Una persona hizo caso omiso, fue castigada y le lanzó una maldición: el aristócrata moriría en siete días y en su entierro llovería tanto que su ataúd vagaría flotando. Así, nosotros teníamos también las expresiones “estar en cruci”, “estar en casa”, “no se vale” o variantes geográficas como “cascarón de huevo”. Querían decir que, en mitad de un juego, alcanzabas o te declarabas en un refugio, en una zona de confort, en la que nadie podía hacerte daño o someterte a las reglas acordadas.

De una inmunidad parecida teme desprenderse el fútbol. Son ya muchos años, décadas, en los que esta industria goza de un curioso estatus. Ser el hermano pequeño, tutelado, prácticamente incapaz, de la sociedad

De una inmunidad parecida teme desprenderse el fútbol. Son ya muchos años, décadas, en los que esta industria goza de un curioso estatus. Ser el hermano pequeño, tutelado, prácticamente incapaz, de la sociedad. Lo que pasó tras la victoria de la selección española en el Mundial de Australia y Nueva Zelanda volvió a demostrarlo. Tanto la prensa deportiva —no toda, pero sí la de trayectoria más larga—, mediante justificaciones, como los futbolistas de élite, con su aplastante silencio generalizado, cerraron filas. Hubo posturas más o menos cerriles y huidas hacia adelante que dejaron —fuera de su, en el fondo, pequeño mundo— una sensación parecida a esa escena de Amanece que no es poco en la que el médico del pueblo elogia las últimas horas de un enfermo con un “¡qué irse, qué apagarse!”. En el tema que nos ocupa nos hace pensar en un “qué no enterarse de nada”. La insistencia de que en el fútbol solo importa lo que ocurre dentro del campo y en los noventa y pico minutos de partido, aislándolo así de la realidad, solo debilita, infantiliza, rebaja a simple asunto deportivo lo que durante un siglo fue un fenómeno cultural y social capaz de explicar el mundo que le daba contexto.

Cuando en ese mundo más igualitario y ventilado, mejor, nos preguntemos qué hicimos cada uno para lograr eso, también le tocará responder al fútbol. Si todavía sigue existiendo

El fútbol no puede autocondenarse a una esquinita de irrelevancia histórica. Debe poner remedio, con urgencia, a esa inercia moribunda que lo encastilla como el último reducto de un mundo oscuro y en fase de superación. Las excusas solo lo condenan más. En contra de su propia subsistencia actúa ese búnker interno, inmovilista, reaccionario, que acumula tantos privilegios como miedo a perderlos. Más pronto que tarde volveremos la vista a lo sucedido a finales del último verano y nos asombraremos de cómo la sociedad ha seguido avanzando. Cuando en ese mundo más igualitario y ventilado, mejor, nos preguntemos qué hicimos cada uno para lograr eso, también le tocará responder al fútbol. Si todavía sigue existiendo.

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