
Fútbol a este lado
Asier Villalibre y la “normalidad”
En un momento de la película Babadook, Amelia trata de conducir y se gira hacia el asiento trasero, donde su hijo Samuel está sufriendo una crisis nerviosa, gritándole “¿por qué no puedes ser normal?”. La escena dio origen a un meme ya pasado de moda y usado hacia objetivos tan dispares como la arquitectura burocrática del Brexit, el año 2020 o la “izquierda” —así, al bulto— y su muy presunto divorcio de las necesidades de la clase trabajadora.
Pocos adjetivos con mayor carga política que ese “normal”, claro. Quien va ganando suele tener una pasmosa facilidad para verlo todo como normal. Entonces, normal, natural, dado y a apechugar con ello puede ser el destrozo de los servicios públicos, la capa de contaminación sobre una ciudad, las horas extra gratis, un desahucio o no leer libros escritos por mujeres.
Normal le hemos llamado también a que los jugadores de fútbol de élite se recluyan en sus chalets de las periferias y pierdan pie con la realidad. La justificación que casi nunca se ha verbalizado es que el resto somos un peligro, que se estaban protegiendo de todos nosotros. De los robos, pero también de los autógrafos y los abrazos. La lógica mercantil es, como acostumbra, aplastante y desoladora. ¿Para qué pararse, al salir de un entrenamiento, a recibir un cariño que no vas a poder cuantificar y monetizar para alguna marca como sí ocurre con un número exacto de likes y seguidores en la red?
Extraigamos una novedad positiva de los partidos sin público. La evidencia de cómo, sobre todo al principio, algunos jugadores celebraban un gol. Esa desorientación a veces directamente soledad. No vas a correr hacia una grada donde nadie te espera. Señalarte el nombre, sin ese ambientillo, o ajustar cuentas con alguien que tampoco estaba presente no venía tanto a cuento.
No nos engañemos, son los tiempos de relación más distante con este deporte que los aficionados hemos vivido
Pero peor estamos al otro lado, porque no nos engañemos, son los tiempos de relación más distante con este deporte que los aficionados hemos vivido. El empacho definitivo acecha bajo la fórmula de la Superliga, por si hubiera sido poca una devaluación de los grandes partidos de la que daremos un dato: en Copa de Europa o Champions, Real Madrid y Bayern se han enfrentado 26 veces en 44 años, 20 de ellas en lo que llevamos de este siglo. Los efectos del FIFA metidos con calzador en cada partido humano tampoco acaban de colar y es hasta feo que haya Eurocopa en año impar. Y no, no se trata de nostalgia, refugio de los que ya no esperan nada; hace tiempo que hemos asumido que casi todas las porterías tienen las redes puestas igual de tensas o frondosas. Aceptamos que muchos goles parezcan siempre el mismo.
En esto llegó Asier Villalibre con su trompeta, estoy tentado de decir que al rescate. Qué poco pedimos. Solo era eso. Un poco de “normalidad”, valgan todas las contradicciones. El jugador del Athletic, tras ganar la Supercopa contra el Barcelona, simplemente tocó, dio las gracias “a toda la gente que me ha apoyado, a mi pareja, a mis padres y a mis amigos”, y, por último y no menos importante, recogió los bártulos. Quizá solo necesitábamos sentir esa cercanía de nuevo. Es parecida a la de Illarramendi llevándose a 31 amigos a su presentación en el Bernabéu, a la apertura emocional de André Gomes sobre sus problemas de presión en el Camp Nou o a Digne bajando toallas, agua y haciendo torniquetes en el día más triste que recuerdan Las Ramblas.
Quizá lo que queda es frenar, decir no, como Unionistas, a la publicidad de apuestas, o como Villalibre a ser un esnob. Decir no, como en aquel lema antipinochetista, precisamente porque el sí está en todo
Puede sonar conformista, pero quien quiera o quien pueda que se quede esperando otro Volker Ippig, el portero del St Pauli que se colaba en el bus, se fue a la Nicaragua sandinista y acabó trabajando en el puerto de Hamburgo. O un Paolo Sollier que leía el periódico de Avanguardia Operaia. Simplemente no son cosas que estén pasando fuera del fútbol, en un amplio contexto social en el que, con menos capacidad de maniobra que nunca, cuenta más lo que se dice que lo se hace. Quizá porque lo que queda, al menos en este momento, sea tirar del freno y negar. Decir no, como Unionistas, a la publicidad de apuestas, o como Villalibre a ser un esnob. Decir no, como en aquel lema antipinochetista, precisamente porque el sí está en todo.
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