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Convengamos que somos seres humanos. Que hay cosas que, en principio, nos espantan. Las bombas reventando edificios, o casas donde viven abuelos que apenas pueden subir y bajar escaleras, proyectiles que horadan las paredes de habitaciones infantiles, el yeso sobre los peluches de los niños, el brazo seccionado de un adolescente, el llanto de una cría al que nadie responde.
Asumamos que somos personas, que todo nos empuja a querer huir de la guerra y la muerte. Que pondremos nuestra fuerza toda en la empresa de salvar a los nuestros, que usaremos nuestra inteligencia, nuestro instinto, nuestro aliento, todos nuestros recursos para sobrevivir, que si la posibilidad de vivir se insinúa detrás de un desierto, lo atravesaremos, si la esperanza de un futuro se encuentra detrás de un alambre espino, lo treparemos aunque nos sangren las manos, si el único horizonte para nuestras hijas se esconde tras el mar, nos embarcaremos aunque sea en una barca de juguete.
Pues si de salvar a quienes queremos se trata, si de escaparle a la muerte rápida de la metralla, o a la muerte lenta del terror, o a la agonía de la miseria se trata, nos saltaremos todas las leyes humanas, todos los acuerdos bilaterales, todas las políticas migratorias que se nos pongan por delante. Violaremos todas las fronteras, y vulneraremos todas las normas si es nuestra vida y la de los nuestros la que está en juego. Eso hacen los seres humanos desde el principio de los tiempos, y si me remito a algo tan básico, es porque tengo la mirada llena de espanto y necesito recordar lo esencial para tocar tierra.
Si de salvar a quienes queremos se trata, nos saltaremos todas las leyes humanas, todas las políticas migratorias que se nos pongan por delante. Violaremos todas las fronteras, y vulneraremos todas las normas
Tocar tierra firme, en la orilla europea del Mediterráneo. Tocar un suelo seguro, lejos de la amenaza de las armas que Europa exportó. Transitar caminos que lleven a un futuro, lejos de los estrechos pasadizos de los campos de refugiados, esos que no llevan a ninguna parte. Arribar al lado de la frontera donde se supone, solo se supone, que no se te puede tratar ya como un animal apátrida, carne de mercadeo con el rico norte, presa fácil de violencias y tráficos. ¿Quién no haría esa apuesta?
Para mí, el debate acabaría aquí, sobre este hecho irrefutable. Y de aquí mismo, también, saldría cualquier ley, cualquier medida, cualquier disposición. Suena ingenuo, ¿verdad?, irreal, quimérico, así como a reflexión buenista que está pidiendo a gritos un “pues los metes en tu casa”. Hablar de que somos seres humanos no está de moda en la real politik de nuestros tiempos, esa que practican twitteros y tertulianos, primeros ministros y taxistas, y algún conocido tuyo que hace cinco años se puso la foto de Aylan Kurdi en su perfil de facebook. En 2015 la imagen de un niño muerto, sobre la playa, extendió el dolor por medio planeta. Al niño que cayó al agua un frío lunes del 2020 se lo ha tragado el silencio. Hay muchos más niños, niñas que ya no están, se fueron en un mar de silencio.
Acordemos que un pequeño ahogado es un puñetazo en las entrañas para todas nosotras, nosotros, seres humanos. No, mejor ya no acordemos nada, la humanidad está rota. Espanto.
Estos días el espanto llega en todos los formatos: Responsables políticos corroborando a cielo abierto que la política migratoria comunitaria es una política penitenciaria que solo cambia de carcelero, una sentencia de muerte que alterna verdugos. Ciudadanos que se organizan y movilizan para repeler a quienes buscan tierra firme —y si lo hacen es porque creen en una causa, y si se unen es porque esta causa les proporciona sentido— vecinos que insultan y gritan a gente mojada, asustada, desprovistos de todo poder sobre su propio destino. El espanto de las barcazas grandes, haciendo temblar precarios botes con gente agotada. El espanto de hombres fuertes, al abordaje de familias debilitadas.
Y el espanto que alimenta a todos estos espantos: las cosas que hay que oír y que leer, los cuentos que se cuentan quienes no ven la humanidad en los otros, quienes, directamente se la niegan. Hay muchas formas de hacer esto: todas están siendo aplicadas magistralmente en estos tiempos. Una deshumanización sistémica, programática, está configurando lo que se viene. Negar la agencia del otro, reducirlo a peón, pieza al servicio de un plan mayor: de una oscura amenaza geopolítica. Dar al otro en la Historia, pero también en la forma que nos contamos el presente, un rol chiquito: víctima de oscuras mafias, mercenario de oscuros planes de invasión. Un nadie, un paria, un pelele, alguien al que temer o por quien despreocuparse. Y ya.
Ya hay gente dispuesta a abandonar la cháchara y poner el cuerpo: no para la resistencia si no para la acción matona, unirse con otros, pertenecer a algo que consideran grande, construir sentido sobre el miedo y el dolor de quienes buscan tierra firme
Lo tenemos todo aquí: bien armado. Un discurso que justifica cualquier cosa en la frontera, entonado sin pudor por las instituciones, cacareado por todas partes, como un eco hostil que inunda las ciudades y las redes. La propaganda alterizante que autoriza el golpe. Pero también tenemos lo otro, algo que no siempre estuvo allí: gente dispuesta a abandonar la cháchara, y poner el cuerpo: no para la resistencia si no para la acción matona, unirse con otros, pertenecer a algo que consideran grande, construir sentido sobre el miedo y el dolor de quienes buscan tierra firme. Las manos, en fin, listas para dar el golpe donde se señale.
La guerra contra los otros sigue reclutando voluntarios, cada vez más orgullosos de sí mismos, intuyen que su momento está por llegar. Para cuando llegue, quién sabe ya cuántas autoritarias espaldas habrá palmeado la UE por hacer de “escudo protector”, como ha hecho con el primer ministro griego esta semana. Para cuando pase, quién sabe cuántos formaremos ya parte de “los otros”. Quizás todas las que aún acordemos que sí, que somos seres humanos. Las ingenuas y los espantados.
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