Fronteras
24 horas en un albergue de Tijuana: “Que no se olviden de nosotros”

Unos 80 migrantes siguen con preocupación la política de cerrojazo y militarización de la frontera de Donald Trump desde sus casas de nylon. Cada vez ven más inaccesible un futuro que les ha sido negado con la cancelación del sistema de citas CBP One para obtener el visado humanitario que les permita cruzar a Estados Unidos.
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Una calle de Tijuana (México) Álvaro Minguito

Es difícil dormir en una tienda de campaña, en un albergue. Tienen suerte de tener un techo, aunque sea una tejavana parcial y no logre resguardarles del frío. Es de noche y el llanto ininterrumpido de un bebé desafía el silencio.

Se llama Sofía, y es la migrante más joven del albergue Movimiento Juventud 2000. Nació 40 días atrás en Tijuana. Su madre se llama María Orellana, tiene 28 años y es originaria de Honduras. Pasea noctámbula con Sofía meciéndola con golpecitos breves en su espalda, por si tiene cólicos. Cuando amanece las dos están en las sillas dispuestas para el desayuno, Sofía duerme, por fin.

María Orellana, 28 años, Honduras

María salió en octubre huyendo del crimen organizado, la habían amenazado de muerte. Estaba embarazada de seis meses. “Fue muy difícil, imagina cruzar tantos países prácticamente a pie. Me asaltaron dos veces”, relata entre lágrimas. “La primera me bajaron del camión y me quitaron el dinero, fue cerca de Tuxtla Gutiérrez. Parecían policías. Tuve que cruzar México embarazadísima y sin dinero”. Sofía vuelve a llorar, como si entendiera el dolor de su madre.

“Lo peor ha sido que al llegar aquí a la frontera me volvieron a asaltar y a quitarme lo poco que me quedaba, me dejaron sola y tirada en la calle, embarazada de ocho meses”, continúa fundiéndose con la bebé entre llantos que se acompasan. “La razón por la que estoy aquí es ella, quería darle un futuro en Estados Unidos. Creo que va a ser una mujer bien fuerte, mírala, desde la panza le ha tocado duro”. Las dos esperaban en el albergue una cita que nunca llegó para pedir asilo humanitario. “Ahora no tengo esperanza, Trump canceló el CBP One, ¿qué vamos a hacer?”.

Es la pregunta que sobrevuela el ambiente. Es la conversación en el desayuno. Tras una breve oración, Margarita (este es el nombre que ha elegido para preservar su anonimato) exclama un “Diosito ayúdanos, por favor”.

Margarita y Madeleine, 31 y 33 años, Venezuela

Tenía su cita para tramitar el visado apenas 24 horas después de que Trump tomase posesión de su cargo. Es venezolana y recuerda que volver no es una opción: “nos acusarían de traición a la patria y nos meterían a la cárcel”. Pidió apagar la televisión después de que siguieran en directo cómo Trump desactivó la aplicación que dinamitó sus planes de futuro. “Llevábamos desde el 2 de enero visualizando ese momento, viéndonos cruzar. Pido a Dios que nos ayude, que nos reprogramen la cita y que no se olviden de nosotros, por favor, acá seguimos esperando”, implora con gesto de preocupación.

Sentada junto a ella está Madeleine (el nombre elegido por ella), también venezolana. Ayuda a recoger los platos que quedan del café y los platos de donde han volado los hot cakes. “He pedido colaborar en la cocina para mantener mi mente ocupada”, reconoce. “Es terrible que nos hayan hecho esto. Después de todo lo que hemos pasado, queríamos hacerlo bien, cruzar legalmente, ya teníamos la cita, nos han arrebatado el futuro”, denuncia.

“Mi cita para solicitar el visado humanitario llegó el 3 de enero, con toda la incertidumbre por que se avecinaba la era Trump. Me tocaba el 23 de enero, y nunca pude tramitarla”, cuenta Álex

Mientras las mesas se retiran, especifica a qué se refiere con ese ‘todo lo que han pasado’. “Recuerdo especialmente duro haber cruzado la selva del Darién, es una loma empinada. Vimos cuerpos en el suelo, cráneos… Así podíamos haber terminado nosotros”, exclama. Son un grupo de diez personas. Se ubican en las dos primeras tiendas de campaña del pasillo. “Somos cinco en cada tienda, a veces no podemos estirar las piernas. Nuestros hijos fueron muy valientes en el camino”, cuenta orgullosa. Tienen entre seis y trece años. Salen a jugar con los demás niños y niñas del albergue, ajenos al drama que allí se vive.

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Álex Láinez, 20 años, Nicaragua

Al fondo del local, tras discurrir por unas cinco hileras de tiendas de campaña hay un grupo de personas, una de ellas cuaderno en mano. Se llama Álex Láinez, y es el encargado de asignar las duchas del día. Tiene 20 años y es de Nicaragua. Lleva solo veinticuatro horas en el albergue y afirma que ha sido como llegar a una gran familia. Allí solo tiene a su tía. Tras organizar los turnos de ducha y comunicárselo a Marisela, que hoy se encarga de limpiarlos deja el cuaderno y llama a Selena. La sienta en una silla y comienza a peinarla. Un salón de belleza improvisado en el que dos trenzas de boxeadora pueden ser el mejor de los cuidados.

Su historia se trenza con el cabello de su amiga. “Salí de Nicaragua en mayo de 2024, nunca olvidaré esa fecha. Nos llevó un mes caminar hasta México y aquí fue donde todo se empezó a complicar. Siete meses para cruzar este país con todo tipo de peligros”, relata. “Mi cita para solicitar el visado humanitario llegó el 3 de enero, con toda la incertidumbre por que se avecinaba la era Trump. Me tocaba el 23 de enero, y nunca pude tramitarla. Para mí fue algo así como un big bang. Tengo tías en Los Ángeles y mi deseo era vivir allí con ellas, en libertad”, cuenta con gesto de desesperanza.

Tijuana se ha convertido en una eterna sala de espera en la que se van acumulando muchos más venezolanos que, como Rosaura, apelan a un milagro

“Ahora miro hacia atrás y si pudiera retroceder en el tiempo quizá no hubiera salido, es lo que le comentaba el otro día a mi abuelita. Pero mi vida corría peligro. Sufrí bullying continuado desde la escuela porque inicié mi transición muy temprano. Me dejé crecer el pelo y comencé a maquillarme”, confiesa con la voz entrecortada y detiene las labores de peluquería. “No podía ni salir a la calle, me llegaron a pegar palizas. Nicaragua no es un país seguro para las personas transgénero. Gritaban delante de mí: ‘ahí va el engendro, aléjense’. Y lo peor es que casi me violan”. Los dos se quedan en silencio y se abrazan. “Yo visualizaba mi futuro en Estados Unidos donde pudiera vivir sin amenazas ni agresiones, y ahora me lo han robado de las manos”.

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María Orellana, tiene 28 años y es originaria de Honduras. Sostiene en sus brazos a Sofía, la habitante más joven del campamento. Patricia Labrador Gracia

Rosaura, Venezuela, 28 años

Detrás de la peluquería, hay una pequeña lavandería con lavadora y secadora. Rosaura está coordinando la colada, tampoco es su nombre real. Charla con otras mujeres migrantes y se felicitan porque gracias a las mantas han podido hacer frente al frío en la noche. Son de Venezuela. Salieron en marzo del año pasado y llegaron a México el 19 de abril. Su ansiada cita para el visado era el día después de la investidura de Trump. “Nos dimos con este bloqueo en la frontera en las narices, y duele, duele mucho, sentirte tan cerca y a la vez tan lejos. Piensa que en esta ciudad podemos ver en el horizonte ese San Diego al que ahora, de pronto, y sin información de ningún tipo nos niegan acceder”, protesta. “Lo estábamos ya tocando con los dedos, es tremendo, muy doloroso”.

Tijuana se ha convertido en una eterna sala de espera en la que se van acumulando muchos más venezolanos que, como ella, apelan a un milagro. “Lo peor es echar la vista atrás, ni te imaginas por lo que hemos pasado, sobre todo en México. Los carteles nos querían extorsionar, no nos dejaban subirnos a los camiones y muchas personas que conocimos en Tapachula fueron secuestradas. No volvimos a saber de ellas”, relata. “Teníamos mucho miedo, viajábamos mi cuñada y yo solas, con nuestros hijos de 6, 12 y 16 años. ¿Cómo les explicamos todo esto que han tenido que vivir? Es algo que no le aconsejo a nadie, me gustaría que Trump viera lo que yo vi, a ver si así le quedan ganas de seguir llamándonos criminales”.

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Alimentar la desesperanza

El ruido de la puerta metálica de la entrada delata la llegada de la comida. Vienen varias bandejas de la ONG Tijuana Sin Hambre. Verónica es su cocinera y ayuda a colocar la comida en las mesas, que ya se preparan para el almuerzo. “Les ves que están sin ánimo, sin fuerzas. Muchos llegan acá desnutridos, y lo peor son los niños y niñas. No podemos solucionarles lo de sus papeles, pero al menos que tengan la pancita llena”, cuenta emocionada.

Hoy han traído varias bandejas de pollo en salsa, frijoles y arroz. También acuden a puntos como la aduana de El Chaparral a entregarles desayuno y comida a las personas migrantes que siguen ahí, esperando, una explicación.

En la puerta, también, un grupo de cuatro hombres fuman y uno habla en su celular. Al colgar comparte su preocupación: “esta semana no hay chamba”. Charlan entre ellos, los cuatro son mexicanos y José relata que intentan trabajar mientras esperan por ese visado que no llega. “Aquí mismo, a dos cuadras de la primera, están construyendo un gran puente para cruzar de un lado al otro de la ciudad. Son trabajos en los que suelen contar con nosotros, pero ahorita hay mucha gente buscando. Esta semana no vamos a poder ir”, cuenta. “También el trabajo es una buena manera de mantener la cabeza ocupada”, añade Mario. “Lo bueno que tiene esta ciudad son las maquiladoras, yo estuve varios meses trabajando para una fábrica de televisiones y me fue muy bien, pero no me volvieron a llamar”, apunta.

Cuando entran, las mesas ya están dispuestas y en el centro del comedor se forma un corrillo junto a Chema García Lara, es el director del albergue. Coordina que todas las tareas tengan responsable. Lleva desde 1985 en Tijuana, y ha visto cómo la población migrante se intentaba abrir camino. Comenzó asesorándoles y poco después compró el solar que es hoy el albergue que puede cobijar a unas 120 personas.

En 2016, cuando sufrieron la llegada masiva de personas de Haití tuvo que acondicionarlo y ampliarlo y le colocó el techo y las paredes. “Cuando llegué aquí desde Puebla también sentí esa sensación de sentirme extraño en mi propia tierra, es por eso que intento ayudar y concienciar a la población de que tenemos que ser inclusivos. Vienen aquí a generar y a trabajar”, proclama. “Los migrantes aquí son abusados y maltratados. He visto como a muchos les roban lo poco que traen, no hay derecho”.

Las semillas del futuro

Va a abrir la puerta. Son los voluntarios de ‘Semilleros creativos’, que organizan talleres para las infancias que allí viven. No son un taller de herbolaria, “nos encanta el nombre, estos niños y niñas son la semilla del futuro, hay que trabajar mucho con ellos. Les invitamos a abrirse y a que puedan verbalizar cómo se sienten. También hacemos manualidades, es lo más parecido que van a tener aquí a una escuela, pero con un punto más lúdico, para ellos es un juego”, comenta el trabajador social. Organiza los recortables a los que se suman en torno a una docena de menores. Estaban deseando que llegase.

Media hora después reciben la visita de Diana Arenas, de la ONG Alianza por la Salud de las personas migrantes. Se integra en el grupo de niños y niñas que se esmeran en no salirse con sus crayolas de los límites del dibujo. Viene a hacer una brigada de salud, y aprovecha a charlar con los niños y niñas y con sus madres. “Nos preocupa mucho la situación de los menores. Son muy permeables al sufrimiento de sus mamás, han tenido que salir de sus casas y muchos no entienden qué está pasando. En navidad fue especialmente dramático. Nos preguntaban por qué no estaban cenando en casa con sus abuelitas”, relata. “Y muchas madres y padres están en tratamiento, especialmente estas últimas semanas con la incertidumbre por las amenazas de Trump. Hemos visto desde ataques de pánico a trastornos alimentarios y cada vez son más las personas a las que tenemos que pautarle medicación para la ansiedad y para dormir”.

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Las personas migrantes se distribuyen en el campamento mediante tiendas de campaña. Patricia Labrador Gracia

Francisco Bobadilla, el drama de ida y vuelta

Cuando sus talleres van terminando Chema ayuda a recoger el material y le da unas indicaciones a un hombre que ha permanecido buena parte de la tarde bajo su visera, donde se lee: ’seguridad’, en la mesita junto a la puerta. Se llama Francisco Bobadilla, y lo que ha vivido en sus 68 años de vida le permite empatizar con el grueso de las historias que se encuentran en el albergue.

Él también vive allí, en una de las primeras tiendas en la entrada. Francisco cruzó esa valla, ahora infranqueable, en 1986. Cruzó bordeándola por el mar. No sabía nadar. “Fue una situación horrible, un paso en falso y hubiera caído. Era el 6 de enero. Hacía mucho frío, era de madrugada. Recuerdo quitarme la ropa y cuando el agua me empezó a llegar por el pecho sentí mucho miedo. Mi hermano me estaba esperando del otro lado”, relata.

Así comenzaba su periplo como migrante irregular en los Estados Unidos. Se instaló en la vecina San Diego, junto a su hermano. “Conseguí rápidamente una documentación chafa, ya sabes falsa. Con eso pude ir accediendo a trabajitos. Empecé con labores de plomería, jardinería… y a los meses conseguí que me contrataran en un restaurante. Fue muy duro el asunto del inglés. También tenía que tener cuidado con los pagos, mi renta era en cheques y me cobraran comisión en la pequeña tienda donde iba a cobrar. Me pagaban mucho menos del salario mínimo de la época, muchos empresarios se aprovechaban porque detectaron que necesitábamos trabajar así, como se pueda”, cuenta.

“Creo que esto se sigue dando. Se aprovechan de ti cuanto pueden, te pagan menos, te piden más horas. Es algo que teníamos que aguantar. Tampoco te llegaba para ahorrar, pero al menos, los 31 años que estuve, podía vivir al día”, comenta. “Allí llegué a tener pareja y el círculo de mi hermano me acogió en seguida. Tenía mi vida hecha allí y un día, de buenas a primeras, la policía entró en mi casa y me detuvo. Supongo que alguien me delató. En ese momento sientes que eres arrancado por segunda vez de la vida que conoces”, apunta emocionado tras la mascarilla. “Por supuesto, a mi pareja ya no la volví a ver”.

“Fue muy difícil cruzar el país porque no nos llevaba ningún camión. Recuerdo que mi hija llegó aquí en estado de desnutrición. Gracias a las ONG pudieron hospitalizarla y ya está bien”, relata María Elena

Estuvo cerca de dos meses retenido y fue deportado a Tijuana en 2017. Otra vuelta a empezar. Recalca que entró a EEUU con 30 años y que le regresaron con 61, habiendo pasado más de la mitad de su vida allí y en una edad complicada para buscar trabajo. “Recuerdo que cuando crucé la valla de vuelta, es que no te puedo explicar. Sientes como un fracaso total, como la vuelta a la casilla de salida. Me encontré con un hombre en situación de calle que comprendió al verme que era uno de los deportados. Fuimos a unos tacos, los de aquí de la esquina. Me dijo que en este albergue daban alojamiento y ayuda. Y aquí estoy desde entonces. Colaboro en lo que puedo, ahorita me encargo de la vigilancia. Y como soy mexicano, estos últimos años he podido trabajar aquí en la construcción y en una fábrica de electrodomésticos. La industria de las maquilas nos ha salvado”, explica.

Preguntado por si no ha pensado en acogerse a algún procedimiento de regularización, lo tiene más que claro. “No quiero saber nada. Pienso en volver y me duele cuando me sacaron, ya no me fío, no aspiro a nada más que a vivir los últimos años que me queden lo más tranquilo posible. Ni he sacado el pasaporte con el permiso para visitar a mi hermano. No me siento capaz de poner un pie allí”, relata embargado por ese dolor que refiere de haber sido desahuciado de ese sueño americano.

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Alex Lainez, de 20 años, está en México procedente de Honduras. Patricia Labrador Gracia

María Elena, 26 años, El Salvador

Las personas que le escuchan no dan crédito. Allí se encuentra María Elena (nombre ficticio) que no puede evitar pensar en si eso mismo podría ocurrirle a ella y a su hijo. Ha preferido estar allí escuchando la historia de Francisco a sentarse a cenar la sopa con la que podrán calentarse antes de acostarse. Salió de El Salvador en abril, con su hijo de 14 años y su bebé de apenas dos años. También tenía su cita programada para el 23 de enero. “Estamos descolocados, nadie nos dice nada. Preguntamos hasta a los periodistas que vienen. Un amigo de una amiga que está ya en California le dijo que las estaban reprogramando, pero todo son rumores, ¿sabes? estamos sin información, en este lugar que es como la tierra de nadie”, critica.

María Elena huyó del crimen organizado en su país que quería reclutar a su hijo en una de las pandillas. Temió por su vida y salieron con lo puesto. Cruzó su país, Guatemala con una orden de busca y captura, porque su expareja —de la que se estaba separando por violencia machista— la denunció. “El papá de mi hijo está metido en los pandilleros, es un mundo muy peligroso. Quieren meter a los hijos y la vida de mi pequeño corría peligro. Así que salí corriendo con él y con la bebé de año y medio. Me robaron en Tapachula. Vinieron varias personas con uniformes y la credencial del Instituto Nacional de Migración y nos pidieron dos mil dólares para agilizar el visado. Era prácticamente todo lo que me pudo dar mi mamá y mi tía para huir. Me quedé sin dinero. Fue muy difícil cruzar el país porque no nos levantaban en ningún camión. Recuerdo que mi hija llegó aquí en estado de desnutrición. Gracias a las ONG locales pudieron hospitalizarla y ya está bien”, relata aún con la conmoción de lo vivido. Va a abrazar a sus hijos. Están recogiendo el dominó y las mesas para prepararse para ir a dormir.

Francisco anuncia que en quince minutos se apagarán las luces y comienza una peregrinación a los baños, muchos van con el cepillo de dientes en mano. También salen a la puerta de la tienda y extienden las mantas y los pocos abrigos que les han prestado una vez que llegaron. En la puerta del baño Álex sonríe, con su celular en la mano. “Tranquila abuelita, estoy bien. Acá nos tienen bien cuidados”. Su abuela se despide con un: “no te olvides de que te amo Alexandra, con todo mi corazón”. Su gesto se ilumina frente a esa pantalla, ya a oscuras.

Las luces apagadas revelan un extraño paisaje de tiendas de campaña con destellos de celulares que iluminan como luciérnagas, desde el interior de esas casas provisorias que son ahora su hogar, en la espera incierta de un futuro. Porque es difícil dormir en una tienda de campaña, en un albergue. Tienen suerte de tener un techo, aunque sea una tejavana parcial y no logre resguardarles del frío. Es de noche y el llanto ininterrumpido de un bebé desafía el silencio.

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