Opinión
El paternalismo médico y la negación de la autonomía reproductiva

Lo de siempre: cita rápida, bata de papel, camilla, espéculo y conversación breve. Aproveché para hacer una pregunta que tenía pendiente desde hace tiempo: ¿la seguridad social liga las trompas? La matrona respondió sin dudar: “En tu caso jamás. Tienes que tener dos hijos para que te lo hagan”. Me quedé callada unos segundos. “No tengo hijos, no voy a tenerlos, lo sé desde hace años”, le expliqué.
Sonrisa condescendiente. Me advirtió: “Imagínate, tú ahora no quieres hijos porque no tienes pareja o tu pareja no quiere. Pero a lo mejor tu próxima pareja sí quiere tener hijos y tú cambias de opinión, cedes”.
No entendía por qué debía proyectar mis decisiones sobre una pareja hipotética, futura y, tal vez, inexistente. ¿Por qué mi voluntad no era suficiente? ¿Por qué mi negativa tenía que ser provisional, condicionada a la opinión de otro? ¿Y si no quiero tener pareja, ni hijos, ni justificarme?
Para calmar el silencio incómodo, añadió: “la buena noticia es que, como no fumas, podrás seguir usando anticonceptivos hormonales hasta los 57 años”. Lo dijo como si fuera una alternativa cómoda, incluso amable. Como si no supiera que eso implicaría medicación constante durante décadas, revisiones periódicas, efectos secundarios, dependencia médica. Como si fuera una opción saludable, aceptable, incluso lógica. Como si esterilizarte fuera una locura, y medicarte durante veinte años, algo natural.
“Lo siento, pero tener al menos dos hijos es requisito”. Frase clínica, pero profundamente política. La confirmación de que la autonomía sobre nuestros cuerpos sigue necesitando permisos y explicaciones.
El cuerpo de las mujeres como espacio de sospecha
Esta conversación verídica con la matrona no es un caso aislado, sino un reflejo más de cómo el sistema médico (y, por extensión, el sistema social) trata el cuerpo de las mujeres: como un territorio vigilado, intervenido y profundamente cuestionado. Especialmente si se desvía del mandato general, de la norma vigente y de la maternidad la cual se empeñan en hacernos comprender por activa y por pasiva que es nuestra responsabilidad social.
La decisión de no ser madre sigue siendo una declaración incómoda. Quienes la tomamos somos vistas como mujeres incompletas, heridas, confundidas o en rebeldía. Como si la negativa a la maternidad fuera un síntoma, no una decisión legítima y, por tanto, como si no mereciera respeto, sino supervisión.
Cuando una mujer pide una ligadura de trompas sin tener hijos, no basta con su palabra. Se activa un protocolo implícito de duda, retención y pedagogía involuntaria
Por esto, cuando una mujer pide una ligadura de trompas sin tener hijos, no basta con su palabra. Se activa un protocolo implícito de duda, retención y pedagogía involuntaria. No se pregunta por las razones para ser madre, pero sí se exigen explicaciones largas y detalladas para no serlo. Se presupone que cambiarás de opinión, que aún no sabes lo que quieres, que alguien (una pareja, un médico, una futura tú arrepentida) sabrá mejor que tú lo que necesitas.
Este paternalismo encubierto bajo forma de cuidado tiene consecuencias: posterga decisiones, infantiliza a las pacientes y, sobre todo, sitúa la maternidad como el destino natural al que todas deberíamos llegar tarde o temprano. No tener descendencia no se concibe como un proyecto vital válido por sí mismo, sino como una anomalía, una etapa, o una falta de amor propio, ajeno o romántico.
Cuando una mujer sin hijos pregunta por una posible ligadura de trompas, lo que recibe es una clase gratuita de “posibles futuros” donde su voluntad actual queda relegada a una ficción reversible.
El consentimiento informado como herramienta solo cuando conviene
Una de las grandes paradojas del sistema es su relación selectiva con el consentimiento informado. Para muchas decisiones médicas basta con firmar un papel. Todo se articula a través del principio de autonomía del paciente, pero cuando una mujer adulta, en pleno uso de sus facultades, pide una ligadura de trompas, el consentimiento deja de ser suficiente.
Todo se articula a través del principio de autonomía del paciente, pero, cuando una mujer adulta, en pleno uso de sus facultades, pide una ligadura de trompas, el consentimiento deja de ser suficiente
Lo que en otros contextos es considerado libertad y responsabilidad personal, en estos casos se convierte en sospecha, cautela y control. No basta con querer. No basta con firmar. No basta con haberlo pensado durante años. El sistema te devuelve el mensaje claro: “Tu decisión no puede ser definitiva porque no tienes hijos, por tanto, no has cumplido con la sociedad”.
El consentimiento informado debería ser una garantía de derechos, no una moneda de cambio que solo se activa cuando encajas en la norma. De hecho, cuando una mujer solicita este tipo de intervención y se le niega, no se está protegiendo su salud, sino interfiriendo activamente en su autonomía. Se convierte en una tutela no solicitada, en la que se presume que “quizás cambie de opinión”, como si eso, en sí mismo, invalidara toda decisión presente.
Pero la posibilidad de arrepentimiento existe en cualquier decisión médica, y eso no impide que las personas se operen, tomen medicamentos, modifiquen sus cuerpos o asuman riesgos. Solo en la salud reproductiva femenina el “por si acaso” se convierte en argumento suficiente para no respetar la voluntad de la paciente. Se duda, se posterga, se condiciona. Porque en el fondo no se trata solo de medicina: se trata del control sobre la capacidad de gestar. Y ese control, históricamente, rara vez ha estado en manos de las mujeres.
La pareja como justificación encubierta de la maternidad
“A lo mejor tu próxima pareja sí quiere tener hijos, y tú cambias de opinión”. Esta frase revela la idea de que nuestras decisiones no son del todo nuestras, sino potencialmente modificables en función del deseo de otro. De un hombre. De una pareja futura, imaginaria, que todavía no existe pero que, al parecer, ya tiene voz y voto en las decisiones sobre mi cuerpo y mi futuro.
Este argumento, tan extendido como perverso, no se limita al ámbito médico. Es un reflejo de cómo la autonomía de las mujeres se diluye constantemente en función de la pareja. Como si el amor romántico, lejos de liberarnos, fuera una excusa socialmente aceptada para poner en pausa nuestros límites, deseos o convicciones. Cambiar de opinión por amor es la trampa disfrazada de empatía que esconde una verdad incómoda: todavía se espera que las mujeres cedamos, negociemos, renunciemos. Que pongamos nuestro cuerpo y nuestros planes al servicio del vínculo.
Lo que se plantea como una “posibilidad emocional” es, en realidad, una forma de desautorización. Un intento de suavizar el control con argumentos sentimentales. ¿Y si mi deseo de no maternar es firme, consciente, soberano? ¿Por qué debería supeditarlo a la eventualidad de otro? ¿Y si no tengo pareja en un futuro porque así yo lo elijo? ¿Y si la tengo y no quiero ceder?
La maternidad biológica se presenta a menudo como el único camino legítimo para construir familia, cuidar y dar sentido a la vida. Esta visión resulta reduccionista y excluyente
Estas respuestas nos sitúan de nuevo en el lugar de la duda y la dependencia, del “espera, que ya se te pasará”, a la relegación de nuestro consciente a un reloj biológico que no es orgánico, sino cultural. No se trata de protegernos de un error, sino de mantener abierta la puerta de la maternidad como mandato, aunque sea a través de la puerta trasera del amor heterosexual.
No ser madre biológica no significa no cuidar ni crear
La maternidad biológica se presenta a menudo como el único camino legítimo para construir familia, cuidar y dar sentido a la vida. Esta visión resulta reduccionista y excluyente. No ser madre no implica no querer, no amar, no cuidar o no crear vínculos profundos.
Madre no es quien pare, es quien materna y quien cría. Existen innumerables formas de construir familia: familias reconstituidas, adoptivas, de acogida, elegidas o comunitarias. Muchas mujeres que deciden no ser madres biológicas dedican su vida y energía a cuidar de otros (hijos de parejas, familiares, amigos, o a través de su trabajo y compromiso social) con el mismo amor, dedicación y responsabilidad (a veces, más) que quienes han gestado.
Nadie conoce la manera en la que una persona cuida, educa o crea redes afectivas. El cuidado no es exclusivo de la biología, sino una práctica vital y diversa, que toma muchas formas y se construye en contextos distintos.
Limitar la maternidad a la biología invisibiliza a esas otras experiencias de cuidado, reforzando estereotipos que niegan la autonomía y la riqueza de las múltiples formas de amar y proteger.
Anticoncepción como solución saludable y aceptable
Tomar anticonceptivos hasta los 57 años, parece ser, se ha convertido para las mujeres que no queremos ser madre en una buena noticia, como si tomar hormonas durante tres décadas fuera una alternativa fácil, ligera, sin impacto. Como si medicar un cuerpo fértil fuera siempre más lógico que desactivar su fertilidad por decisión propia.
Es mejor que las mujeres gestionen su fertilidad a base de tratamientos prolongados, efectos secundarios asumidos y dependencia del sistema, que aceptar que puedan querer cerrar esa etapa de forma definitiva
Tras esta frase en forma de precio hay una visión profundamente arraigada: es mejor que las mujeres gestionen su fertilidad a base de tratamientos prolongados, efectos secundarios asumidos y dependencia del sistema, que aceptar que puedan querer cerrar esa etapa de forma definitiva. Se normaliza la medicación permanente como “saludable y aceptable”, mientras que la decisión libre de no querer hijos se sigue considerando arriesgada, precipitada y radical.
La anticoncepción hormonal ha sido y sigue siendo una herramienta importante de autonomía reproductiva, pero cuando se convierte en la única opción, ya no es libertad, es imposición. Sobre todo, si es planteada como un camino sin fin, como una responsabilidad femenina en exclusiva que debe sostenerse en el tiempo, en silencio, sin quejas ni alternativas reales.
La “buena noticia” no es tan buena cuando se observa desde la perspectiva de no ser una solución ofrecida con libertad, sino una consecuencia de un sistema que no confía en nuestras decisiones. Un sistema que prefiere que nos pinchemos, nos implantemos dispositivos, que tomemos pastillas, antes que admitir que no queremos ser madres, ni ahora ni nunca.
La maternidad como destino único y la autonomía como excepción
La autonomía que tenemos las mujeres sobre nuestros cuerpos sigue siendo parcial y sigue estando condicionada. Podemos medicarnos durante años, pero no cortar de raíz una función biológica que no queremos ejercer. Podemos decidir, sí, pero solo si esa decisión no rompe el guion esperado.
El problema sigue siendo estructural y cultural. Es una forma de control. Se nos presupone una maternidad en potencia que debe mantenerse viva el mayor tiempo posible, como si nuestros cuerpos fueran incubadoras latentes a disposición del Estado, del futuro, del amor y de los demás.
Frente a eso, este artículo es una forma de reivindicar que no queremos justificar más nuestras decisiones, de decir basta. Un “no” también es un deseo fértil. La libertad reproductiva no puede depender de si somos madre o no, ni cuántos hijos tenemos, ni de lo que pueda pensar una pareja (que puede existir o no). A mí la matrona no me preguntó si crío de otra forma, si cuido de otra manera. Nadie sabe si educo a los hijos de mi pareja, o si formo parte de un grupo comunitario al que dedico tiempo y cuidados diariamente. Sin embargo, a mí solo me cuestionan por decidir no ser madre, mientras que a las mujeres que sí lo son rara vez se les cuestiona su elección o sus motivos. La maternidad se asume como norma incuestionable y, la ausencia de ella, como excepción que debe justificarse.
Nosotras no queremos se protegidas de nosotras mismas. Queremos que se nos escuche. Que se nos crea. Que se nos respete.
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