Opinión
Tres reflexiones sobre cómo desandar las narrativas fascistas desde los feminismos
El antifeminismo es peligroso del mismo modo que el fascismo lo es: por su penetración en un sentido común compartido —y difundido— por mucha gente que no se considera particularmente extremista o reaccionaria

Impresionadas ante el rápido ascenso de la ultraderecha, su capacidad para marcar agenda y radicalizar a todo el espectro conservador, son muchas las voces que en los últimos años han emplazado a los feminismos a ejercer una función para la que estarían particularmente equipados: pararle los pies al fascismo, contrargumentar sus lógicas, contraponer los valores de la sororidad y la horizontalidad a las lógicas verticales y autoritarias que las derechas defienden, aglutinar a gentes, sensibilidades y subjetividades del lado igualitario, transformador y emancipatorio del campo de batalla.
El fascismo, por su parte, tiene bien claro dónde sitúa al feminismo: entre los primeros puestos de su ranking de antagonistas. El problema es que no se puede reducir esta ojeriza a las declaraciones provocadoras de algunos voceros desacomplejadamente machistas, gente cuyos ramalazos misóginos acaban siendo trending topic, objeto de indignadas críticas y también preocupantes adhesiones.
El antifeminismo es peligroso del mismo modo que el fascismo lo es: por su penetración en un sentido común compartido —y difundido— por mucha gente que no se considera particularmente extremista o reaccionaria. Tras los ataques estridentes al feminismo, visibles en las tertulias o las redes, avanza un sentir más silencioso que señala como problema a un “feminismo desbocado”, “que ha ido demasiado lejos”. Se extiende la caricaturización de las feministas, el cuestionamiento de nuestras verdaderas intenciones, la sospecha. ¿Cómo contrarrestar este relato? ¿Cómo disputar el sentido común?
Ahora que muchas nos hemos encontrado. Ahora que tantas personas entendemos mejor las causas estructurales de nuestros sufrimientos, el imperativo urgente de combatir los mandatos que perpetúan asimetrías que duelen y achican la existencia: ¿Qué hacer con esto? Sería prepotente atreverse a señalar la senda adecuada, ingenuo avanzar una receta mágica que ninguna tenemos. Así que lo que sigue son sólo algunas reflexiones, fruto de lecturas, conversaciones y desvelos.
Sobre la victimización
Muchos hombres se sienten víctimas del feminismo, ven su masculinidad atacada, su bajo una mirada que continuamente les cuestiona. Entonces buscan a alguien que les defienda: una fraternidad a la que pertenecer, cómplices que les den palmadas en la espalda y les diga que está todo bien. Que no han hecho nada. Tampoco faltan las mujeres que señalan al feminismo como opresor de su feminidad.
Conceptos como “la doctrina de género o la ideología de género”, ese fantasma mentado por las derechas desde Lima a Sevilla, desde Murcia al DF, desde Buenos Aires a París, sirve como han servido el comunismo o el islamismo para mentar una alteridad peligrosa, un englomerado ideológico identitario y liberticida que reserva un futuro de mierda, escasez, pobreza y sometimiento para la gente.
De ahí al antifeminismo reclama para sí el capital político de la víctima: presenta sus ataques como defensa necesaria ante un enemigo poderoso, convierte a quien se rebela ante desigualdaes estructurales como opresor. Lo visible es gente muy enfadada y gritona llenando de discursos antifeministas las tribunas, las calles y las redes. Lo invisible es mucha más gente aceptando que hay que desconfiar de las feministas, que los horizontes feministas les son ajenos, que habla de feminazis medio en serio medio en broma.
Urge entonces encontrar las narrativas precisas, accesibles, que desmonten esta victimización tras la que se atrincheran quienes no quieren que nada cambie. Señalar las estructuras sociales, culturales, que sitúan históricamente a las mujeres en un lugar de desventaja pero que también acotan y empobrecen los horizontes de muchos varones, dañándoles.
Sobre el miedo
En demasiadas ocasiones el miedo es facha. Puede ser el miedo físico a salir a la calle y que te pase algo, cuando las ciudades se perciben inseguras y llenas de enemigos potenciales. Puede ser el miedo general, sordo, difuso ante la incertidumbre vital, el no saber donde colocaremos nuestra existencia, dónde viviremos, cómo envejeceremos.
Al fascismo se le ataca atacando el miedo, no con maniobras de empoderamiento individual, sino brindando certezas, certezas en lo material, confianza ante el futuro. No se trata de juzgar a la gente por su miedo, sino más bien de conjurar esos miedos para que pueda nacer otra cosa. Los feminismos tienen sus propuestas contra la incertidumbre y el miedo, hagamos que se oigan más esas propuestas que ninguna otra cosa. Que poner la vida en el centro no es una abstracción ni una frase de altura con la que cerrar manifiestos. Poner la vida en el centro es una agenda política que implica una revolución. Nosotras ya lo sabemos, que lo sepa todo el mundo.
Sobre el futuro
Los fascismos son un movimiento a la defensiva: No proponen nada mejor de lo que hay o alguna vez hubo. Se basa en pasados idealizados, grandes discursos sobre retropías. Pura ficción de ayeres mejores, recurso para mantener órdenes que benefician solo a una parte. A largo plazo el fascismo es un páramo. Así, ficcionaliza el pasado, mistifica el presente, y deja el futuro deshabitado. Es todo ese futuro por construir, el terreno que pueden disputar —no en solitario, sino de la mano de todos los movimientos emancipadores— los feminismos.
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