Feminismos
Feminismo contra la guerra en la guerra contra el feminismo

¿Qué papel queremos jugar en esta escalada de violencia y de sufrimiento, que, como siempre, golpea con fuerza a las mismas, más allá de los tratados y de las fronteras?

Este ocho de marzo nos ha encontrado especialmente tristes y cansadas. Apagada la pandemia por el ruido de la guerra en Ucrania, veo en muchas de nosotras la confusión que produce un presente incomprensible, el dolor de no llegar a tantos frentes abiertos, y la presión de posicionarse ante un escenario atropellado por la urgencia e intoxicado por la batalla del relato.

En los últimos días, quienes han apostado públicamente por cuestionar las narrativas dominantes, sin memoria, sin disidencias y sin pluralidad, están enfrentando crítica y silenciamiento, a menudo en una gran soledad. Hablar de desarme, de paz, de desescalada o de diálogo, hacer memoria histórica de los conflictos, nos ha convertido en ilusas, en idealistas, o directamente, en ignorantes que poco o nada sabemos de la realpolitik, de las cosas de mayores y de las pistolitas. Así nos lo recuerdan los Maquiavelos de palillo y tertulia y los devenidos Kissinger que sentencian desde sus sillas de gamer. Cuestionar el poder de la industria militar, o los intereses económicos tras la metralla nos ridiculiza como nostálgicas de pancartas ochenteras que ya no encajan en el nuevo orden multipolar y sus guerras híbridas. El no a la guerra queda, pues, arrinconado a las letras de cantautores tristes y de otros tiempos donde —quizás— fuimos más audaces.

Hablar de desarme, de paz, de desescalada o de diálogo, hacer memoria histórica de los conflictos, nos ha convertido en ilusas, en idealistas, o directamente, en ignorantes que poco o nada sabemos de la realpolitik, de las cosas de mayores y de las pistolitas

Pero muchas personas crecimos y abrimos los ojos al mundo con el No a la Guerra, con la evidencia de que había “otros”, que injustamente colocábamos en ese remoto y mal llamado Tercer Mundo que había que desalambrar. Comprendimos entonces que las acciones locales traían consecuencias globales, (unas terribles, pero otras maravillosas) y paso a paso llegarían otros despertares y conciencias: la feminista, ante la evidencia cotidiana de la desigualdad, o la ecologista, ante la emergencia de un planeta en llamas. En algún momento, durante esos pasos, la utopía dejó de esperarnos en el horizonte y la dejamos rezagada para afrontar lo importante, lo presente, que es de los pragmáticos, aunque no conozco ningún futuro mejor que empezara con un “esto es lo que hay”.

Este ocho de marzo, a pesar de todo, nos vuelve a encontrar blandiendo las pinturas de guerra, cargadas de munición y con el despliegue en marcha, con la certeza de que cualquier transformación social pasa por nosotras y por nuestros aliados en el frente. Pero, ¿nos hemos planteado como articular el feminismo de lo internacional? ¿Tenemos un discurso propio, crítico y consciente que ofrecer para interpretar el mundo y sus relaciones? Y, sobre todo, ¿Qué papel queremos jugar en esta escalada de violencia y de sufrimiento, que, como siempre, golpea con fuerza a las mismas, más allá de los tratados y de las fronteras?

Guerra en Ucrania
¡Ucrania! ¡Mujeres! ¡Guerra!
La dominación patriarcal estructural en toda la región ruso-ucraniana se ha apuntalado tras ocho años de guerra, y la migración y el refugio como violencias machistas también tienen que estar en el debate.

He aquí cinco certezas para comenzar a hacerlo, porque hacer feminismo contra la guerra es también librar la batalla del feminismo:

La primera es subir la moral de tropa, porque si alguien puede construir alternativas a la geopolítica del poder somos nosotras. Los feminismos de esta cuarta ola han construido consensos globales más potentes que cualquier organización internacional; no se me ocurre cumbre más poderosa que los millones de mujeres movilizadas desde 2018 en todo el mundo. No es casualidad que nuestra ofensiva activase una reacción patriarcal y un rearme ideológico para cuestionar nuestros derechos y negar nuestras realidades. Sabemos lo que es el cuerpo a cuerpo, ser blanco de tiro, y crear espacios defensivos y ofensivos para cuidarnos. Nuestras bases de operaciones son muchas y cambiantes. Nuestras reivindicaciones hace tiempo que dejaron de ser periferia. En los últimos tiempos, quienes se apropiaron de palabras como resiliencia, empoderarse, o “poner la vida en el centro” vaciaron su significado para justificar, a menudo, lo injustificable. Reconquistémoslas. Son nuestras.

La segunda es disputar todas las políticas, y especialmente aquellas que nos han tratado de intrusas, como Relaciones Internacionales, la Seguridad o la Defensa, para democratizarlas y habitarlas. Hasta hace pocas décadas, ser esposa de un embajador era lo más cercano a poder hacer política internacional; hoy, los sistemas de acceso, el elitismo y la falta de meritocracia en los espacios para la política exterior y de seguridad perpetúan esos mismos privilegios. No se trata de romper techos para celebrar CEOs mujeres en la industria armamentística, o de aplaudir ascensos en la misma diplomacia decimonónica hecha a espaldas de la ciudadanía. No se trata solo de llegar, sino de hacerlo para no reproducir las mismas políticas que conducen hoy a enviar lanzagranadas, fusiles o ametralladoras a un destino incierto. Se estima que el coste de llevar la educación primaria universal es el 6% del gasto militar mundial; eliminar la pobeza extrema, el 13%. Las cuentas cuadran.

Cuando se apagan las bombas, se retiran los corresponsales, la última mujer pasa el trapo a la mesa de negociaciones y cierra la puerta al salir, para muchas empieza otra guerra. La de reconstruir redes de cuidado, servicios públicos devastados y sociedades desoladas

La tercera es reivindicar, aunque moleste, nuestro propio relato, nuestro derecho a ser víctimas, heroínas o villanas. Hay quienes afean que hablemos de género mientras los soldados caen en batalla, —como si no hubiera mujeres militares, milicianas, o guerrilleras— pero al menos, ellos cuentan en las bajas de los partes desde el frente. Nuestro dolor, nuestras muertas, nuestras violencias no salen en la estadística. El uso de los cuerpos atravesados por la guerra —violadas, traficadas, empobrecidas, alistadas o caídas, condenadas a ser el descanso del guerrero— solo cuenta cuando sirve como ariete contra el contrario. Es paradójico que cuando exponemos ese sufrimiento, entonces, vuelvan a pedirnos silencio. Es necesario contar con otros espacios donde narrar la guerra y construir la paz, y donde, por cierto, también hablemos de ellos, de todos ellos: de la masculinidad que necesita vestir camuflaje o jugar al Call of Duty para legitimarse; de los desertores que no salen en la estadística; de los veteranos y sus vidas precarias, de los objetores, de los disidentes.

La cuarta es recordar que los conflictos no empiezan en el primer asalto ni terminan con la última capitulación. Ello implica situarnos en la política que las enmarca, aunque no salga en los Telediarios, y responsabilizarse del posconflicto que las precede. Dar batalla con la corresponsabilidad y los cuidados no implica replegarnos a las cosas de andar por nuestra occidental y blanca casa. Todo lo contrario, porque la economía crítica feminista politiza las ollas, y entiende la cadena global de los cuidados. Cuando se apagan las bombas, se retiran los corresponsales, la última mujer pasa el trapo a la mesa de negociaciones y cierra la puerta al salir, para muchas empieza otra guerra. La de reconstruir redes de cuidado, servicios públicos devastados y sociedades desoladas entre el rencor y la derrota, aunque en la tele digan que han ganado. Mirad a vuestro alrededor. No hace falta ir a la guerra para ver cómo la resaca de cualquier batalla política ha terminado con ellos poniendo los escombros de la contienda en nuestras manos: arréglalo tú, compañera.

Guerra en Ucrania
Guerra en Ucrania Mucho macho
La amenaza, ora latente, ora ostentosamente impúdica, imprevisible y arbitraria, es el modus operandi por excelencia del hombre violento, el que domina a través del miedo, el que se nutre del temor que infunde y basa su propio valor en su capacidad de prevalecer sobre los otros.

La quinta y última va de blandir banderas blancas, porque quizá ahora ES el momento de aplaudir el fuego amigo y entender que hay escaramuzas que nos separan, pero batallas que son inevitablemente compartidas. Ante la crisis de Ucrania, que empezó hace ocho años en Donbass, (y la de Yemen, y la de Afganistán, y la de Palestina, y la de nuestra propia frontera sur) la voluntad de solidaridad y de ayuda de la gente de a pie nos recuerda que hay miles de personas por ahí por las que vale la pena ponerse de acuerdo. No se trata claudicar de nuestro necesario —y urgente— debate, no es cuestión de rendiciones ni capitulaciones, pero algunas treguas evitan, siquiera momentáneamente, más bajas, y aquí nos necesitamos a todas.

En estas horas en que a tanto nuevo polemólogo tira de citas históricas, está bien recordar que fue precisamente un ocho de marzo el día en que las trabajadoras de Petrogrado salieron a la calle a gritar pan y paz. Era 1917. Lo que hicieron después, marcó el devenir de la Historia. En 1915, más de mil sufragistas se reunieron en la Haya para parar la I Guerra Mundial. También denunciaron las consecuencias que traería el Tratado de Versalles, aunque nadie las escuchó. Miles de mujeres han marchado en este siglo: Vietnam, Algeria, Afganistán, Iraq. Y no hace tantos años que unas madres han estado dando vueltas a plaza para que nadie olvidara a sus muertos. Ellas nos han enseñado que la paz está llena de coraje. Amigas, compañeras: a sus puestos.

La semana política
Las voces por debajo
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