Opinión
Envidia de extraño hombre blanco vestido de bisonte
Ojalá pudiéramos defender los derechos de todos con el mismo aplomo con el que algunos defienden sus privilegios. O, peor aún, los privilegios de otros.

El extraño hombre blanco vestido de bisonte tiene clara una cosa: algo amenaza su mundo. Se siente insultado y en riesgo, su forma de vida peligra.
El extraño hombre blanco vestido de bisonte se ha juntado con otros que piensan como él, indignados por lo que ven y les cuentan, rebeldes a su supremacista modo. Fascistas insurrectos que han abandonado el gimoteo sin consecuencias de las redes sociales y se han hecho acción y cuerpo en las calles.
La manada de señores damnificados por el comunismo, el globalismo, o no sé qué pollas, liba alegre energía de su ofuscamiento cotidiano cuando se junta en torno a un objetivo común, por cafre que este sea.
Y es que, ¿quién no está cabreado en este siglo XXI?, ¿quién no chapotea en un mar de bilis? Somos legión a quienes nos falta el aire por razones contrarias a las de los frikinazis de las noticias. En un mundo en el que los mares son fosas comunes. En ricas ciudades donde se deja a la gente sin luz, a merced del invierno. Cuando nos desayunamos desahucios y nos almorzamos que la única forma de evitarlos es saciando con dinero público a los buitres. Si nos obligan a argumentar cada céntimo de subida del salario mínimo, mientras los dividendos de los de siempre engordan, en crecimiento o en recesión, truene o salga el sol, sin que nadie les chiste. Ay madre, cuánta rabia acumulamos. Mientras nos mean, cuántos somos quienes apretamos fuerte los puños porque sabemos que esto no es lluvia.
¿Quién no está cabreado en este siglo XXI?, ¿quién no chapotea en un mar de bilis? Somos legión a quienes nos falta el aire por razones contrarias a las de los frikinazis de las noticias
En fin, quién pudiera ser extraño hombre blanco vestido de bisonte, reunir el coraje y la autolegitimación suficiente para asediar el Ministerio de Seguridad Social hasta que eso del “no dejaremos a nadie atrás”, no sea una promesa atragantada para aquellos a quienes se les deniega un ingreso mínimo. Quién pudiera pintarse cositas en la cara y rodear salvaje la Puerta del Sol, hasta que quienes reparten entre sus colegas los recursos para nuestra salud, educación y bienestar, saliesen manos en alto, y rindieran cuentas por cada euro hurtado. Quién pudiera juntar todo este hastío de incertidumbre, todo este empacho de ofensas, toda esta terrible conciencia de lo que pasa y nos pasa y, como el extraño hombre blanco vestido de bisonte, salir a la calle con desparpajo y seguridad, y decir, ¡aquí estamos!
Y bueno, sabemos que la cosa no va de que los tiarrones blancos, los fachas gritones, yankees, patrios, europeos, bolsonarianos, o de dónde sean, tengan más valor —o más huevos, dirían ellos— que el resto. Va de que cuentan con ventajas que nosotras no tenemos, son el espejo deformado de la élite, blancos, varones y heterosexuales, como los policías que los dejan pasar, como los Trump y Abascal que los azuzan. Como los Bannon o los hazteoir que los financian, como los gerifaltes de las cadenas de televisión que reproducen sus discursos hasta el hartazgo. Y además, tienen todo un clima antropológico de su lado, esta subjetividad neoliberal que exalta el qué hay de lo mío y tacha las miradas solidarias de delirantes buenismos utópicos. Ese gustito por reírse de los otros, esa carestía de empatía que anda preñada de distopías pavorosas.
¿Y qué es lo que tenemos nosotras ahora? La saturación y la urgencia que dictan la precariedad, el exceso de información y la desgarradora certeza de la impunidad de los otros. ¿Qué es lo que nos han enseñado a nosotros, en esta constante pedagogía de la indefensión donde nos empobrecen y roban, agreden e insultan, encierran y callan? Poco cuerpo nos queda para abrir la puerta de la calle —quien tenga una puerta tras la que abrigarse— y salir a pegarnos con esta historia que arrasa por encima de todo. Más fuerte es la tentación de buscarse dos metros cuadrados de tierra firme y tumbarse a hibernar un par de años, lejos de los ruidos de sable, y las tertulias. Apostarle nuestra fe al 2022, o al 2024, o al 2040 o al próximo año bisiesto, buscar consuelo y guía en el horóscopo, o hacer Ommmm en salas aromatizadas con incienso hasta que nos sangre la garganta.
Lo que nosotras no vemos, o vemos con claridad meridiana, pero no sabemos qué hacer con ello, es que ellos solo son la fascista punta del iceberg de un régimen de exquisita corbata y buenas neoliberales maneras
No se puede. Los extraños hombres blancos —no son solo hombres ni son solo blancos— lo han entendido. No son tiempos de medias tintas ni templanzas, de acurrucarse con la cabeza entre la piernas a un lado. Todo se agita, adentro del mundo un terremoto, en el reverso de las noticias, los peores fantasmas. Ellos algo se huelen, lo que ignoran es que entre los peores fantasmas están ellos. Lo que nosotras no vemos, o vemos con claridad meridiana, pero no sabemos qué hacer con ello, es que ellos solo son la fascista punta del iceberg, la más vistosa atracción de una feria de darwinismo social cotidiana, de un régimen de exquisita corbata y buenas neoliberales maneras, que necesita de la sangre de todas.
Gente aseada y bien vestida, para quienes pobres y racializadas, migrantes o habitantes de los sures son solo el habitual aperitivo antes de devorarlo todo. Tenemos fogonazos que mezclan lucidez y acción cada cierto tiempo, desde las primaveras árabes, a las revueltas latinomericanas, desde el 15M al Black Lives Matter. Y tenemos sobre todo la certeza de que esto no hay cambio de calendario que lo apañe, ni elecciones que le pongan fin. Quién pudiera, entonces, ser extraño hombre blanco vestido de bisonte, sin su supremacismo, ni su fascismo, ni su estupidez, ni su mal gusto estético, pero con su arrojo. No hablo de irrumpir en el Congreso, ni hacer amagos de golpes de estado, ni pasear por las ciudades con un rifle bajo el brazo. Pero ojalá pudiéramos defender los derechos de todos con el mismo aplomo con el que algunos defienden sus privilegios. O, peor aún, los privilegios de otros.
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