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En saco roto (textos de ficción)
Noray
El problema de entrar al cine con la película iniciada es que quien se ve en esta circunstancia puede pasarse los primeros minutos del metraje sospechando que se ha perdido una escena esencial para el desarrollo de la trama. Y, si no logra apartarse de este pensamiento levemente obsesivo, tal vez no logre concentrarse en lo que está ocurriendo en la pantalla. De modo que, al cabo de un cuarto de hora, puede tener la sensación de no haber entendido nada. Quizá, en ese momento, tenga la tentación de salir de la sala y volver otro día para ver la película completa, sin omisiones ni obsesiones. ¿Pero y si es en esa película que está viendo de forma tan rara donde se encuentra la respuesta a un enigma o la escena afortunada que tal vez le cambie la vida? ¿Y si salirse del cine significa renunciar a ese descubrimiento que está a punto de tener lugar?
Todos estos pensamientos cruzaron por la mente de Belén Garriga una tarde de mayo de hace algunos años. La película se titulaba Noray y contaba las desventuras de unos pescadores que trataban de sostener el arte de su oficio cuando todos los elementos —el turismo creciente, los acuerdos pesqueros y hasta las nuevas preferencias culinarias— conspiraban en su contra. Los protagonistas discutían sobre si mantener o no la huelga y sobre si tenía sentido continuar con aquella vida. El más joven de los miembros de la tripulación de uno de los barcos, un tipo delgado y de pocas palabras, era el más entusiasta con la lucha y el más crítico con las disidencias. Tan entusiasta y crítico que se veía venir que iba a ser el culpable de que la huelga se rompiera. En fin, a Belén le pareció que los personajes eran más bien arquetipos y que aquella película la había visto ya otras veces, situada en las minas de Gales o en la industria textil de algún país lluvioso. En todo caso, llevaba ya más de una hora y no era cuestión de irse. Esperaba, eso sí, que no durase más de dos.
Y en ese pensamiento estaba entretenida —en el cálculo de los minutos que faltaban para que la película terminase— cuando la trama dio un giro muy brusco y comenzó a no entender nada de lo que ocurría en la pantalla. El personaje del joven, el que le había parecido más previsible, tomó unos derroteros ajenos a las preocupaciones huelguistas del resto y se convirtió en un tipo locuaz, un pescador que pronunciaba frases enigmáticas. El misterio en cuestión tenía que ver con algo que había ocurrido en una habitación en la que no estuvo solo. ¿Pero qué había ocurrido en aquella habitación? Belén se dio cuenta —y sintió un ligero escalofrío— de que había entrevisto aquella habitación cuando estaba entrando en la sala. Pero, cuando logró sentarse y pudo prestar atención a la pantalla, aquella habitación había desaparecido y la nueva escena recogía una línea de barcos surcando el mar a primera hora de la mañana.
Belén pensó de nuevo en que era el momento de irse. No podía ver la película sin comprender lo que había ocurrido en aquella habitación. Pero no se fue. Se quedó en la sala mientras percibía la risa y, luego, el llanto de otros espectadores que sí estaban en el secreto de lo ocurrido en aquella habitación. Se quedó en la sala mientras la película se deslizaba hacía un desenlace en el que confluían casi todos los personajes, que, por algún motivo, se habían olvidado de la huelga y del problema pesquero y vivían son intensidad todos los laberintos que nacían en lo ocurrido en aquella habitación.
Terminó la película y Belén vio cómo abandonaban la sala rostros risueños y conmovidos al mismo tiempo. Una pareja se abrazaba como si aquella película contuviera lo más profundo de lo que les gustaría decirse el uno al otro. Un hombre mayor tardó mucho tiempo en levantarse de su asiento y, cuando lo hizo, se quedó mirando la pantalla en blanco con una expresión serena y agradecida.
Belén se quedó sola. ¿Qué hacer? Sabía que en esa sala no solía entrar nadie entre sesión y sesión. Sabía que repetirían la película en unos minutos. De modo que podía quedarse y ver aquella primera escena. Podía conocer por fin lo ocurrido en aquella habitación. Su cuerpo temblaba, consciente de la suerte y la condena de su libre albedrío: ¿quedarse o irse?, ¿conocer el misterio o imaginarlo?