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En saco roto (textos de ficción)
Lago
Eran unas vacaciones dentro de las vacaciones. Después de tres horas de carreteras enrevesadas, llegábamos al pueblo. Allí dejábamos el coche y comprábamos algún artículo de última hora en un bar que era también una pequeña tienda de comestibles, útiles de todo tipo y aperos. A mediodía emprendíamos la marcha. Supongo que avanzábamos a un ritmo lento, porque mi hermana y yo apenas éramos unos niños algo crecidos. Todavía estaba lejos la adolescencia. Las excursiones familiares aún parecían una aventura apetecible.
Solíamos parar a comer en algún punto intermedio del trayecto. Junto al río, mi hermana y yo jugábamos a saltar sobre los rescoldos del fuego. Ahora me parece raro escribirlo. Todavía se podía hacer fuego —o, si estaba prohibido, no lo sabíamos— y nos gustaba quedarnos mirando cómo se consumían las últimas ramas entre pequeños crujidos. Una vez, en una de aquellas pausas en el camino de ida, tuve la ocurrencia de colocar la punta de una vara sobre las últimas llamas y probar luego el efecto de esa punta ardiente sobre las cintas de la mochila de mi hermana. No fue una buena idea.
A media tarde llegábamos al lago. Su sola visión nos hacía pensar que el viaje había merecido la pena. Rodeado de montañas de roca caliza y represado con un muro oculto entre la vegetación, aquella superficie de agua se parecía a las ilustraciones de los cuentos. Incluso una pequeña isla emergía en el centro, como invitando a cualquier nadador a llegar hasta ella para observar desde aquel punto las cumbres que lo rodeaban. Nos bañábamos nada más llegar. El agua estaba muy fría y los pies se hundían en una materia viscosa. Daba igual. Se trataba de nadar rápido y de mantener la respiración entre las sacudidas provocadas por la impresión de la temperatura.
Cumplido el ritual del baño, nos dedicábamos a poner la tienda de campaña. Aunque cada año la colocábamos en la misma zona, cada año pasábamos un tiempo buscando el lugar con menos inclinación, más resguardado de los vientos y más discreto. La importancia de la discreción era un asunto que se me escapaba. Una vez elegida la ubicación, colocábamos una manta de hierbas secas sobre la superficie en la que iría la base de la tienda. Y, algo cansados de tantos prolegómenos, nos entregamos entonces a la tarea colectiva de levantar los mástiles y las telas, de consolidar el ábside de aquella construcción efímera y de clavar las piquetas en los huecos donde la tierra concedía una tregua de barro y humedad.
Sucedía entonces que casi siempre nos invadía —a cada cual de distinta forma— algo parecido a un vacío. El viaje, con sus incomodidades y descubrimientos, estaba hecho. La tienda había quedado montada en el mejor lugar posible. Disponíamos de los instrumentos y víveres necesarios para pasar allí, al menos, tres días. Pero entonces, ante el lago oscurecido y la niebla que comenzaba a caer con la noche, no estaba nada claro cuál era nuestro cometido. La mera contemplación del paisaje tiene sus limitaciones para unos niños. Tampoco pretendíamos ascender a ninguna de las cumbres. ¿Qué hacíamos allí exactamente?
No recuerdo qué hicimos cada uno de los años. Pero sí recuerdo con nitidez el último. Lo recuerdo porque nos despertamos muy pronto en nuestra primera mañana de vacaciones junto al lago y escuchamos el ajetreo de un grupo de montañeros que desplegaban tiendas con forma de iglú. Hablaban en francés. Luego supimos que eran suizos y que componían una expedición de espeleología que iba a indagar en las cuevas y simas de aquellas formaciones calcáreas tan poco exploradas. Hablaban muy bajo y saludaban sin descanso. Nos invitaron a unas galletas con té. El lago y la niebla seguían siendo los mismos, pero nuestra tienda canadiense de tonos ocres ya no era tan discreta, sino una presencia singular junto a aquel campamento de exploradores. Luego, quizá fue aquella misma tarde o al día siguiente, ocurrió el accidente. Nuestro padre se esforzó en que no conociéramos los detalles. Sé que fue una caída y que un equipo de rescate llegó hasta el lago cuando nosotros nos íbamos. El espeleólogo fue rescatado con vida. “Una fractura limpia”, dijeron. El Land Rover que lo llevaba al pueblo nos adelantó muy despacio a mitad del trayecto de vuelta. Intuí que el explorador no volvería nunca al lago. Igual que nosotros.