Las semillas

“Las semillas” ha sido uno de los relatos finalistas del II Certamen de relatos ecotópicos de Ecologistas en Acción
Banco de semillas
Banco de semillas

Las últimas dos familias que quedaban en la ciudad convocaron una reunión.

Ya no quedaba comida en los supermercados ni en las casas de los que ya habían emigrado tras el Gran Desastre. Habían intentado plantar verduras y fruta en los jardines, hasta arrancaron el césped, pero el suelo era demasiado arcilloso.

Debatieron distintas opciones (escalar la torre de telecomunicaciones en busca de una señal de radio, unirse a alguna caravana de emigrantes…), pero nada les convencía. Solo estaban de acuerdo en la certeza de que morirían de hambre si no abandonaban la ciudad.

Corrían rumores de que en Toulouse la vida aún era como antes, con coches que recorrían sus calles y casas con calefacción. Estas mismas historias también mencionaban la militarización de sus fronteras y el caro precio de admisión para todo recién llegado:

—¿Cómo vamos a entrar? Ya nadie quiere dinero, solo aceptan semillas.

Entonces David, que no había tardado en nombrarse jefe del grupo, tuvo una idea: subir la montaña y buscar La Comunidad. Atracar su banco de semillas.

Hacía años trabajaba una maestra en la ciudad que no iba en coche a la escuela. Cada mañana bajaba de la montaña en bicicleta y acudía a clase con hojas de roble enredadas en el pelo.

La asociación de padres y madres alzó el grito al cielo. ¿Cómo iba a dar clase una señora que vivía sin agua corriente ni electricidad, que se negaba a usar la pizarra inteligente y exigía a los niños estudiar con libros de texto? Para calmarlos, el director le hizo prometer que no haría propaganda de su forma de vida.

¿Cómo era aquella forma de vida? Se contaba que vivía en lo alto de la montaña, en una aldea abandonada que compraron ella y otros amigos para reformarla, pero que no habían hecho ningún gasto en conectarse con la red eléctrica. El director de la escuela les visitó un día y regresó fascinado:

—Es como viajar en el tiempo. Hasta el antiguo molino funciona.

La maestra respondía todas las preguntas con amabilidad. Sí, no había agua ni luz. Sí, su sueldo no era suyo, sino de La Comunidad. Todo lo que ganaba iba dirigido a la mejora de la infraestructura de la aldea. Sí, allí nadie comía carne y ninguno estaba enfermo. Sí, cuidaban juntos de los niños, trabajaban juntos los terrenos, y luego todos los alimentos se repartían equitativamente. No, no había ninguna organización gubernamental, todo se decidía en asamblea.

Hacía tres años dejó el trabajo, cogió la bicicleta y subió la montaña para no volver. Por entonces la vida continuaba en la ciudad con normalidad, aunque las noticias comenzaban a hacerse eco de las carencias que luego arrasarían con todo.

La maestra y los convivientes de La Comunidad fueron los primeros en prescindir de la vida en la ciudad. Los primeros en internarse en el bosque.

Los vecinos abandonaron sus casas. Durante horas avanzaron por un antiguo camino de mercadería comido por la maleza y las rocas en un robledal. Agotados y famélicos, caminaban con lentitud, con miedo de tardar demasiado y que la noche los sorprendiese en mitad de su travesía.

Poco antes de atardecer, David señaló una silueta en el horizonte. Entre los abedules se distinguían la línea de una veintena de casas que exhalaban humo. Habían llegado.

Una comitiva les recibió a la entrada de La Comunidad, entre los que se encontraba la maestra. Siempre los habían imaginado ingenuos como niños, pero aquel grupo se erguía distante y altivo. ¿Hacia dónde iban? David dio un paso adelante como portavoz:

—Tenemos mucha hambre, por favor. Si nos dierais un poco de comida… viajamos a Toulouse.

El comité se apartó a debatir. Aun con el semblante serio, volvieron y les invitaron a pasar a la Casa del Pueblo, donde estaban preparando la cena para todos. Les preguntaron cómo se les había ocurrido comenzar el viaje en esas fechas, justo cuando se acercaba una ventisca:

—¿Es que no sabéis interpretar el tiempo si no os lo cuentan en la televisión?

No habían pensado en la nieve, que haría inviable el paso a Francia durante una semana. Quizá por el hambre les fallaba la razón, quizá porque se habrían muerto igual en la ciudad si no emigraban pronto. Porque ya no había nada que perder.

La Comunidad había preparado gachas con leche y mermelada de fruto de espino amarillo. Sirvieron raciones generosas a “los visitantes”, como les llamaban con sorna. Luego la maestra los acompañó a las habitaciones donde se hospedarían hasta que pasara la tormenta.

Tumbados en las camas, arrullados por el calor de la chimenea, no creían en aquella suerte y amabilidad que les había salvado la vida. Aunque distantes, les daban de comer y un lecho. ¿Dónde quedaban aquellos chicos de los que siempre se habían reído? Ya no eran solo unos ingenuos. Ahora actuaban como un comando, seguros de su poder.

A la mañana siguiente la maestra les dio un paseo por La Comunidad. Le tocaba trabajar en el revestimiento de los invernaderos, pero habló con un compañero para que la sustituyese. Los visitantes miraban en derredor, fascinados por el ajetreo en las casas, en la plaza y en los terrenos colindantes. Lo habían imaginado como un lugar decrépito, solo habitado por la maestra y cuatro descerebrados más, pero contaron un centenar de personas. Hasta vieron niños jugando:

—¿De dónde han salido los niños?

—De aquí, nacieron en La Comunidad. —Respondió la maestra:

—Pero si hace años que no nace ningún niño en la provincia.

—Pues ahí los ves, no están hechos de plastilina. Asintieron y siguieron con su camino.

La maestra les explicó que no creían en tener un trabajo, pero todos los convivientes se comprometían a cumplir con ciertas tareas. Había un vecino a cargo de la cocina, otro que lideraba el equipo de construcción, otro que supervisaba el sistema de riego que se vertía en los huertos… Estas tareas fijas se rotaban cada mes para evitar que nadie se identificase con su rol:

—Hace falta mucha fuerza de espíritu para no perderse en un trabajo. Si yo solo cocinara, ¿qué quedaría de mí? Sería solo una cocinera. —Explicó a David, que toda su vida había sido un ingeniero civil hasta que la empresa quebró.

Con todo, sí había convivientes especializados que dedicaban más tiempo a algunas tareas. Una arquitecta que ofrecía consulta al equipo de construcción, o un médico siempre disponible para atender a los enfermos y heridos. O la maestra, que era experta en el cuidado del banco de semillas, cerrado bajo llave en el edificio administrativo. A sabiendas de que ella era la pieza clave para llegar a las semillas, David la seguía y observaba con cautela en todo momento.

La semana de las nieves los sepultó bajo un manto de silencio. Dormían gran parte del día, casi no había tareas y se refugiaban cada tarde en la Casa del Pueblo.

En aquellos ratos de calidez, las familias de la ciudad casi olvidaban por qué habían ido a La Comunidad. Charlando y riendo, no recordaban la promesa de Toulouse. Jugaban a las cartas mientras bebían pacharán, apostaban a los dados las antiguas monedas que antes regían el mundo y ya no valían nada.

Les hablaron de las fiestas de La Comunidad, que comenzaban cuando el deshielo llenaba los ríos. Tocaban instrumentos y bailaban en la plaza, construían altares con forma de animales que luego ardían bajo el cielo estrellado…:

—¿Así es vuestra religión? —Le preguntó David a la maestra.

—No tenemos religión.

—Todas las comunidades creen en algo, ¿no? —Dijo David con sorna. Dio un trago al pacharán. —¿En qué crees tú?

La maestra frunció el ceño:

—¿Yo? Creo en una vida sincera, lejos de la productividad, de las pizarras inteligentes y esas tonterías. Creo en la liberación de los trabajadores y en su vuelta a la naturaleza. Pero también creo que la montaña tiene los colmillos afilados y está hambrienta de nuestra sangre. Creo que seremos libres, pero que sufriremos. La felicidad como la conocíamos antes ya no existe, pero habrá otro tipo de felicidad.

Él bajó la cabeza. No podía responder.

David insistía en que debían marcharse cuanto antes. Algunos vecinos comenzaban a sentirse cómodos en los ritmos de La Comunidad, e incluso algunos fantaseaban con quedarse. Pero ¿cómo hacerlo si iban a robarles las semillas?

La primera mañana tras la tormenta, David madrugó y corrió al edificio de administración. La voz de la maestra le sorprendió mientras intentaba forzar la entrada:

—¿Buscas semillas? Lo sabíamos desde el principio. —Escupió al suelo.

La maestra le dio un archivador, donde había clasificadas una decena de bolsitas de papel:

—Me imagino que es para la entrada a Toulouse, ¿no? El sueño del pasado es muy caro. No podéis robarnos todas las semillas, dependemos de ellas. Pero no creemos en la propiedad, así que aquí tenéis unas pocas. Deberían ser suficientes.

David asintió y bajó la cabeza, preso de la vergüenza. Guardó el archivador y le dio la mano en señal de despedida:

—Tened cuidado en vuestro viaje. Es difícil sobrevivir a la montaña, os daremos provisiones. ¿No preferiríais quedaros aquí?

—Muchas gracias, pero no. Necesitamos volver a la vida de antes.

—Esa vida ya no existe. Y si existiera, tampoco serviría de mucho. Es una condena a muerte. Protegeos del pasado y sus trucos.

Marcharon al día siguiente, victoriosos y agradecidos con La Comunidad. Les suplicaron que se quedaran: había casas que reformar donde vivirían tranquilos, cosecha para todos, las fiestas que se acercaban… pero los visitantes se negaron. Aquella vida era tan distinta al bienestar del pasado, con unos esfuerzos y carencias para los que no se creían preparados.

La Comunidad les deseó suerte y volvieron a la aldea sin mirar atrás.

Caminaron durante días a través de las montañas, bajo las inclemencias del tiempo. A duras penas sobrevivieron. Pero en Toulouse nadie abrió ninguna muralla,

tampoco rugían los coches por sus calles, solo había silencio. David lanzó el archivador de semillas al río y gritó.

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