Dinero
La gentrificación del pago: la extensión de la red financiera digital

Utilizar —o ser obligado a utilizar— el pago digital supone entrar en la esfera de poder e influencia de las multinacionales.

Brett Scott es un autor y activista crítico proveniente del sistema financiero. Su trabajo examina el funcionaniento interno de las instituciones financieras, incluyendo sus dimensiones culturales.

17 may 2019 06:05

Hay un fenómeno que se desarrolla lentamente por todo el mundo. Tendrá graves consecuencias, pero muy pocas personas son conscientes de ello, quizá porque supone algo aparentemente trivial y benigno: la extensión del pago digital. No sólo ocurre en las ciudades principales de los países más económicamente desarrollados, sino también en los más pobres, a menudo con la ayuda de los programas de ‘inclusión financiera’ de las organizaciones de desarrollo internacional, en compañía de las instituciones financieras más relevantes.

El crecimiento del pago digital —a veces bajo las etiquetas de ‘e-money’ o ‘dinero móvil’—, vinculado a la eliminación gradual del dinero físico, da a las instituciones financieras y a los gobiernos nuevos medios de supervisión financiera y control a una escala nunca vista. Según argumentaré, este fenómeno puede ser visto como la gentrificación del pago.

El término ‘gentrificación’ suele remitir a los procesos urbanos en los que una comunidad marginada, a menudo caracterizada por sus redes de economía informal, sus mercadillos callejeros y su clima de dureza, ve cómo sus espacios de vida se ven paulatinamente reducidos por la aparición de recién llegados más pudientes, que los encarecen y que usan su comunidad como asentamiento para nuevos mercados formales.

Este proceso pone en marcha una ‘limpieza’ de la informalidad, en la que los recién llegados, atraídos por ciertas expresiones deseables de la comunidad como la música o el clima festivo, eliminan los elementos amenazantes que acompañan la precariedad original: las bandas, los pequeños traficantes o los mercadillos callejeros.

El proceso de gentrificación del barrio termina con el vaciado de la comunidad original, la neutralización del riesgo que representa para la gente más pudiente y la aparición de una imitación inofensiva de esa comunidad, con propietarios de la élite de los negocios y enormes instituciones de fondo.

Puede que todo comience con la sustitución de los pequeños talleres artesanales por tiendas de ropa hipster, pero termina necesariamente con las franquicias apareciendo y reemplazándolo todo, desde las charcuterías familiares a los centros religiosos comunitarios.

Cuando miramos de lejos y generalizamos, la ‘gentrificación’ aparece simplemente como el proceso por el que las redes comunitarias informales e impredecibles, potencialmente peligrosas para el interés de los negocios hegemónicos, son sustituidas por estructuras empresariales formales, estandarizadas y predecibles acompañadas de un aire de ‘amabilidad cool’ y comodidad. La figura del ‘consumidor’ que busca una ‘experiencia de compra’ en un centro comercial reemplaza al miembro de la comunidad buscando sentimiento de pertenencia en redes de amistad, de familia y de compañeros.

¿Qué tiene esto que ver con el pago? El efectivo es una forma de pago vinculada desde hace mucho con las clases más bajas de las economías poscoloniales —la lonja de Maputo, los peluqueros clandestinos de Bombay, el comerciante de manualidades andino...— que emiten los Estados pero se escapa fácilmente de su control más directo. El pago digital, sin embargo, es el dominio de las empresas financieras transnacionales, y no se puede separar ni escapar de ellas. Utilizar —o ser obligado a utilizar— el pago digital supone entrar en su esfera de poder e influencia.

En todo proceso de gentrificación, los desposeídos se apoyan en estructuras informales, o adoptan una identidad, significado y sentido de pertenencia al usar esas estructuras. Sin embargo, desde la perspectiva de las grandes instituciones, estas personas suelen ser vistas de forma implícita como subdesarrollados, incluso criminales, que tratan de escapar de la mirada benevolente y responsable de las instituciones sin las que estarían mejor.

La comunidad de la inclusión financiera, cuyo fin es llevar los servicios financieros formales a la gente sin acceso a ellos, gusta de presentarse como un agente de empoderamiento social, pero a menudo se apega más a los intereses del gran mercado financiero y tecnológico. Una simple búsqueda en Google Imágenes de «inclusión financiera África» muestra incontables imágenes promocionales de mujeres campesinas sonriendo frente a la pantalla de sus móviles, buscando una aplicación creada por algún grupo lejano de hombres de alguna ciudad grande, y vinculada a un centro de datos que monitoriza y rastrea sus acciones con el fin de encontrar oportunidades económicas.

Los tecnicismos del pago

Para desmenuzar esto, antes hay que entrar en los fundamentos. Las economías de mercado modernas reciben a diario una infinidad de interacciones sociales básicas. Dos personas se encuentran en un puesto del mercado; una de ellas le entrega algo específico e inmediato ─ya sean plátanos, una tostadora artesanal o un servicio concreto─, y la otra le da algo general y dirigido al futuro: dinero físico, que le dará acceso a un abanico de potenciales bienes y servicios de parte de terceros.

Si nos alejamos, podremos ver una vasta red interdependiente de personas y empresas que desplazan bienes y servicios reales en una dirección, e intercambios de dinero físico en la otra. Todos estamos enredados en, y dependemos de, esas redes del mercado monetario.

La mayoría de gente usa la divisa nacional, dinero efectivo que sólo funciona en un área geográfica concreta. Estas divisas nacionales tienen fundamentalmente dos formas. En primer lugar el dinero en efectivo, físico, acuñado por instituciones vinculadas al Estado, como los bancos centrales y la tesorería del Gobierno; en segundo lugar, los depósitos bancarios digitales, el ‘dinero’ que vemos en nuestra cuenta bancaria.

Esta moneda digital es legalmente distinta del efectivo. Son pagarés privados que emite un banco, con la promesa de que accedas a la divisa nacional. Ir al cajero para sacar efectivo es, entonces, convertir los pagarés de tu cuenta bancaria en lo que te han prometido. Además, podemos transferir esos pagarés a otras entidades por medio de transferencias bancarias.

El ‘dinero bancario’, es decir, los depósitos digitales, es distinto al ‘dinero del Estado’ (efectivo), pero aun así los manejamos como si fueran funcionalmente equivalentes: hay muchos lugares en los que puedo entrar a una tienda y pagar ‘en efectivo o con tarjeta’. Sin embargo, el dinero bancario no es distinto al dinero acuñado por el Estado sólo legalmente, sino también tecnológicamente —en su implementación— y vivencialmente —en su ‘tacto’, psicología, en la forma en la que interactuamos con él—.

La diferencia más importante entre el dinero efectivo y el dinero bancario no es tan trivial como cuál de ellos es más rápido. Más bien se trata de la diferencia tecnológica o estructural

El dinero físico consiste en objetos producidos por una casa de la moneda, y las transacciones con él implican fundamentalmente a sólo dos personas. Entrego efectivo en una tienda, y a cambio recibo una chaqueta. Podríamos querer efectuar la transacción más adelante, y en ese caso nos podríamos quedar con algún registro, como por ejemplo una factura; pero, en principio, sólo son necesarias dos personas para este intercambio.

El dinero bancario, por otro lado, toma forma de ‘objetos-dato’, de unidades registradas en una base de datos controlada por bancos comerciales. Puedo llevar conmigo efectivo, pero no este otro dinero: se mantiene como información en el centro de datos de mi banco, y la única forma de ‘moverlo’ a otra persona es contactando con mi banco para pedirles que lo carguen en mi cuenta y lo abonen en la cuenta de la persona que recibe el dinero.

Hoy en día hay toda una plétora de dispositivos y aplicaciones de pago digital, pero el esquema básico de las transacciones económicas digitales cuenta con cuatro elementos predecibles: 

  1. Necesitas una cuenta bancaria.
  2. Necesitas un modo de demostrar quién eres y que eres el legítimo propietario de la cuenta.
  3. Necesitas un modo de mandar mensajes seguros al centro de datos de tu banco para iniciar la transacción.
  4. El vendedor necesita un modo de recibir la confirmación del pago.

Estos elementos pueden implementarse de diferentes formas. Por ejemplo, puedo insertar una tarjeta de crédito Visa en la terminal de un punto de venta de un supermercado e introducir un código PIN, después de lo cual la terminal enviará mis datos (a través del sistema Visa) y la petición de mi transferencia a mi banco. Puedo acceder a una aplicación de pagos usando un lector de huellas dactilares en mi móvil, y escanear entonces un código QR que me dé los datos del vendedor. O puedo usar una aplicación de Apple Play vinculada a mi tarjeta de crédito.

El proceso puede implicar distintos niveles de instituciones intermediarias, desde empresas de telecomunicaciones a redes de tarjetas de crédito, pero en última instancia es lo mismo: mi banco (o un proveedor secundario que use un banco para compensar las transacciones) recibe una petición para alterar mi cuenta.

Incluso cuando parece que los bancos no están involucrados, lo están. Servicios como PayPal, o M-Pesa en Kenya, o Paytm en la India, o WeChat en China, son fundamentalmente nuevas capas construidas sobre el sistema económico bancario, o negocios en colaboración con los bancos, o intermediarios entre un banco y tú. Puedes tener cuentas en estos servicios, pero a su vez ellos tendrán cuentas con bancos.

La dinámica psicológica

Aunque podríamos utilizar tanto dinero efectivo como digital para conseguir lo mismo —comprar algo en una tienda—, cada cual tiene características técnicas y empíricas distintas, que suponen una diferencia muy relevante. Generalmente, cuando se le pide a la gente que describa esa diferencia, se fijan en las propiedades más inmediatas: opinarán sobre cuál es más rápido, más adecuado o más fácil de usar en el momento del intercambio, o sobre cuál es culturalmente más relevante, o cuál parece más seguro. Si lo han pensado más, podrían hacer observaciones más profundas sobre sus implicaciones psicológicas. Por ejemplo, quizá crean que gastan más al usar dinero digital, porque parece ‘menos real’.

Es importante estudiar todas esas características, pero están sobrerrepresentadas hasta el extremo en los debates sobre las bondades del pago digital. La diferencia más importante entre el dinero efectivo y el dinero bancario no es tan trivial como cuál de ellos es más rápido. Más bien se trata de la diferencia tecnológica o estructural.

El dinero efectivo es un ‘instrumento del portador’ que no necesita de terceras partes para intermediar entre un comprador y un vendedor, mientras que el dinero digital es un sistema de ‘dinero de libro de cuentas’, que exige varios terceros para intermediar. A menudo parece que la gente no sea consciente de esto, o crea que es irrelevante, quizá porque esa intermediación suela ocurrir tan rápido que no nos damos cuenta, como un misterioso proceso de fondo que funciona ‘como magia’. Sin embargo, es en ese proceso donde surgen las políticas y posibilidades más importantes del pago digital.

Políticas y posibilidades de la intermediación a distancia

Entonces, ¿cuáles son esas políticas y posibilidades? La naturaleza remota e intermediada del pago digital produce determinadas características iniciales:
  • Si te encuentras lejos de la persona con la que estás tratando de negociar, pero tienes acceso a la infraestructura de telecomunicaciones, puedes pagar sin estar físicamente cerca de ella. Es por esto que el pago digital es idóneo para el comercio por internet, pero también para otras muchas circunstancias en las que se deben suministrar los bienes a distancia. Por ejemplo, un vendedor ambulante podría querer adquirir bienes de un mayorista en los alrededores de una ciudad, sin tener que dejar su puesto para llevar a cabo una transferencia personal de efectivo.

  • Si la infraestructura de distribución de efectivo ha quebrado, no funciona adecuadamente o está muy poco desarrollada (p.e., un pueblo con sólo un cajero roto), aún se podría pagar simplemente teniendo acceso a las telecomunicaciones.

  • La ausencia de dinero físico significa que es hipotéticamente ‘más seguro’ (suponiendo que no se está sujeto a fraude o pirateo de tu cuenta digital).

La comunidad financiera convencional se centra inicialmente en esta clase de características. Estas comunidades incluyen grupos como la Fundación Bill y Melinda Gates, la Omidyar Network, el CGAP [siglas en inglés de Grupo de Consultoría para Apoyar a los Pobres], la Better Than Cash Alliance (“Alianza Mejor que el Efectivo”), y muchas otras que presentan el dinero digital como más seguro o adecuado a los consumidores, y más eficiente para los vendedores (que potencialmente procesarían más transacciones de forma más segura).

Los académicos del sector han estudiado las dinámicas psicológicas e interpersonales de tener el dinero en mano en comparación a tenerlo en centros de datos bancarios, mientras que varias start-ups de tecnología financiera subrayan los costes aparentemente menores de la oferta de infraestructuras digitales de cara a alcanzar áreas rurales en las que puede no haber cajeros ni sucursales bancarias.

En general, estos grupos quieren un mundo en el que el pago digital supere las limitaciones del físico para permitir la expansión de oportunidades de comercio. La tendencia fundamental ha sido el lanzamiento de las tecnologías financieras como un agente de inclusión financiera y crecimiento económico, ya sea proveyendo a la gente ‘de debajo de la pirámide’ de alguna herramienta básica para evitar las dificultades relacionadas con el dinero en efectivo, ya sea dándole acceso a los beneficios de una economía digital de la que, de otro modo, sería excluida.

La extensión de la red digital

El relato de la ‘inclusión’ se narra fundamentalmente a través de la modernidad aspiracional. El relato es, a grandes rasgos, como sigue:

La riqueza, la sofisticación y el desarrollo están relacionados con el acceso a las tecnologías más modernas, y estas son todas digitales. Los habitantes de las grandes ciudades ricas son las primeras en adoptar esas tecnologías, y se encuentran en lo alto de la economía global digital que beneficia a un exclusivo grupo internacional. El objetivo debe ser, entonces, darle a los demás las herramientas para entrar en ese grupo y compartir los beneficios.

La historia está implícita en muchos reportajes, discursos políticos y anuncios de empresas en torno a la tecnología financiera, y es muy atractiva.

Pero ‘inclusión’ es un concepto escurridizo. Por ejemplo, imaginemos que hay un club exclusivo, en el que tienes que estar afiliado para entrar. Algunos son incluidos y otros excluidos. Fomentar la ‘inclusión’ puede suponer dos cosas, en este contexto. Puede suponer relajar los requisitos de afiliación para permitir entrar a más gente; o bien puede suponer que se mantengan esos requisitos, al tiempo que se trata de ayudar a entrar a las personas dándole herramientas y formación para ello.

Consideremos, por ejemplo, el debate en el Reino Unido en torno a cómo incluir a los grupos más marginados en las principales Universidades, como Oxford y Cambridge. Se reconoce implícitamente que la dirección política y el sistema económico del Reino Unido están dominados por élites socioeconómicas de ambas universidades; pero en vez de romper con ese elitismo estructural, los esfuerzos se concentran en cómo un abanico algo más diverso de gente entra en esas élites.

La inclusión financiera tiene un problema parecido. Se reconoce implícitamente que la economía global se caracteriza por la desigualdad jerárquica, con una jerarquía geopolítica de naciones y una jerarquía de divisiones de clase en cada uno de esos países. En la cima están las clases profesionales urbanas en las ciudades principales, como Nueva York, San Francisco, Londres, Tokio y demás, y sobre todo aquellas que están en los círculos tanto tecnológicos como financieros.

En general no se discute que la economía digital dominante que presiden sea algo bueno, y el objetivo no es terminar con las jerarquías fundamentales en ella. Más bien, el objetivo de la ‘inclusión’ es incorporar más personas a la red digital, pero en la posición de subordinación de quien acepta y utiliza pasivamente la tecnología desarrollada en las principales ciudades globales.

Si asumes que extender la dependencia del pago digital es bueno, hay muchas oportunidades a considerar:

  • Dar a la población acceso a cuentas bancarias o, alternativamente, a cuentas con proveedores de pagos digitales sustentadas en el sector bancario.

  • Ofrecer medios para comunicarse con esas instituciones a distancia a través de dispositivos digitales y móviles, aplicaciones y demás.

  • Proporcionar nuevos medios para demostrar quién se es (verificación de identidad) al abrir cuentas o al comunicarse con los bancos o las empresas que hospedan esas fichas.

  • Eliminar gradualmente los medios alternativos de pago: el efectivo.

Algunas de las historias más controvertidas del sur global están relacionadas con este proceso. Un ejemplo conocido es el programa de ‘desmonetización’ del Gobierno indio en 2016, en el que se retiraban de la circulación los billetes, lo que causó una enorme alteración económica para muchas personas pobres que se apoyaban en el efectivo.
El pago digital favorece un nuevo y vasto horizonte de vigilancia y control financieros, al tiempo que expone los usuarios a nuevos riesgos que no existen en la infraestructura del pago físico

El Gobierno de Modi presentó el programa, en un principio, como una medida para luchar contra el ‘dinero negro’, la corrupción y el crimen, pero luego el relato cambió al de la modernidad digital aspiracional, un cuento sobre el adecuado, brillante y deseable futuro sin dinero físico al que la gente sería empujada, les guste o no.

Al día siguiente de que el Gobierno de Modi anunciara el programa, las empresas de pago digital iniciaron una carrera de seducción en los anuncios de las portadas de los periódicos, elogiando esta política. Por ejemplo, Paytm cubrió la portada del Times of India y el Hindustan Times con un anuncio: “¡Paytm felicita al Honorable Primer Ministro Sh. Narendra Modi por tomar la acción más decisiva de la historia financiera de la India independiente! ¡Únanse a la revolución!”

El colosal programa biométrico indio —el más grande del mundo—, Aadhar, también defiende ese mensaje en términos de inclusión financiera y modernización: la población debe verificar su identidad para abrir una cuenta de pago digital, y la biométrica se presenta como una posibilidad para la gente analfabeta o marginalizada.

El discurso oficial del gobierno indio se acerca mucho a los intereses comerciales del sector digital financiero, y estos son dos de tantísimos programas en todo el mundo para fomentar el cambio hacia el pago digital y la banca, que cruzan con infinidad de campañas privadas en la misma dirección, a menudo con apoyo de las principales instituciones internacionales de desarrollo.

Allí donde los servicios bancarios se encuentran poco desarrollados entre las comunidades más pobres, ha habido un intento de ‘saltarse’ a la banca tradicional mediante intermediarios móviles conectados a la infraestructura bancaria. Por ejemplo, M-Pesa en Kenya fue fabricado a partir de las redes móviles de Safaricom: buena parte de la población tenía tarjetas sim pero no cuenta bancaria, por lo que la estrategia era convertir el número de móvil en un equivalente del número de cuenta bancaria, mientras que la empresa de comunicaciones conectaba por su parte con el sector bancario. 

El control digital

En estos esfuerzos entusiastas por la inclusión financiera digital, curiosamente, se han pasado por alto —o planteado como exclusivamente positivas— toda una serie de características clave del pago digital. La intermediación propia del dinero digital implica que: 
  • Los intermediarios pueden ver tus transacciones y recoger información sobre tus actividades económicas cotidianas.

  • Los intermediarios pueden bloquear tus transacciones.

  • Como no posees físicamente el dinero, las instituciones pueden expropiarlo o congelarlo.

  • Si la infraestructura eléctrica o de telecomunicaciones falla, o si los intermediarios sufren un fallo en su hardware o software, puedes ser expulsado.

  • La conexión digital propia de la infraestructura es susceptible de ciberataques y diferentes formas de pirateo.

  • Aunque el discurso popular en la industria de las tecnologías financieras es que la gente opta ‘voluntariamente’ por el pago digital, visto de cerca el asunto resulta mucho menos claro.

Dicho sin rodeos, el pago digital favorece un nuevo y vasto horizonte de vigilancia y control financieros, al tiempo que expone los usuarios a nuevos riesgos que no existen en la infraestructura del pago físico.

En principio, los promotores de las finanzas digitales evitaron una reflexión crítica sobre estas posibilidades negativas, ya que la primera etapa de la mayoría de estos productos es ‘adicional’: los servicios digitales son añadidos a la situación del momento, así que se comienzan presentando como una excitante ‘nueva opción’. Por ejemplo, una economía que antes sólo tuviera acceso al efectivo adquiere una opción digital, que abre todo un abanico de nuevas posibilidades creativas.

Estas nuevas posibilidades pueden usarse para evitar algunos de los viejos problemas, aunque introduzcan algunos nuevos, o también pueden presentar la forma anterior como un ‘problema’, en comparación (por usar una analogía: nadie vería un problema en utilizar una hoguera para calentarse, hasta que su vecino tiene electricidad). En consecuencia, la suma es entendida en general como algo positivo.

Sólo en las etapas posteriores, cuando se establece una forma nueva y se extiende lo suficiente como para comenzar a asfixiar los sistemas antiguos, comienza a adquirir un poder de ‘monopolio’. En el caso del pago digital, este proceso de ‘extensión monopolística’ se ha alimentado de varios factores. Aunque el discurso popular en la industria de las tecnologías financieras es que la gente opta ‘voluntariamente’ por el pago digital, visto de cerca el asunto resulta mucho menos claro.

  1. Al principio, podemos ver esfuerzos políticos dirigidos a demonizar el dinero en efectivo con propaganda directa, a veces por parte del Estado (como es el caso del Gobierno de Modi en India), pero también por grandes empresas del sector, como Visa, cuyos intereses comerciales incluyen librarse del dinero físico. Por ejemplo, en un comunicado de prensa de 2016, Visa manifestó abiertamente que tenía una “estrategia a largo plazo para disminuir el efectivo para 2020”.

  2. Después, se trata de incentivar el pago digital. Por ejemplo, Visa tiene un programa de recompensa a los pequeños negocios de moda, como cafeterías en áreas urbanas clave, para que “dejen de usar efectivo”, y por ende extiendan el mensaje y las normas del pago digital a sus clientes (los cuales podrían incluir, por ejemplo, comunicadores sobre tecnología e innovación, expertos en medios y consultores, que popularizarían más el mensaje).

  3. Luego, se intenta dificultar el uso del dinero metálico, lo que supone hacer del uso digital algo relativamente atractivo, inspirando a la población a ‘elegirlo’. Por ejemplo, cuando la banca cierra cajeros, haciendo el efectivo más incómodo.

  4. En adelante, las compañías y los cuerpos estatales tratan de introducir y mejorar la infraestructura para hacer el pago digital más viable y atractivo. 

Estos procesos tienen muchas consecuencias sutiles y formas de retroalimentación. Conforme comienza a cambiar el entorno económico y cultural en favor de la digitalización, las empresas beneficiadas y los Estados usan este cambio como argumento para convencer de su uso incluso a la gente que no quiere usarlo.

Conforme se deriva más inversión a los servicios financieros y menos a las ramas no digitales, se comienza a penalizar —relativamente— a la gente que sigue usando dinero en metálico, que es vista por los propietarios de los negocios como una molestia y presentada en los noticiarios y los medios en general como luditas. La población se ve forzada o ‘alentada’ a usar medios digitales de pago.

Sin embargo, lo que en realidad tiene lugar es un proceso de expansión de la red digital financiera, que es fundamentalmente un proceso de consolidación del poder colectivo del sector bancario, la industria comercial que se asienta en él, y las empresas tecnológicas que ofrecen las aplicaciones y conexiones a ese sistema.

Aunque los bancos, individualmente, pueden tener sus luchas privadas contra los demás y con las compañías tecnológicas por determinadas porciones del pastel de las finanzas digitales, en general lo que dirige este cambio son los intereses de las instituciones financieras por automatizar sus procesos con el objeto de eliminar gastos y expandirse, extrayendo incluso más información sobre más clientes.

El discurso dominante se ha transformado en un discurso peyorativo para con la economía informal a pequeña escala, y acrítico respecto de los grandes sistemas coordinados a través de las principales compañías e instituciones 

Es decir, que el interés de las instituciones financieras por automatizarse no tiene relación con lo que quieran sus clientes, sino con una dinámica interna propia, que justifican apuntando a segmentos de clientes (como los ‘millennials’) que son los primeros en adoptar estas finanzas digitales.

Aunque la economía digital se presenta en un comienzo como una opción más, a largo plazo implica la eliminación de las opciones no digitales con las que compite, reduciendo la elección en vez de añadirla. Por ende, se cierran las sucursales bancarias y cajeros de los pueblos formados sobre todo por jubilados en las zonas rurales británicas, porque los bancos pueden optimizar sus beneficios forzándoles a usar la banca digital, al tiempo que les dice que quienes “lideran el cambio” son los ‘millenials’.

Conforme los sistemas de pago digital se normalizan y el efectivo es demonizado, el relato de la inclusión digital se vuelve más afilado. Si hay consenso general entre los poderosos en que lo digital representa el progreso, y si una evidencia cada vez mayor de la dependencia de la economía digital (la mayoría organizada por las mismas instituciones financieras), entonces el riesgo de exclusión por no utilizarla es mayor que nunca, y proveer de acceso a ella parece más noble que nunca.

No hay mejor ejemplo de esta dinámica circular que la agenda y las prácticas de la Better than Cash Alliance, iniciativa dirigida bajo el auspicio del Fondo de las Naciones Unidas para el Desarrollo del Capital, pero financiado por Visa, Mastercard, Citibank, la Fundación Bill y Melinda Gates, la Omidyar Network, la Agencia de los Estados Unidos para el Desarrollo Internacional y muchas empresas internacionales y ONG convencionales.

La Alianza oscila entre el discurso sobre los beneficios que supone introducir el pago digital y la demonización del dinero metálico para fomentar la supresión de la competencia. Trabajan mucho para establecer como sentido común la idea de que la economía digital es empoderante, moderna y aspiracional, y presentar el efectivo como anticuado y peligroso, un lastre para la economía y un apoyo del submundo del crimen. El empoderamiento, en este discurso, implica la seguridad de que todo el mundo sea incorporado a la creciente red digital financiera.

La demonización de la informalidad

Los promotores de la economía digital no pueden esquivar el asunto de la vigilancia y la extracción de información que acompaña al sistema de pago digital. Sin embargo, en general la estrategia ha consistido en revestir este control de transparencia, y hacer hincapié en ello como una herramienta para arrancar de raíz la corrupción y las transacciones criminales.

La extracción de información se presenta también como un paso positivo de camino a ofrecer más servicios financieros, como los préstamos. Por ejemplo, Safaricom y el Banco Comercial de África presentaron el sistema de préstamos M-Shwari, que usa la información de pagos de las cuentas de M-Pesa beneficiarias de préstamos para calcular su capacidad de crédito.

No se puede negar que ciertas intervenciones digitales en esta línea pueden ser beneficiosas a nivel localizado e individual. No se trata de renegar de los esfuerzos que suponen iniciativas como la M-Shwari, sino de señalar el discurso sesgado que suelen apoyar. Se usan esta clase de campañas al servicio de un proyecto más amplio para promocionar los intereses generales de grandes empresas tecnológicas y financieras.

El discurso dominante se ha transformado en un discurso peyorativo para con la economía informal a pequeña escala, y acrítico respecto de los grandes sistemas coordinados a través de las principales compañías e instituciones gubernamentales. Estas últimas son presentadas como ejemplos de progreso, mientras que los acuerdos informales, las interacciones sin un control definido y las redes de relaciones personales impredecibles son vistas como el reino del retraso, del crimen y del fracaso.

Se nos deja entonces con la narrativa oficial, en la que el progreso legitima la eliminación del dinero efectivo y la transición hacia la dependencia de la arquitectura de pagos digitales que pueden ser usados para controlar, disciplinar, mercantilizar e influir a la gente.

Todo esto se justifica con una aseveración: que esta arquitectura traerá beneficios, que será más barata y más segura, y que ‘actualizará’ a la población al mundo moderno, usará la información de la población para dar mayor acceso a los servicios y contribuirá a la ‘higiene’ social.

Y sobre todo, es una narrativa en la que las relaciones informales se disuelven para ser reemplazadas por relaciones mediadas institucionalmente, y por tanto ‘limpiar’ la informalidad. Esto es la gentrificación del pago.

Gentrificar para controlar

Claro, que sólo comienzan a vislumbrarse las posibilidades negativas de esta red digital cuando asume completamente una posición de monopolio. El mejor ejemplo de esto es el nuevo “Sistema de Crédito Social” de China, un programa en desarrollo para monitorizar a los ciudadanos con el objeto de darles puntos de reputación, o amenazarles con ponerlos en una lista negra.

El objetivo es aparentemente crear un sistema de ‘palo y zanahoria’, que recompense a los que sigan las tradiciones oficiales y se comporten correctamente y penalice a quienes no lo hagan, excluyéndoles de servicios como los viajes por aire si se desvían.

Los detalles del sistema en construcción son opacos y aún están sujetos a especulación, pero los estudios indican que se está construyendo contando con las empresas de pagos digitales (como WeChat) o que se integrará con la información financiera y de pagos existente en las principales compañías de finanzas digitales como Ant Financial (empresa madre del sistema Alipay). La información no sólo se usa para la inclusión; se usa para la exclusión.

Aunque el Sistema de Crédito Social chino acecha en la imaginación occidental como si fuera un episodio de una película de ciencia ficción, este proceso de vigilancia, rastreo y condicionamiento digital se da en todo el mundo, a menudo respaldado abiertamente por los Estados democrático-liberales que quieren promover los intereses de las compañías financieras y tecnológicas.

La gentrificación del pago es un aspecto fundamental de todo este proceso. Es un programa fragmentado, parcialmente completado y sin embargo calculado, para dirigir a la población a la red financiera digital que puede ofrecer reducidos beneficios a corto plazo, al tiempo que la expone a amenazas colectivas a largo plazo que son sistemáticamente minimizadas. Es el momento de que los grupos y activistas de la sociedad civil comprendan este fenómeno y lo enfrenten.

Transnational institute
Artículo publicado por TNI: Gentrification of Payments, con licencia Creative Commons. Traducido para El Salto por Rosa María García.

 


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