Derribando el gen egoísta de Richard Dawkins

La teoría del gen egoísta guio durante muchas décadas la visión sobre la evolución, un fetiche hasta hace poco intocable que la antropóloga y divulgadora científica Candela Antón se encarga de echar por tierra en la primera entrega de la sección “Derribando ídolos”.
Derribando ídolos #1

Es antropóloga y divulgadora.
IG: @candeliousfang

11 sep 2025 19:30

Con este artículo inauguramos la sección “Derribando Ídolos”, una trinchera mensual contra los mitos con pies de barro: tomamos un ídolo de las ciencias humanas (biológicas o sociales), lo sometemos a una mirada crítica y lo desmontamos con evidencia sólida. Objetivo: hacer comprensible lo complejo y tender puentes entre sociedad y ciencia, sin humo ni dogmas.

Aquí estamos y queremos cultivar un mundo distinto. Así que empecemos a derribar ídolos.

El de hoy: Richard Dawkins, biólogo evolutivo británico. No queremos derribarlo a él. Sino a su gen egoísta, su teoría esculpida en 1976 de que “somos las máquinas de supervivencia de nuestros genes”, un tótem de madera noble, tan pulida que casi parece piedra o metal. Pero, ¿realmente somos eso? 

La historia de su gen egoísta empieza hace unos cuantos millones de años, en lo que llamó el “caldo primigenio”. Imagínate la Tierra joven, una especie de sopa química gigante donde moléculas simples flotaban sin rumbo aparente. De repente, ¡ZAS!, algo extraordinario ocurre: algunas de estas moléculas desarrollan una habilidad casi mágica, la capacidad de hacer copias exactas de sí mismas. Los replicadores habían nacido. 

Estos replicadores, precursores de nuestros modernos genes, no tenían cerebro ni intenciones, pero sí una característica fundamental: algunos eran mejores copiándose que otros. Y sucedió que los que eran mejores replicándose empezaron a dominar el caldo. Era una competencia feroz donde el que ganaba era el más eficiente haciendo copias de sí mismo. No ganaba el más fuerte ni el más inteligente, como algunos habían venido pensando. El ídolo se estremece. La competición lo construye, lo vertebra, lo sostiene. 

Según Richard Dawkins nosotros —tú, yo y toda la humanidad en general— somos únicamente “las máquinas de supervivencia de nuestros genes”

Entonces, el gen para Dawkins es ni más ni menos que la unidad irreductible de la selección natural. Ni los individuos, ni las especies, ni los ecosistemas sino los genes son los que realmente compiten en esta batalla evolutiva. Aquí el cincel con el que Dawkins talló su ídolo: el gen es, en cierto sentido, “inmortal”. Mientras tú y yo envejecemos y morimos, nuestros genes saltan de cuerpo en cuerpo como si fueran pasajeros eternos en un tren cuyos vagones se van renovando generación tras generación.

Este gen inmortal solo quiere una cosa: sobrevivir. Solo eso. Nada de amor, nada de arte, nada de filosofía, ni de juegos de cartas, ni de bailoteos de sábado. Supervivencia pura y dura. Y nosotros —tú, yo y toda la humanidad en general—, como decíamos antes, “somos las máquinas de supervivencia de nuestros genes”. 

Derribando el ídolo

Manos a la obra. Vamos a derribar el ídolo. Primer tirón. Al principio tímido e ignorado, apenas una voz tenue en la distancia. Lynn Margulis, bióloga estadounidense, gritó en 1970 más fuerte. ¡Las células eucariotas demuestran que la cooperación es un mecanismo evolutivo! Aunque al principio nadie la escuchó.

La teoría fue bautizada en 1981 con un nombre elegante: simbiogénesis. Ahí comenzó a calar más hondo. Al final era una cuestión de enfoque, de marco. La eucariota moderna sería una especie de quimera. Un consorcio microbiano que se integró de tal forma que se volvió una sola entidad. Lo cual demuestra que hay asociaciones puramente cooperativas que devienen en una evolución cooperativa.

La científica estadounidense Lynn Margulis contribuyó a derribar el gen egoísta de Dawkins: ¡las células eucariotas demuestran que la cooperación es un mecanismo evolutivo! ¿Entonces la selección natural no funciona solo por competición? Al parecer no.

El ídolo se tambalea, parece que su solidez se halla comprometida. La pátina de competición se resquebraja. ¿Entonces la selección natural no funciona solo por competición? Al parecer no.

Pero eso no es suficiente para derribar el ídolo. Es un matiz, relevante, relevantísimo, pero el gen sigue siendo la unidad de herencia evolutiva y nosotros seguimos siendo sus máquinas de supervivencia, simples mecas de carne desechable. 

¿O tal vez no? Ahora todo retumba. Es 2005 y Eva Jablonka y Marion Lamb irrumpen en la escena como una estampida. Traen un hacha. Con un filo tan agudo que parece cortar el mismísimo aire. El ídolo tiembla como una hoja en un vendaval. El hacha se llama “teoría de los cuatro niveles de herencia”. 

1. El ADN. Sí, vale, ellas también lo incluyen. Es inevitable. Pero eliminan eso de que solo el gen carga con el inconmensurable peso de la evolución. Y es que sí, el ADN es inevitable, es la información que se replica, pero no es la única que se hereda. Y mucho menos todo el peso de la heredabilidad o la expresión caen sobre la encorvada espalda del gen. Porque, dime, ávido lector, ¿cuántas veces has oído o leído decir que tal o cual gen se encarga de tal o cual cosa? Probablemente muchas, probablemente tantas como yo. 

Pero la realidad es que es muchísimo más complejo que eso, pues una sola característica de nuestro cuerpo puede estar modelada por un grupo de genes. Es decir, que la mayor de las veces reducir el poder al gen solitario no es más que una forma de importar las películas del salvaje oeste al mundo de las moléculas. De golpe el ídolo parece más pequeño de lo que era. ¿Se ha encogido? Estoy segura de que antes tenía una mayor envergadura, de que su sombra era más alargada.

En resumen: para seguir la pista de la evolución a nivel genético puede ser más útil focalizarse en los cambios en redes de genes que en los genes en sí mismos. 

Los estudios de epigenética también contribuyeron a derribar el ídolo de Hawkins y su gen egoísta: el ambiente modifica cómo se expresan los genes

Entre las letras de este artículo se cuela una melodía lejana, retazos de una partitura antigua, ancestral. Jablonka y Lamb diseñan una vivísima imagen para ilustrar el segundo, el tercero y el cuarto nivel. 

Imagina la herencia como una partitura. El ADN sería esa misma partitura escrita: un sistema de notas cuidadosamente copiado generación tras generación. Algún error se cuela aquí o allá —un mutante imprudente que cambia un acorde—, pero en general, la música se mantiene reconocible, fiel al original. Eso es lo que siempre nos contaron: que lo único que pasa de padres a hijos es la partitura, el genoma, y que las interpretaciones, o sea el propio fenotipo, la vida misma, se esfuman sin dejar rastro. 

Pero luego llegaron las grabadoras. Con ellas ya no solo viajaba la partitura, sino también las interpretaciones, con toda su carga de contexto, estilo, improvisación. Y de repente la herencia dejó de ser monocorde: ya no solo importaba el código escrito, sino también las formas en que la música era tocada, transmitida, reinventada. Ahora hemos descubierto las grabadoras. 

2. La epigenética. Esa imponente palabra que se cuchichea en todas partes pero cuyo significado la mayoría desconoce. Significa que el ambiente modifica cómo se expresan los genes. Significa que el estrés, la nutrición, las toxinas pueden dejar huellas estables en la descendencia. El hacha se balancea, de lado a lado. Con su baile, unas ligeras muescas van apareciendo en el ídolo. Se estremece. 

3. La herencia conductual. Estamos en 1953, una joven hembra de macaco de Kōjima comienza a lavar batatas cubiertas de arena en el agua antes de comerlas. Luego sus parientes y los individuos cercanos comienzan a incorporarlo. Pero la conducta muta, se perfecciona, se ramifica en diversas formas de accionarla, por ejemplo en lugar del río se lava en el mar. Este tipo de tradiciones generan continuidad evolutiva sin necesidad de cambios genéticos e influyen en la adaptación y, en algunos casos, en la especiación. Se le erizan los pelos de la nuca a Dawkins.

Las investigaciones sobre la herencia simbólica y conceptual, así como sobre el papel de las redes genes frente a los genes individuales, debilitaron la teoría de Dawkins

4. La herencia simbólica. Esta nos pertenece solo a nosotros. Los humanos, los sapiens sapiens. Se basa en el lenguaje y en los sistemas simbólicos. El tótem comienza a resquebrajarse, de su interior comienzan a brotar palabras en lenguas antiguas, lenguas incomprensibles, que dejaron de ser habladas hace milenios. Aquí llega el golpe de gracia, el hachazo final, el golpe seco. Porque una vez que la información puede representarse y transmitirse mediante palabras, escritura, números o imágenes, la evolución cultural adquiere una velocidad y una complejidad inéditas. Este nivel abre un nuevo terreno de selección y variación que transforma radicalmente la historia de nuestra especie. La evolución ya no es solo somática. Ahora también es cultural. 

¡ZAS! 

La hoja cae. Sin piedad. Y cae otra vez. Y una más. Un último golpe. El ídolo ha sido hecho pedazos, ha vuelto a ser solo madera, astillas y polvo. Ahora alimenta la tierra de nuevo, no es más que abono. Abono para las nuevas teorías, para los nuevos marcos. De la grandilocuente inscripción solo queda un fragmento: “Somos supervivencia”. Sea lo que sea lo que eso signifique. 

Felicidades. Hemos derribado el primer ídolo. Que caigan los demás. 

WARNING: Esto es una sección de divulgación científica, que aúna mecanismos dramáticos con rigurosidad científica. El objetivo es claro: hacer comprensible lo complejo. Si el tema te interesa no dudes en leer las fuentes originales y en entrenar tu pensamiento científico. 

Bibliografía 

Dawkins, R. (2000). El gen egoísta. Barcelona: Salvat. 

Jablonka, E., & Lamb, M. J. (2005). Evolution in Four Dimensions: Genetic, Epigenetic, Behavioral, and Symbolic Variation in the History of Life. Cambridge, MA: MIT Press. 

Margulis, L. (1970). Origin of Eukaryotic Cells: Evidence and Research Implications for a Theory of the Origin and Evolution of Microbial, Plant, and Animal Cells on the Precambrian Earth. New Haven, CT: Yale University Press. 

Margulis, L. (1981). Symbiosis in Cell Evolution: Life and Its Environment on the Early Earth. San Francisco: W.H.Freeman. 

Una sección de ciencia crítica para tiempos confusos. Dirigida por Candela Antón, antropóloga y divulgadora científica.

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