Corrupción
El crepúsculo de Rita Barberá

Lujo, arrogancia, hermetismo, gestos de cara a la galería y chanchullos. Las operaciones anticorrupción han puesto en evidencia el sistema establecido por Rita Barberá en torno al Ayuntamiento de Valencia.
Rita Barberá
Rita Barberá, durante el mitin preelectoral de mayo de 2016 en Valencia. Eva Máñez

Estas últimas semanas asistimos al hundimiento del fenómeno político que ha hegemonizado la ciudad de Valencia desde los años 90. Rita Barberá fue la primera en llegar y es la última en irse. Hija de la alta burguesía valenciana y del periodismo franquista, la familia de su madre —vivió con ella hasta su muerte en 2013— fundó la fábrica Mosaicos Nolla, sinónimo de lujo y distinción.

En los años 70, con apenas veinte años, Barberá comenzó a recorrer el Consistorio como periodista de Radio Valencia (Cadena Ser) y de La Jornada, periódico fundado por el Movimiento Nacional y dirigido por su padre, José Barberá Armelles, un falangista que escaló hasta los puestos más altos de la prensa franquista.

Rita inició su carrera política en Alianza Popular, partido del cual fue promotora y fundadora en el País Valenciano, siendo la afiliada número tres en la agrupación que dio lugar al actual Partido Popular. En 1987 lideró la candidatura a las elecciones autonómicas de la formación creada por el exministro franquista Manuel Fraga.

“La anterior alcaldesa lo tuvo clarísimo, viviendo a todo trapo a costa del erario público”

Los 24 años de alcaldía de Rita Barberá comenzaron en las elecciones locales de 1991, en las que, pese a perder frente a la candidata socialista Clementina Ródenas, obtuvo el apoyo del partido regionalista Unió Valenciana, que permitió al Partido Popular alzarse con la vara de mando de la capital valenciana. Este pacto se gestó gracias a un acuerdo preelectoral orquestado por la directora del diario Las Provincias María Consuelo Reyna. Ambos partidos se comprometieron a apoyar a la lista más votada de las dos, para así evitar que las disputas por el poder desembocaran en una alcaldía socialista, como ocurrió en las elecciones de 1989. Situación paradójicamente análoga a la coalición de gobierno que han conformado Compromís, el Partido Socialista y València en Comú tras el resultado de las últimas elecciones municipales en 2015, y que el PP insistió rápidamente en etiquetar como profundamente antidemocrática al no permitir a la candidatura más votada (PP) gobernar en el Ayuntamiento.

La administración de Rita

Si uno se acerca a hablar con los funcionarios del Ayuntamiento sobre la gestión de Rita Barberá, siempre recibe parecidas respuestas —“era una alcaldía hermética. Un fortín”—. Imagen que contrasta con la apertura de puertas que ha realizado el nuevo alcalde, Joan Ribó. Según nos comenta uno de sus asesores, hasta la llegada de Compromís a la alcaldía, la parte frontal del Ayuntamiento, hoy abierta al público, era inaccesible hasta para los propios funcionarios.

Rita Barberá disponía de un ascensor privado para acceder a su despacho, “para no cruzarse con nadie”, comenta con enfado una de las funcionarias. Por este mismo motivo parece ser que dio orden de que el personal de limpieza no trabajara en su presencia, y por desconfianza hizo que un agente de policía la siguiese durante la realización de sus tareas. ¿De qué tenía miedo Barberá? ¿O, sencillamente, es una esnob? La verdad es que existe un decalage enorme entre su discurso llano y cercano y su vida repleta de lujo y excesos.

Esta relación distante y jerárquica ha dado como resultado una administración zombi, en la que los funcionarios se sentían apartados, abatidos y desilusionados. “En 25 años jamás me he sentido tratado como una persona”, comentaba uno de los entrevistados. Todo esto es el resultado de una gestión centrada en los intereses personales de los gestores más que en el trabajo por el bien común, todo un clásico del modelo de gestión neoliberal.

El ocaso de Rita

En las últimas elecciones municipales y autonómicas de 2015, con gran parte de las encuestas electorales apuntando a una pérdida de la mayoría absoluta en el Gobierno de la Generalitat y la alcaldía de Valencia, Marino Rajoy se presentaba en la plaza de toros de Valencia con un tono desafiante, declarando su lealtad a Rita Barberá con la ya célebre frase “Rita, eres la mejor”.

Hace pocas semanas, en una entrevista en televisión, el presidente en funciones reiteraba su confianza en la inocencia de Barberá, pidiendo “moderación y prudencia”. Ha pasado poco más de medio año entre un momento y otro, pero el tono y las formas han cambiado sustancialmente.

En el contexto político actual, determinado por las maniobras tácticas de los diferentes partidos a la hora de tratar de formar gobierno o, al menos, salir reforzados frente a un posible escenario de repetición de elecciones, la buena sintonía entre la dirección nacional y la propia Barberá se ha deteriorado a marchas forzadas.

Si en aquel mes de mayo Barberá todavía podía ser proyectada como un “activo limpio” frente a la metástasis de corruptelas que cercaban al PP en Valencia (con el único pretexto de que no había sido imputada), hoy una parte importante del PP critica la posición mediática de la exalcaldesa. La estrategia de la dirección nacional de refugiar silenciosamente en el Senado a una de las políticas más salpicadas, directa o indirectamente, por casos de corrupción ha saltado por los aires en las últimas semanas con la aparición en el escenario mediático de la operación Taula.

Por el momento, la exalcaldesa continúa sin estar imputada debido su condición de aforada como senadora. Sin embargo, el capital político aglutinado en torno a su figura como fenómeno político durante más de dos décadas se ha venido definitivamente abajo. Por ahora, ha gestionado públicamente el asunto de la misma forma que condujo el Consistorio valenciano durante más de dos décadas, desde el hermetismo y la falta de transparencia.

En la última semana, el Partido Popular de Valencia ha nombrado una gestora frente a las incesantes imputaciones de cargos públicos, en un verdadero derrumbe de la estructura que gobernaba la ciudad como una mafia. Esto tiene consecuencias todavía impredecibles para el Partido Popular valenciano.

Las proclamas de regeneración parecen cada vez más insuficientes y las salidas hacia una refundación del partido —no se puede descartar una operación similar a la que ha emprendido CIU en Cataluña— han sido atajadas por el propio Rajoy, que se niega al cambio de nombre propuesto por la presidenta del PPCV, Isabel Bonig.

Más allá de la caída de Barberá como figura política que aglutinaba en su liderazgo los principales parámetros políticos que han vertebrado la hegemonía política valenciana en los últimas décadas —un populismo regionalista que alentaba el enemigo catalán, una proyección internacional de Valencia a través de una “espectacularización de la ciudad”— y un engrasamiento de las redes clientelares fundamentalmente a través de la liberalización del suelo y la especulación urbanística, lo más importante es la progresiva instalación en el sentido común de la sociedad valenciana, y también del conjunto del Estado, del fenómeno de la corrupción como un hecho estructural directamente vinculado al modelo de desarrollo económico impuesto en las últimas décadas.

Corrupción por sistema

La implementación del “modelo de ciudad neoliberal” en las agendas municipales conservadoras no ha sido, desde luego, la condición única para la emergencia de estas extensas tramas mafiosas que funcionan en una suerte de paraestado al servicio de las élites económicas y políticas. Pero sí ha sido su condición necesaria.

Para la escuela del “pragmatismo liberal” de los 60 y los 70, la corrupción era, en el peor de los escenarios, un “mal necesario”, mientras en otros contextos las prácticas corruptas podían suponer un estímulo al crecimiento económico y el dinamismo empresarial.

De esta forma, la corrupción era concebida como una práctica relacional institución-iniciativa privada con dos posibles aspectos funcionales para el sistema: 1) en el ámbito de la economía, la corrupción podía favorecer la generación de espacios de dinamismo empresarial que contribuyese al crecimiento económico frente a una institucionalidad altamente burocratizada; 2) en el campo político, la corrupción podía contribuir a disminuir escenarios revolucionarios o violentos, ayudando a superar divisiones dentro de las élites gobernantes y engrasando la conformación de una clase política dominante que otorgara estabilidad al sistema.

Rita Barberá parece situarse en la primera de las definiciones, la corrupción como incentivo para el desarrollo. “Lo que no quiero son las cutrerías que pretenden otros”, espetaba de forma chulesca a los periodistas en la rueda de prensa tras la filtración de las facturas del caso Ritaleaks.

 En ellas se mostraba a la Rita amante de los hoteles de lujo, las copiosas comidas o los coches con chófer incluido. En declaraciones del propio Joan Ribó, actual alcalde, “la anterior alcaldesa lo tuvo clarísimo, viviendo a todo trapo a costa del erario público, sin ninguna duda, observando los métodos de su propio partido para financiarse”.

Esta imagen contrasta con el discurso de la exalcaldesa, sencillo y cercano. La que paseara por los mercados con una sonrisa en la cara y una broma en la boca, hoy se enfrenta a la realidad. Por fin todos ven al rey desnudo.

Como resultado de este proceso, vemos cómo, paradójicamente, la Valencia que Rita Barberá y el PP iban a colocar en el mapa es hoy el ejemplo internacional del despilfarro, mala gestión pública y corrupción. Por lo que no se podría decir que Rita y su equipo no han alcanzado su objetivo, ya que Valencia es hoy conocida en todo el mundo como el paradigma de la corrupción española, proporcionando así una imagen del pueblo valenciano que el nuevo consistorio público trata de combatir.

“Tanto la reciente operación Taula, como el caso Ritaleaks sacuden de nuevo la imagen de una ciudad que no merece ser conocida por los casos de corrupción del PP. Valencia es una ciudad honrada”, se lamenta el actual alcalde.

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