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Coronavirus
Roma, ciudad cerrada: apuntes en tiempos del coronavirus
La verdad es que estamos acojonados —¿cómo no estarlo?—, pues nuestro sistema de mínimas seguridades vitales se viene abajo. Lo de estar en casa es lo de menos. De un día para otro, millones de personas se han despertado sin ingresos y con una perspectiva de futuro algo más que precaria.
Cada mañana me levanto temprano —cada día menos si he de decir la verdad—. Es una cuestión de disciplina, de cordura, diría. Por el mismo motivo me fuerzo a hacer ejercicio, no solo para mantener algo de tono y controlar mi barriga, sino para conservar cierto equilibrio.
Todos los días trato de trabajar, de hacer algo que pueda definir productivo, que vaya más allá de este encierro que algún día, digo yo, tendrá que acabarse. No me resulta fácil, puesto que todas las cosas a las que me dedicaba hace tan solo dos semanas se han parado de golpe.
Pero bueno, me pongo en el ordenador, la radio siempre encendida no marca ninguna diferencia con mi vida anterior. Lo que sí es diferente es mi estado mental, emocional. Claro, no ayuda para nada el hecho de estar encerrado en este comienzo de primavera tan exuberante. Además, no me hace ninguna gracia no poder quedar con las personas queridas que viven relativamente cerca de mí, que no son muchas, pero son lo que realmente hace unos meses me trajo de vuelta aquí, a Roma.
La enorme bandera tricolor en la ventana de enfrente no es la única del barrio. Un barrio que de por sí tiene cierta orientación de derechas, algo que en Roma significa tintes medio fachas, sobre todo en estos momentos de emergencia, cuando han recogido con esmero el llamado a la unidad nacional: “Somos un pueblo extraordinario, juntos podremos salir de esta!”.
Y dale que te pego con los cánticos desde ventanas y balcones en horarios fijos: hace unos días ha tocado el himno nacional, aunque habitualmente se conforman con grandes hitos de la discografía italiana
Y dale que te pego con los cánticos desde ventanas y balcones en horarios fijos: hace unos días ha tocado el himno nacional, aunque habitualmente se conforman con grandes hitos de la discografía italiana que supuestamente son representativas de la identidad nacional —“Azzurro” y “Volare”, entre ellas, para que entendáis por donde van los tiros—.
Desde que han cerrado la Caffarella —enorme parque plagado de restos arqueológicos y granjas que me queda justo a lado de casa y que en los primeros días de encierro solía recorrer en bici para descargar algo de tensión— ir a comprar y bajar la basura se han convertido en acontecimientos sociales a los que no puedo renunciar.
Me quito el chándal, me arreglo como si tuviera una entrevista de trabajo —es decir con vaqueros y camiseta limpios— y bajo las cuatro rampas de escaleras con mis gafas de sol bien puestas hasta llegar al portal. Una vez en la calle siento el sol, respiro hondo y cruzo la calle hasta el contenedor de basura.
Después de unos primeros días de actitud colectiva más ligera y desenfadada, poco a poco el miedo ha ido llenando los hogares, la desconfianza se ha hecho cada día más tangible, la segregación ha conllevado un sentimiento espantoso de control mutuo
Siempre me alegro un poco si lo encuentro repleto, lo cual me proporciona una válida excusa para dar un paseo más largo hasta el siguiente contenedor: la bolsa de basura, mi coartada perfecta, cuelga de la mano izquierda, busco algún policía al que enseñarle los desechos de mis comidas o simplemente algún transeúnte que confirme con la mirada que la que estoy manteniendo es la postura correcta, la del buen ciudadano concienzudo que solo baja a tirar basura.
Después de unos primeros días de actitud colectiva más ligera y desenfadada, poco a poco el miedo ha ido llenando los hogares, la desconfianza se ha hecho cada día más tangible, la segregación ha conllevado un sentimiento espantoso de control mutuo: las miradas sancionan los comportamientos que se juzgan como no adecuados, dar la vuelta a la manzana se considera alta traición, hablarle a alguien que está en la cola de la farmacia o en la de la frutería puede generar reacciones de rechazo. El Estado, las instituciones, se han hecho promotores de este panóptico, promulgando un discurso tóxico —nada nuevo, hay que decirlo— sobre la responsabilidad ciudadana de colaborar con las fuerzas de seguridad para que las medidas de distanciamiento se cumplan de manera estricta.
Cada día la prensa da el parte de las personas denunciadas por incumplimiento del decreto gubernamental del 11 de marzo —mientras escribo según La Repubblica, uno de los mayores periódicos del país, ascienden a más de 90.000— amenazando a la población con años de cárcel si salen de casa.
No pretendo con esto criticar las medidas de confinamiento, me parecen muy sensatas a estas alturas, pero no estaría mal ponerlas en contexto, analizar la coherencia —o falta de ella— de lo que se está haciendo.
Para empezar, me pregunto qué sentido tiene obligar a que un país entero no salga de su casa si no se cierran las fábricas. Las provincias de Bérgamo y Brescia, las más afectadas desde el principio, también son el corazón de la producción industrial del país. Entre presiones de la patronal y miedo a los mercados se pensó contrarrestar la difusión del virus sin cerrar las fábricas. A día de hoy, todavía, el Gobierno debate sobre qué actividades tienen que permanecer abiertas y de cuales se puede prescindir.
Del nuevo listado de actividades esenciales desaparecen muchas que en una primera criba habían resultado imprescindibles, entre ellas, para que sepamos de qué estamos hablando, figuran la producción de explosivos y de papel pintado
El último borrador ha sido fuertemente criticado por las principales centrales sindicales —que hasta ahora no han brillado por capacidad de reacción ni mucho menos por ponerse del lado de los trabajadores—, quienes han llegado a amenazar con ir a la huelga si el Gobierno no cerraba la actividad industrial. Al parecer, el 25 de marzo, al final hubo acuerdo con la patronal y el Gobierno. Del nuevo listado de actividades esenciales desaparecen muchas que en una primera criba habían resultado imprescindibles, entre ellas, para que sepamos de qué estamos hablando, figuran la producción de explosivos y de papel pintado.
La verdad es que estamos acojonados —¿cómo no estarlo?—, nuestro sistema de mínimas seguridades vitales se viene abajo. Lo de estar en casa es lo de menos. De un día para otro, millones de personas se han despertado sin ingresos y con una perspectiva de futuro algo más que precaria. En la galaxia de contratos temporales y sin garantías las empresas han actuado con libertad absoluta, a la hora de despedir o reducir horarios a las primeras señales de crisis. Mucho antes de que el Gobierno actuase de alguna forma. Una actuación que ha resultado fragmentaria e insuficiente.
Por un lado, se lanzan subsidios de desempleo y garantías mínimas para los que tienen contratos indefinidos, que constituyen un porcentaje muy bajo de la fuerza laboral. Por el otro, se anuncian medidas para sostener a los autónomos —600 euros puntuales para el mes de marzo, luego ya veremos—. Lástima que si desgranas las diferentes categorías y las muchas cajas de seguridad social a las que cada una pertenece, son muchos los que se quedan fuera de la medida.
Además, está el tema de los que trabajan en negro, sin ningún tipo de contrato o garantía, lo que se define como “economía sumergida” —maravillas de nuestro idioma— y que según estimaciones involucra al 15,6% de los trabajadores, es decir unas 3.700.000 personas. Es noticia de los últimos días que el Gobierno está estudiando medidas para regular algunos sectores, en particular los de las cuidadoras y de los jornaleros agrícolas. La necesidad de brindarles a estas categorías laborales la posibilidad de llegar a sus puestos de trabajo está detrás de la decisión. Los demás se encuentran completamente desamparados frente al cierre de las actividades y el confinamiento
éxodo y racismo interno
También existen en este momento —en el que supuestamente deberíamos anhelar una inquebrantable unidad nacional— enormes diferencias entre distintas zonas del país. Cuando se anunció el cierre de Lombardía, el 7 de marzo, hubo un verdadero éxodo de miles de personas que se marcharon de Milán hacia sus regiones, sobre todo Calabria, Sicilia y Campania.
Muchas voces se han levantado para condenar esta forma de actuar, señalando a los fugados como irresponsables y potenciales difusores del virus. Este discurso, aliñado con la salsa agria del racismo en contra de los meridionales —ignorantes, inconscientes, ingratos tránsfugos que abandonan el barco a punto de hundirse después de haber mamado durante años del bienestar proporcionado por las benignas ciudades del norte, grotescos personajes de opereta que en un momento de dificultad acuden a la protección que solo las madres, la famiglia, les pueden proporcionar—, no tiene en cuenta las condiciones materiales en las que la mayoría de trabajadores y estudiantes meridionales viven en las ciudades del norte.
¿Cuántos de estos “irresponsables” no han tenido otra oportunidad que pedirle a la mamma que les pusiera un plato de sopa mientras pasa el vendaval y de paso ahorrarse el coste del desorbitado alquiler que pagan todos los meses para sobrevivir en Milán, Turín y otras ciudades del norte?
Profesionales cuarentones hacinados en pisos de habitaciones compartidas, con sueldos de subsistencia y contratos precarios, estudiantes que sobreviven gracias a trabajos informales en la hostelería, limpiadoras de pisos que se han visto en la calle de un día para otro. ¿Cuántos de estos “irresponsables” no han tenido otra oportunidad que pedirle a la mamma que les pusiera un plato de sopa mientras pasa el vendaval y de paso ahorrarse el coste del desorbitado alquiler que pagan todos los meses para sobrevivir en Milán, Turín y otras ciudades del norte? Aún así, desafortunadamente, todo esto no reduce ni una pizca el riesgo de que su actuación haya podido expandir el contagio en las regiones del sur.
Desde el punto de vista sanitario el mayor peligro en la actualidad está en el colapso del sistema sanitario. Si la situación en el norte de Italia es dramática, con cientos de muertos diarios y miles de pacientes en las UCI, no cuesta imaginar la catástrofe que supondría una difusión masiva del virus en el sur del país, cuyos recursos sanitarios son infinitamente menores y menguados por décadas de mala gestión y recortes.
Recortes que han afectado a todo el país, alcanzando en tan solo diez años una reducción de casi 50.000 médicos y enfermeros, y de 70.000 camas: si en 1980 eran 922 por cada 100.000 habitantes hoy se quedan en 275. Nada de esto se menciona en los telediarios, solo se sigue aplaudiendo a los que todos los días arriesgan sus vidas en los hospitales. Un aplauso al que me sumo, hoy, como antes del coronavirus. Pero sin tener en cuenta este extraordinario esfuerzo en el marco del estado lamentable de nuestro sistema de sanidad pública, este relato resulta incompleto, cuando no falso.
Los telediarios y la prensa insisten mucho en alabar a médicos y personal sanitario por la gran labor que están llevando a cabo. El discurso oficial ensalza el espíritu de sacrificio de “nuestros ángeles en bata” y olvida decir que hasta ahora —poco a poco las cosas van cambiando— estos “héroes” han estado trabajando sin dispositivos para evitar el contagio. Con el triple efecto de exponerles a ellos al virus, de convertirles en potenciales difusores del covid19 y de correr el riesgo de un verdadero colapso del sistema sanitario con el cierre de plantas enteras y hospitales por falta de personal y por ser verdaderos focos de contagio.
Me gustaría ver en las ventanas menos banderas italianas y más llamamientos a una mayor financiación de la sanidad pública.
Hace un par de semanas un conocido que tuvo la mala suerte de estar encerrado dos años en arresto domiciliario me dijo, medio en broma: “Ahora vais a entender todos lo que significa”
Están pasando muchas cosas, y desde nuestro confinamiento no nos damos del todo cuenta. Estamos demasiado centrados en nuestras dolencias cotidianas, en nuestro drama particular como para pensar en las revueltas carcelarias con miles de presos que reclaman su propio derecho a la salud, o en los cientos de miles de migrantes que se hacinan en la frontera entre Turquía y Grecia, en los que viven en condiciones extremas en los campos de refugiados en Lesbos. ¿Qué pasaría allí si estallara un brote de coronavirus?
Con estas ideas en mi cabeza, no menos confundida que la de los demás, doy media vuelta y vuelvo de mi minuto de aire de todos los días. La bolsa de basura ya está a buen recaudo en el contenedor. Hace un par de semanas un conocido que tuvo la mala suerte de estar encerrado dos años en arresto domiciliario me dijo, medio en broma: “Ahora vais a entender todos lo que significa”. No, no creo que sea lo mismo, no exactamente: en su caso todo el mundo podía llevar su vida normal, ahora vivimos en condición compartida de limitación de la libertad personal. Lo que sí tienen en común estas dos situación es la necesidad de encontrarle sentido a una vida confinada entre paredes, en espacios reducidos, con relaciones restringidas. En ambos casos, se trata de mantener la cordura. Y de no parar de pensar.
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En estos tiempos, lo mejor que podemos hacer es compartir experiencia. Gracias Ciro! Y ánimo! Un abrazo desde Cantabria!
Estoy viviendo en Roma en este momento. No puedo estar más de acuerdo. ¡Gracias!