Opinión
Parimos consumidores: Navidad, Pikler, Montessori y la captura capitalista de lo subversivo

Cuando el mercado convierte pedagogías nacidas de la escasez en objetos de deseo y la culpa materna en motor de consumo.
Industria del juguete y sexismo
David F. Sabadell Un niño jugando.

El pasado miércoles, en medio de mi caos de vida como monomarental y trabajadora precaria me surgió un hueco de aproximadamente una hora para desayunar. En lugar de sentarme tranquila, decidí emplearlo en pasarme por Aldi, a ver qué maravillas de juguetes de madera habían traído esta vez. Porque cada miércoles son cosas diferentes, no se renuevan, y así no dejas de ir miércoles tras miércoles durante todo el mes de diciembre —y parte de noviembre—, no vaya a ser que te pierdas algo imprescindible para el desarrollo de tu criatura y te conviertas, sin saber muy bien cómo, en la peor madre del mundo.

Entré toda dispuesta, cogí un carro y empecé a cargarlo con la naturalidad de quien ya ha normalizado este ritual. Entre otras cosas, metí un “tatami Montessori” que valía 25 euros. Os juro que ahora lo pienso y no comprendo cómo pude aceptar que una colchoneta fuera Montessori y, encima, estar a punto de comprarlo.

Por inspiración divina —o por un resto de lucidez—, una vez en la caja me rajé. Salí del Aldi con las manos vacías y una pregunta incómoda rondándome la cabeza: ¿Cuándo me he comido por completo este cuento clasemediero?

Hubo un tiempo —no tan lejano— en el que hablar de aprendizaje autónomo o de materiales no invasivos aplicados a la crianza era salirse del carril, no era lo común, no era lo hegemónico y no era, desde luego, lo que te vendían en los supermercados y centros comerciales. Eran prácticas que muchas familias sostenían con más intuición que recursos, con más tiempo que dinero, con materiales reciclados, hechos a mano o directamente inexistentes. Era más una forma de estar con las criaturas que una lista de objetos.

Después, las clases medias-altas entraron al carro consumiendo este tipo de materiales que lejos de elaborarlos ellos mismos costaban cantidades ingentes de dinero. Hoy, sin embargo, basta con darse una vuelta por un súper para encontrarlo todo: triángulos Pikler de madera, torres de aprendizaje, juguetes “Montessori-inspired”, mesas de experimentación, estanterías a la altura de la criatura. Todo puesto “a cascoporro”, listo para meter en el carro y a precios relativamente populares.

Consumimos juguetes de madera, como si estuviéramos haciendo un consumo responsable y más sostenible pero lo que queda es, literalmente,  “la misma mierda en tonos madera”

Porque lo que vemos no es una democratización inocente, sino algo mucho más perverso: la absorción de lo subversivo por el mercado. Consumimos juguetes de madera, como si estuviéramos haciendo un consumo responsable y más sostenible pero lo que queda es, literalmente,  “la misma mierda en tonos madera”.

Conviene echar la vista atrás, porque aquí hay trampa histórica:

María Montessori no desarrolló su método en escuelas elitistas ni para familias acomodadas. La primera Casa dei Bambinise abrió en 1907, en el barrio de San Lorenzo (Roma), un complejo de vivienda social destinado a familias obreras. Montessori trabajó allí con niñas y niños que crecían en contextos de pobreza urbana, abandono institucional y exclusión educativa. Su pedagogía nace de la observación, de la necesidad de respetar los ritmos, de ofrecer un ambiente que permitiera autonomía sin sobreestimulación.

Una idea central del método Montessori clásico —que hoy se olvida sistemáticamente— es la sobriedad del ambiente. Pocos materiales, bien elegidos, con una función clara y con control de error: objetos que permiten a la criatura darse cuenta por sí misma de si algo funciona o no, sin necesidad de corrección adulta. Nada que ver con esos cubos multisensoriales llenos de colores y estímulos superpuestos que hoy se venden como “Montessori”.

Algo muy similar ocurre con Emmi Pikler. Su trabajo no nace en salones diáfanos ni en habitaciones perfectamente ordenadas para Instagram. Pikler desarrolló su enfoque en la Hungría de posguerra, en el instituto Lóczy (1946), una casa-cuna para bebés, niñas y niños sin cuidados familiares. Su eje no era el objeto, sino la relación, el respeto profundo durante los cuidados cotidianos y el movimiento libre: no forzar posturas, no adelantar hitos, no intervenir innecesariamente.

El famoso “triángulo Pikler”, hoy convertido en fetiche, es solo una herramienta posible dentro de una filosofía mucho más amplia. El corazón del enfoque Pikler no se compra: es tiempo, observación, confianza y condiciones materiales dignas.

Ni Montessori ni Pikler nacen de la abundancia. Nacen de la escasez, de contextos atravesados por la pobreza. Precisamente por eso resulta tan obsceno ver cómo hoy se han convertido en estética de consumo

Ni Montessori ni Pikler nacen de la abundancia. Nacen de la escasez, de la necesidad, de contextos atravesados por la pobreza, la guerra y la exclusión. Precisamente por eso resulta tan obsceno ver cómo hoy se han convertido en estética de consumo.       

Durante años, estos materiales fueron caros y solo accesibles en tiendas especializadas. Estaban al alcance de unas pocas familias que podían pagarlos. Hoy se han popularizado: Lidl, Aldi, los venden a precios “razonables”. Y claro que eso interpela. Claro que muchas entramos ahí pensando: “bueno, ahora sí puedo”.

Pero el problema no es solo el precio, es el modelo, porque aunque sea de madera, aunque no tenga luces ni pilas, sigue habiendo detrás producción en masa, transporte internacional, huella de carbono, embalajes innecesarios y rotación constante de mercancía. Que sea de madera no lo convierte automáticamente en sostenible. Como mucho, lo convierte en consumo con la conciencia un poco más tranquila.

Todo esto no funcionaría sin un engranaje clave: la culpa materna. Esa culpa de querer que a tus criaturas no les falte de nada. La comparación constante —con otras familias, con lo que vemos en redes— activa una sensación de carencia permanente. No queremos que nuestras criaturas “tengan menos”. No queremos que se comparen, no queremos fallar y el mercado lo sabe.

Desde antes de nacer, las criaturas ya están inscritas en un circuito de consumo: carro, cuna, portabebés, ropa, juguetes, materiales “educativos" y la Navidad es su máxima expresión. No solo parimos futura fuerza de trabajo; parimos también consumidores inmediatos, incluso desde el embarazo. No quiero perder la oportunidad de nombrar que el trabajo reproductivo sostiene el sistema y nos deberían pagar por ello.

La socióloga Sharon Hays llamó a esto de la culpa intensive mothering (1996): una ideología que exige a las madres una inversión ilimitada de tiempo, energía y dinero, independientemente de sus condiciones materiales reales. No importa si estás precaria; importa que parezca que lo estás haciendo todo bien.

Susan Linn y Juliet Schor lo explican desde otro ángulo: la infancia se ha convertido en uno de los mercados más rentables del capitalismo tardío. Criar ya no es solo cuidar: es consumir correctamente.

Aquí está una de las claves más políticas de todo esto y a donde yo quería llegar: la falsa democratización y el borrado del sentimiento de pertenencia de clase. Sí, ahora puedes tener una trona evolutiva por 40 euros. Sí, puedes acceder a una torre de aprendizaje “barata” y eso genera una sensación peligrosa: “yo también tengo lo mismo. Yo también llego”. Pero la diferencia de clase no ha desaparecido. Solo se ha desplazado.

Sigue estando en el acceso a una vivienda digna, en la luz natural, en el tiempo disponible, en la estabilidad laboral, en la red de cuidados, en el acceso a espacios comunitarios, en no vivir con el miedo constante a no llegar a fin de mes o perder tu casa. Sigue estando en esas habitaciones enormes y diáfanas que vemos en redes, en la posibilidad de dedicar horas a preparar ambientes y a dedicarle tiempo de calidad a tus criaturas sin tener constantemente en la boca un “mamá está cansada”.

No necesitas un triángulo Pikler si existen parques, patios, plazas, espacios comunitarios donde tu criatura pueda trepar, explorar, caerse y levantarse

El capitalismo nos ofrece versiones low cost de los símbolos, y con eso adormece la rabia. Nos hace sentir que ya no somos tan precarias, que ya no hay tanta distancia social, que no hace falta organizarse ni politizar la crianza, porque “mira, yo también tengo mi Pikler” y que quieres que te diga, cuando veo a determinadas influencer hablando de lo que ha adquirido en los famosos “miercoles de Aldi” constato que es una ilusión muy eficaz.

En todo este proceso se ha perdido algo fundamental: el para qué. No necesitas un triángulo Pikler si existen parques, patios, plazas, espacios comunitarios donde tu criatura pueda trepar, explorar, caerse y levantarse. El objetivo no era tener el objeto en casa; era garantizar movimiento libre. Aunque escribe por aquí una que tiene un triángulo en casa, es heredado, pero lo tengo hacinado en los pocos metros cuadrados que habito.

No necesitas una estantería Montessori perfecta si lo que tienes es una casa pequeña y compartida; el espíritu del método era adaptarse al entorno, no imponer un estándar estético. Pero el mercado ha hecho lo que mejor sabe hacer: convertir una filosofía en producto, y el producto en identidad. Si lo tienes, eres “buena madre”. Si no, algo estás haciendo mal.

No se trata de pureza ni de coherencia individual. Se trata de mirar el sistema que nos empuja a consumir incluso aquello que supuestamente venía a cuestionar el consumo.

La salida no pasa por comprar mejor, sino por desfetichizar el objeto, recuperar lo común, compartir recursos, reutilizar, crear espacios colectivos y, sobre todo, politizar la crianza

La salida no pasa por comprar mejor, sino por desfetichizar el objeto, recuperar lo común, compartir recursos, reutilizar, crear espacios colectivos y, sobre todo, politizar la crianza. Volver a entender que el problema no es una madre comprando una torre, sino un sistema que convierte el cuidado en mercado.

Porque si no lo hacemos, lo que queda es esto: la misma lógica de siempre, barnizada de madera, vendida como respeto, y empaquetada para que no duela tanto.

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