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Feminismos
Ideas para una abogacía feminista
Cuando una se identifica como “abogada feminista” suelen activarse una serie de ideas, imágenes y asociaciones muy alejadas del potencial contenido de la etiqueta. En el imaginario colectivo “abogadas feministas” son aquellas compañeras que se dedican casi en exclusiva a la defensa de mujeres, sobre todo en cuestiones relacionadas con las violencias machistas.
Así, si asesoras, defiendes y representas indistintamente a hombres y mujeres, o te dedicas a otras ramas del derecho que no sean el derecho penal y/o el de familia, es posible que tengas que dar explicaciones sobre el uso del adjetivo “feminista”. Incluso puede ocurrir que tengas que explicar que diversificas tus áreas de trabajo por convicción política y no para garantizar tu sostenibilidad económica. Parece que algo que tenemos más o menos asumido en otros contextos - que el feminismo para ser transformador debe luchar contra todas las opresiones -, no acaba de permear en el ejercicio del derecho; mucho menos el feminismo entendido como cambio de paradigma a la hora de enfocar una profesión extremadamente patriarcal.
Empecemos por lo más obvio: el compromiso de la abogacía feminista debe ser con todas las personas excluidas socialmente o vulnerabilizadas por un sistema de opresiones complejo que estratifica en base a clase social, raza, origen, género, orientación afectivo-sexual, entre otras circunstancias sociopolíticas. Asesorar, acompañar y/o representar a personas excluidas del mercado laboral para que puedan acceder a permisos penitenciarios o de residencia y trabajo, puede ser igual de feminista que dedicarse a la violencia de género.
Y decimos “puede ser” porque el ejercicio del derecho puede ser extremadamente patriarcal, con independencia de los colectivos con los que trabajamos. En este sentido, lo que debería definirnos como abogadas feministas es, además de qué hacemos, cómo lo hacemos: cómo nos relacionamos con las personas a las que asesoramos y entre compañeras, cómo definimos nuestro lugar en la lucha por la transformación social, y cómo cambiamos el ejercicio de la profesión creando alternativas al modelo patriarcal de abogado. Todo esto es lo menos obvio, pero también lo más interesante políticamente.
Así pues, abogacía feminista es aquella que, partiendo del reconocimiento del enorme poder que tenemos las personas con formación jurídica, intenta buscar fórmulas para romper con esa asimetría informacional entre abogada y cliente que tanto se presta al establecimiento de relaciones de dependencia y/o poder. Más allá de la tan manida reivindicación de transparencia - no hay web de despacho en la que no aparezca la palabra, incluida la nuestra -, abogacía feminista es la que procura apostar por la creación de relaciones horizontales que permitan no solo que las personas entiendan los procesos jurídicos en los que se encuentran inmersas, sino que además se apropien de los mismos y sean las protagonistas de la toma de decisiones.
Respecto a nuestro lugar en la lucha por la transformación social, la abogacía feminista debería cuestionar la sobredimensión de nuestro papel y su instrumentalización para obtener nuestro trozo del pastel en el mercado del activismo jurídico; también, tendría que ser crítica (y autocrítica) con cómo y para qué utilizamos las redes sociales, las ruedas de prensa y las llamadas de - pero también a - los medios de comunicación para no alimentar y reproducir la imagen, profundamente desempoderadora de la ciudadanía, del abogado-salvador. En muchas ocasiones, lo que tenemos que decir no es nada que no puedan expresar por sí mismas las y los protagonistas de los procesos. Sería conveniente, también, que la abogacía feminista impugnase la utilización de las personas, no ya para encontrar nuestro espacio como profesionales, sino en pos de intereses supuestamente elevados y desinteresados como una determinada causa política.
El modelo de abogado-salvador es un modelo de éxito profesional androcéntrico nada compatible con la descentralización del trabajo productivo y la sostenibilidad de la vida. Es competitivo, solitario y poco solidario. Por tanto, una abogacía feminista no debería pisotear a compañeras de profesión, ni usar tácticas propias de lobo de Wall Street para obtener un caso mediático u ocupar todos los espacios y recursos posibles expandiéndose cual empresa capitalista. La abogacía feminista no debería despreciar el turno de oficio. La abogacía feminista debería buscar fórmulas de organización del trabajo lo más sostenibles posible: que cuestionen la absoluta disponibilidad que se nos presupone y se espera de nosotras y distribuyan la responsabilidad de los casos entre compañeras para hacerla más sostenible. Una abogacía feminista no debería explotar a sus pasantes, voluntarias y abogadas en prácticas “porque todas hemos pasado por ahí”.
Lo expuesto son sólo unos pocos ejemplos de lo que podría formar parte de un modelo de abogacía transformador; uno que no enarbole la defensa de los sectores socialmente excluidos y vulnerabilizados, al tiempo que reproduce prácticas propias del sistema contra el que dice luchar. El feminismo anticapitalista, antirracista y anticapacitista, con su apuesta por la superación de todas las formas de opresión y explotación, es clave para identificar qué y cómo debemos cambiar el ejercicio de la profesión para ponerla al servicio de la transformación social.