Cine
‘Nuestra tierra’: un crimen filmado y un pueblo que resiste en el cine de Lucrecia Martel

La película abre con planos generales del planeta Tierra. Un satélite orbita y registra lo que nos rodea: la inmensidad. Minutos después, la cámara desciende con fuerza. Cae sobre un suelo reseco. Se oyen disparos. Fuera de cuadro, un hombre cae muerto. Es Javier Chocobar, miembro de la comunidad indígena Chuschagasta. El asesino, el terrateniente Darío Amín, lleva un arma y una cámara digital. Filma su propio crimen. Ese registro se sube a YouTube. Años más tarde, Lucrecia Martel lo recupera para contar Nuestra tierra.
La película narra una disputa territorial que termina en un asesinato. Pero en verdad cuenta algo más: la radiografía de un país donde las clases dominantes matan, los pueblos originarios resisten, y los tribunales tardan nueve años en dar una sentencia. Estrenada en Venecia y en la 73ª edición del Festival de San Sebastián, Nuestra tierra es el primer documental de Martel. Un ensayo sobre racismo, colonialismo y violencia estructural.
El 12 de octubre de 2009, Darío Amín entró al territorio acompañado por dos expolicías. Llegaron en camionetas por un camino de piedra. Exigieron a la comunidad que se retirara. El hombre que llevaba un arma llevaba también una cámara digital. Quienes defendían el territorio tenían una cámara de rollo. Un enfrentamiento que queda registrado.
La directora argentina se cruzó con el vídeo por esos meses y algo le llamó la atención. Llamó a María Alché, coguionista, y entre las dos empezaron a investigar. “Cuando Lucrecia me contó del caso — cuenta Alché—, entendimos que había algo extraordinario que no habíamos visto en casos similares. Ese plano y contraplano abre preguntas, cómo la imagen puede ser prueba, cómo puede ser defensa, cómo resiste al tiempo. Entonces nos encontramos con una pila de papeles desordenados. Eran 11 cuerpos judiciales, cada uno de 1.200 páginas, más la causa penal. Primero quisimos apurarnos, pero era imposible. Terminamos leyendo hoja por hoja, cargando todo a una base de datos. Solo eso nos llevó un año”. En ese archivo minucioso, entre testimonios, fotos y expedientes, la persecución contra los Chuschagasta llevaba cientos de años. La prueba era irrefutable.
La comunidad vive en esas tierras, en la Provincia de Tucumán, desde hace 350 años. A lo largo del tiempo los llamaron de mil formas: cuchagastas, chuchagasti, chucha, indios. Los desplazaron, los hostigaron, los amenazaron con desalojarles. Un banco compró el territorio donde habían vivido siempre. Pero ellos no quieren hablar, no quieren negociar algo que es suyo. “En el diálogo se pierde —dicen a cámara— porque en el diálogo se entrega algo, parte de la tierra”.
‘Nuestra tierra’ es el resultado de un trabajo colectivo. Fueron 13 años leyendo expedientes judiciales, escribiendo, reuniendo piezas junto a un equipo de antropólogos, historiadores y periodistas expertos en esa zona de Tucumán
Este documental es el resultado de un trabajo colectivo. Fueron 13 años leyendo expedientes judiciales, escribiendo, reuniendo piezas junto a un equipo de antropólogos, historiadores y periodistas expertos en esa zona de Tucumán, quienes constantemente aportaron piezas clave. “El antropólogo y director de fotografía, Ernesto de Carvalho, dio talleres de cine en la comunidad. El montajista Jerónimo Pérez Rioja trabajó con Martel en el material del juicio y en las fotos. Cada etapa fue una forma de aprendizaje, una reeducación para quienes participamos”, explica Alché.
El guión está atravesado por la audiencia pública. Martel pone una cámara dentro de la sala y así incorpora las voces de las personas implicadas: hombres y mujeres de Chuschagasta contando su historia; terratenientes blancos afirmando ser dueños de una tierra que dicen haber comprado; abogados incómodos; jueces leyendo sentencias. Finalmente, Amín fue condenado a 22 años de prisión. A sus cómplices, los expolicías Luis Humberto Gómez y Eduardo José del Milagro Valdivieso Sassi, les dieron 18 y 10. Años después, quedaron en libertad.
Nuestra tierra vuelve sobre un eje que está presente en toda la obra de Martel: el racismo heredado, el legado colonial, la violencia de las instituciones. Pero aquí no hay velos. En el centro hay un asesinato filmado, un juicio demorado, una comunidad que resiste. Y una pregunta abierta: qué puede esperar un pueblo que sobrevivió a todas las crisis, que vive en casas mínimas en medio del monte, que se niega a abandonar su territorio.
Esta pregunta resuena mientras la cámara se eleva y los drones capturan un territorio infinito. Las casas levantadas por la comunidad siguen ahí, mientras reafirman derechos y el despojo continúa, como en tiempos de la colonia. “Hay en ellos una resiliencia y una persistencia enorme —asegura cuenta Alché—, se nota en cómo se relacionan con los animales, con la comida, con el espacio. Ese conocimiento ancestral que los mantiene ahí. Esa otra manera de mirar el mundo. Y, claro, lo que pueden esperar es justicia”. En ese choque abrupto entre despojo y permanencia, Martel encuentra en el paisaje una serie de registros contundentes para narrar esta historia.
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