El caso Pujol llega a juicio: cuatro décadas de poder bajo examen

Más de doscientos cincuenta testigos desfilarán en un juicio que reabre una de las grietas centrales de la política catalana.
Barcelona Pujoles Ladrones
Álvaro Minguito Pintada ofensiva para la familia Pujol en Barcelona.
22 nov 2025 05:50

A pocos días del inicio del juicio a Jordi Pujol, previsto para su fase oral el 24 de noviembre, el proceso ha quedado súbitamente envuelto en una duda que no figuraba en ninguno de los tomos del sumario: la posibilidad real de que el principal acusado no esté en condiciones de sentarse ante el tribunal. Los forenses de la Audiencia Nacional han concluido que el expresident, hospitalizado por una neumonía y afectado por un deterioro cognitivo severo, podría no estar capacitado para afrontar un procedimiento tan largo y complejo. Por eso, el tribunal ha decidido que comparezca inicialmente por videoconferencia para valorar de primera mano su estado. Solo después se sabrá si el juicio —largamente esperado, largamente retrasado— podrá celebrarse tal como estaba previsto.

Este telón de fondo inesperado no altera, sin embargo, la dimensión histórica del caso: cuatro décadas de poder, influencia y relatos cruzados que ahora buscan —o intentan— ser interpretados bajo la luz fría de un tribunal.

El mito y el hombre

Jordi Pujol es el padre de la patria moderna de Catalunya. No se puede entender la historia reciente del país sin pasar por su figura. Gobernante-rey de la Generalitat durante veintitrés años, Pujol fue un president que ganó elecciones con mayorías absolutas descomunales y que contribuyó a construir buena parte de las instituciones catalanas del posfranquismo, además de moldear su idiosincrasia política y cultural.


La otra cosa a tener en cuenta es que Pujol era un hombre con un plan. La política suele ser un oficio de visión cortoplacista, más táctico que estratégico. Él, en ese sentido, era un político distinto. Se preparó durante años para llegar al poder, pero su misión no era la de ostentar el poder por ostentarlo; quería moldear una nación —Catalunya—, a su imagen y semejanza. Y en parte lo consiguió.

De joven viajó por España para conocer mejor aquellas zonas —Murcia, Galicia, Andalucía, Extremadura— de donde procedían muchos de los recién llegados a Catalunya durante los grandes movimientos migratorios internos de los años sesenta y setenta. Con 29 años, siendo gerente de un pequeño banco llamado Banca Dorca, fue detenido y torturado tras ser acusado de orquestar campañas antifranquistas. Lo condenaron a siete años, pero solo cumplió uno: se acogió a la amnistía que el régimen concedió para celebrar el vigésimo quinto (y fatídico) aniversario de Franco al frente del Estado español.

La Fiscalía acusa a Jordi Pujol y a sus siete hijos de formar durante décadas un grupo organizado que habría aprovechado la posición institucional del expresident para obtener beneficios económicos

Si la experiencia como banquero le fue útil para conectar con los deseos y aspiraciones de la burguesía catalana, el hecho de haber pasado por prisión durante el franquismo le otorgó un halo de legitimidad y respeto que lo protegió durante años ante los sectores más izquierdistas de la sociedad catalana. El mito del hombre y del país duró incluso más allá de su último gobierno. Hasta el 25 de julio de 2014. Después, todo se desmoronó.

El sistema, la caída y la trama

Hablar del caso Pujol no es hablar únicamente de una familia con cuentas en el extranjero ni de un expresident que confesó tener dinero oculto en Andorra. La Fiscalía acusa a Jordi Pujol y a sus siete hijos de formar durante décadas un grupo organizado que habría aprovechado la posición institucional del expresident para obtener beneficios económicos, ocultarlos mediante estructuras opacas, mover grandes cantidades de dinero sin justificar y defraudar a Hacienda. Las acusaciones incluyen asociación ilícita, blanqueo de capitales, delitos fiscales y falsedad documental. Se les han pedido penas que van de ocho a casi treinta años.

Pero el caso trasciende lo penal. El sumario cristaliza una sospecha antigua en la vida política catalana: la idea de que el poder funcionó durante años con una lógica paralela, sostenida por lealtades, silencios y normas no escritas. El pujolismo creó un ecosistema donde la proximidad al president operaba como una forma de capital político, especialmente en los primeros años de la autonomía, cuando Pujol encarnaba la estabilidad en un Estado aún centralizado.

La figura del conseguidor encaja en esa dinámica. No eran grandes conspiraciones, sino una práctica cotidiana basada en la autoridad prestada del apellido y en un país pequeño donde la información circulaba rápido y de manera informal. Las preguntas nunca eran directas; bastaba con saber a quién llamar. Y la familia Pujol disponía de una red relacional sin equivalentes.

Buena parte del crecimiento económico catalán dependía de concursos público; en ese escenario, la proximidad a la familia Pujol era percibida como una ventaja competitiva

Mucho antes de que se hablara abiertamente de corrupción, ya existían señales de alarma. El caso Banca Catalana consolidó un reflejo defensivo según el cual cualquier acusación contra Pujol se interpretaba como un ataque a Catalunya. Ese mecanismo —comprensible en una sociedad construida en gran parte desde la resistencia— acabó generando un punto ciego colectivo: decisiones que en otros lugares habrían provocado escándalo se normalizaron aquí como parte del paisaje.


El poder simbólico también jugó un papel esencial. La Creu de Sant Jordi —la máxima distinción civil de la Generalitat, una mezcla de reconocimiento cultural y legitimación pública— funcionaba como un mecanismo de ordenación social. No solo premiaba trayectorias individuales, sino que tejía alianzas, reforzaba complicidades y construía una constelación de figuras influyentes que orbitaban alrededor del poder. Que varios procesados del caso la hubieran recibido no significa que el reconocimiento tuviera una función perversa, pero sí revela que esas élites estaban conectadas por lazos más profundos que la mera coincidencia.

Y, por supuesto, el rol que jugó tejido empresarial catalán también es indispensable para comprender el sistema. Siempre lo es. Desde finales de los ochenta, la Generalitat tuvo un papel crucial en la modernización de infraestructuras, en la reordenación urbanística y en la captación de inversiones. Buena parte del crecimiento económico catalán dependía de concursos públicos, licitaciones y decisiones regulatorias. En ese escenario, la proximidad a la familia Pujol era percibida como una ventaja competitiva. No hablamos de órdenes directas, sino de gestos, llamadas, encuentros en despachos discretos. El tipo de prácticas que no dejan necesariamente rastro documental y que, precisamente por eso, refuerzan la hipótesis de que el sistema funcionaba a partir de expectativas compartidas.

En un procedimiento marcado desde su origen por sombras, silencios y lealtades invisibles, ahora es la fragilidad física y cognitiva del protagonista la que proyecta una última duda

El caso Pujol revela así una tensión de fondo que atraviesa Catalunya desde hace décadas: la dificultad de construir instituciones sólidas sin que acaben apropiadas por quienes las dirigen. La caída de la familia no es solo la caída de un apellido poderoso, sino la evidencia de que el sistema político había funcionado durante demasiado tiempo en una zona de confort donde la fidelidad pesaba más que la vigilancia democrática.

Por eso, cuando la trama salió a la luz, no se derrumbó solo una familia. Se resquebrajó un orden entero: un modo de entender el país estrictamente ligado al concepto de “catalanidad” que el patriarca de los Pujol encarnaba, con su moral institucional y su (corrupta) arquitectura de poder.

El presente: en qué punto está el juicio

Más de diez años después de la confesión pública de Pujol, el caso entra finalmente en su fase decisiva. El juicio, fijado para el lunes 24 de noviembre de 2025, reunirá más de doscientos cincuenta testigos, informes periciales y un sumario que abarca desde operaciones financieras en los años ochenta hasta movimientos bancarios detectados tras 2010. La magnitud del proceso —y el hecho de que llegue tan tarde— hace que muchos lo vivan como un ajuste de cuentas con la arquitectura política del pujolismo…Esto, claro, en caso de que el juicio se acabe celebrando.

El reciente ingreso hospitalario de Jordi Pujol, de 95 años, por una neumonía, añade una capa más de incertidumbre a la situación. El tribunal ha decidido que Pujol comparezca inicialmente por videoconferencia el mismo día de inicio de la vista, con el objetivo de evaluar de forma directa si está —o no— en condiciones de afrontar el juicio. Esa decisión, aparentemente técnica, abre un abanico de posibilidades que van desde una declaración telemática puntual hasta la suspensión de la causa contra él. Nada está garantizado.

En un procedimiento marcado desde su origen por sombras, silencios y lealtades invisibles, ahora es la fragilidad física y cognitiva del protagonista la que proyecta una última duda. Nadie ignora que un hombre de 95 años puede enfermar o deteriorarse rápidamente, pero en un caso donde el poder operó durante décadas en piloto automático, cada nuevo acontecimiento adquiere una resonancia difícil de separar de la lectura política.

Catalunya, sin embargo, necesita poder pasar página y saldar una deuda histórica con su memoria e identidad. Solo así comenzará a cicatrizar el trauma en el cual se halla inmersa, de donde beben no solo las tensiones del presente, sino también la lectura —a menudo contradictoria— de su propio pasado. Porque, al fin y al cabo, el caso Pujol obliga a hacerse una pregunta incómoda: ¿qué parte de aquel poder formaba realmente parte de la historia del país… y qué parte pertenecía únicamente al mito que todos, en mayor o menor medida, contribuyeron a sostener?

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