Caribe
Granada: ecos de una revolución abortada

Granada fue durante algunos años símbolo de una América alternativa. Esta isla caribeña sirve de recuerdo fehaciente de las lecciones de Fanon, Malcom X y todos aquellos que se han atrevido y se atreven a cuestionar la estructura imperial
Maurice Bishop, líder de revolución en Granada, con Fidel Castro el 1 de Mayo de 1980 en Cuba.
Maurice Bishop, líder de revolución en Granada, con Fidel Castro el 1 de Mayo de 1980 en Cuba.
10 mar 2025 06:00

La Doctrina Monroe vuelve a la palestra. El “Make America Great Again” de Trump requiere, ya sin pudor, de la sumisión del hemisferio occidental a Washington. Las declaraciones en esta línea se suceden. Desde anexionar Canadá y Groenlandia hasta retomar el control del Canal de Panamá, pasando por la supresión de la criminalidad latinoamericana por la vía armada. 

Innecesario. Ese es el adjetivo más apropiado para semejante retahíla de afirmaciones. Ninguna de las localizaciones mencionadas corre el riesgo inmediato de emanciparse de la hegemonía estadounidense y suponer una amenaza. El relato trumpista reacciona a la emergencia multipolar haciendo gala de una “ansiedad hegemónica” con respecto a su control continental.     

Nada de esto es nuevo. Hace más de 40 años, Estados Unidos ya necesitó ser socorrida de su decadencia. En aquella ocasión fue Ronald Reagan quién acudió al rescate con un plan de choque neoliberal. Su presidencia significó la cúspide de la plenipotencia estadounidense, pero, paradójicamente, estableció los cimientos de la crisis más profunda que ha conocido la nación. ¿Cuál era la amenaza que merecía semejante reacción? Una parte sustancial de la respuesta se encuentra en una pequeña isla del Caribe: Granada. 

Defender EEUU… ¿de qué?  

La mañana del 25 de octubre de 1983, la isla de Granada amanecía con una flota militar frente a sus costas. A bordo iban 7.000 marines y 300 efectivos de la Fuerza Pacificadora del Caribe (CPF). Ellos serían los encargados de derrocar al general Hudson Austin del poder y restaurar la democracia. Y lo consiguieron. En un conflicto de tres días, más asemejado a una operación policial que a una guerra reintrodujeron a la micronación al orden liberal.  

Una violación flagrante de la soberanía de un Estado que costo alrededor de un centenar de vidas no suscitó nada más que tímidas reacciones por parte del Reino Unido y las Naciones Unidas. Condenas que, en palabras de Ronald Reagan no afectaron “en absoluto el desayuno”. El mandatario sacaba músculo y la ínsula retornaba a la indiferencia mediática. 

En los libros de historia pasaría la siguiente justificación: la invasión era necesaria para frenar la agresión comunista en América, ya que el país era una base cubano-soviética que servía como nexo de comunicaciones entre Moscú y el sandinismo en Nicaragua. El epicentro de todo este argumentario es el aeropuerto internacional Point Salines y la longitud de su pista de aterrizaje. Y es que sus 2.700 metros representaban la materialización de un nuevo proyecto de país.

La “Isla de las Especias” se encontraba en pleno proceso de ebullición social. Forzada a la especialización en dicho sector agrícola y con una población de exesclavos, el país arrancaba su aventura soberana tratando de diversificar tanto socios internacionales como fuentes de ingreso. De ahí la necesidad de un nuevo aeropuerto que pudiera ser funcional ante la irrupción de una nueva industria: el turismo. 

Sin embargo, en Washington se optó por tomar la duda como prueba irrefutable. Dónde aterrizaban vuelos comerciales también lo podían hacer los aviones militares de transporte soviéticos; puesto que los tamaños de pista requeridos en ambos casos son similares. Poco importó el informe redactado sobre el terreno del congresista demócrata Ronald Dellums que indicaba el carácter civil de las instalaciones. Tampoco fue relevante el involucramiento de países capitalistas como Canadá o el Reino Unido en la construcción o los intentos de parlamento de Maurice Bishop.   

Con todo, Reagan no se hallaba totalmente errado. Un “fantasma” emergía de la isla. No obstante, este tenía poco o nada que ver con Marx, Engels o Gramsci y todo con Frantz Fanon

La sombra de la amenaza comunista lo engullía todo. Pero… ¿qué papel tenía Granada en la guerra civil en Nicaragua? Ciertamente uno limitado. La geografía jugaba contra cualquier tipo de conspiración internacional que quisiera vincular al país caribeño con Nicaragua. Entre las costas de ambas naciones hay aproximadamente 2.600 kilómetros, el doble de los que hay entre el país centroamericano y Cuba. Distancia que contrasta fuertemente con la porosidad de la frontera con Costa Rica. 

Managua no necesitaba de Granada para resistir el embate de Washington y los Contras. Como tampoco lo requería Moscú. Un Kremlin atrapado en un baño de sangre en Afganistán, que debía hacer frente a la decadencia de su modelo económico y al vacío de poder generado por la muerte de Leonid Brezhnev se empezaba a replegar hacía su esfera de influencia. Así, el único actor directamente interesado en un gobierno comunista en Saint George’s era La Habana, la cual conseguía un socio menor en su causa. 

Pero, tal y como 60 años de castrismo demuestran, Cuba no tiene la suficiente fuerza por sí misma como para cambiar el paradigma geopolítico en América. El fantasma del comunismo no recorría ya el continente. Con todo, Reagan no se hallaba totalmente errado. Un “fantasma” emergía de la isla. No obstante, este tenía poco o nada que ver con Marx, Engels o Gramsci y todo con Frantz Fanon.  

Quitando las “máscaras blancas”  

Nicaragua, Cuba, Guerra Fría, Ronald Reagan, el Kremlin… de eso versa la Invasión de Granada (1983) según el relato occidental. Resulta paradójico que entre las causas de su propia invasión no se contabilice ninguna de las dinámicas coyunturales y estructurales de la ínsula. La vibrante realidad político-social que vivía el país y sus implicaciones teóricas para todo el continente quedan solapadas por un relato simplista.  

En la colonia la realidad aparece desnuda. La ilustración se hizo jirones al entrar en contacto con la realidad de los esclavos bantúes del Caribe. Mientras en París, Londres y Ginebra se reflexionaba sobre el concepto de humanidad, en las plantaciones miles de esclavos contradecían con su sudor y sangre cualquier planteamiento en este aspecto. Las ideas de la metrópolis no tardarían en contravenir los intereses del capitalismo colonial. 

Granada, que hasta entonces había sido una mera pieza disputada por Francia y el Reino Unido, trataba de emular a Haití en la pretensión de lograr una república negra formada por exesclavos. Bajo el liderazgo de Julien Fédon, las masas negras pusieron en jaque al sistema. Su revolución no resistiría más de un año frente a la represión de las superpotencias. Pero su legado trascendió los siglos.    

La tradición revolucionaria antillana dio como fruto la obra de Frantz Fanon. El filósofo martiniqués sintetizó la que es la base de todo el sistema racista imperante a lo largo y ancho de América: la sumisión psicológica de los no blancos a los estándares de estos últimos. Las “máscaras blancas” debían ser desechadas en el camino a la emancipación de los pueblos no caúcasicos.   

Bishop encarnó las esperanzas emancipatorias de las masas. Sus proclamas lo convirtieron en un sinónimo de cambio y empoderamiento en el subconsciente colectivo granadino

Esta premisa fue la causa y origen de la invasión. Granada se deslizaba hacia la independencia de la mano del laborista Eric Gairy en lo que se pretendía que fuera una tranquila transición que no perturbara los roles de Washington y Londres en las Antillas. No obstante, la herencia revolucionaria lo obligaría a desviarse de dicha senda. El proyecto neocolonial iba a  requerir de la supresión violenta de la oposición mediante la “Mongoose Gang”. Y la sangre volvió al río.   

Frente a Gairy se alzaba Maurice Bishop, un líder revolucionario que inspiraba sus discursos en las premisas de Fanon y las independencias africanas. Como dirigente del movimiento socialista New Jewel Movement (NJM) Bishop encarnó las esperanzas emancipatorias de las masas. Sus proclamas lo convirtieron en un sinónimo de cambio y empoderamiento en el subconsciente colectivo granadino. 

Bishop y su movimiento debían ser reprimidos. En la oficina del primer ministro se ultimaban los planes de su detención cuando Gairy decidió realizar una visita oficial a Nueva York. Ese fue su fin. Los revolucionarios se adelantaron y efectuaron un golpe de Estado que barrió a las fuerzas del ejecutivo.     

La revolución fue corta, pero fructífera: se establecieron la educación y la sanidad universales y  gratuitas, los sectores estratégicos de la economía fueron nacionalizados, se impulsó la vivienda social y se diversificaron las relaciones internacionales. Así, durante cuatro años, Granada fungió como la antítesis de su exmetrópolis. Mientras Reagan destrozaba el bienestar social en nombre de la libertad y arruinaba las comunidades afroamericanas en su cruzada contra las drogas, Bishop ofrecía un modelo emancipatorio para dicho colectivo. 

Y la reacción no tardó en llegar. El gobierno norteamericano impuso un bloqueo comercial y un aislamiento diplomático que exacerbó las disputas teóricas internas dentro del NJM. Sumidos en un callejón sin salida, las tensiones estallaron alrededor de cuestiones sobre la pureza marxista de la revolución. La flexibilidad y el capital político de Bishop fueron vistos con desconfianza por sectores del partido y el ejército que exigían un acercamiento al formato soviético. 

Mientras Reagan destrozaba el bienestar social en nombre de la libertad y arruinaba las comunidades afroamericanas en su cruzada contra las drogas, Bishop ofrecía un modelo emancipatorio para dicho colectivo

El experimento llegaba a su fin. Bernard Coard y Hudson Austin, como representantes del partido y las fuerzas armadas respectivamente, depusieron y arrestaron a Bishop. La población se alzó, logrando excarcelar momentáneamente a su líder. Pero nada de ello sirvió. El ejército abrió fuego contra la multitud y el mandatario granadino terminaría en el paredón de fusilamiento.  

Reagan acababa de ganar la partida. Con el gobierno granadino deslegitimado y manchado de sangre, los engranajes del neocolonialismo norteamericano no tardarían en poner a la superpotencia al frente de una coalición que iba a “defender la libertad” del intervencionismo soviético erradicando de raíz el más mínimo acto de soberanía afroamericana.      

Ecos de Granada en la era trumpista

Ronald Reagan y Donald Trump tienen algo en común: ambos son vendedores natos. Y su producto es el “sueño americano”. Un sueño que se compone de una mezcla de individualismo capitalista, moral cristiana protestante y estructura social racista. Todo fusionado y aglomerado bajo el concepto de libertad.  

Aparentemente, la libertad solo tiene un color: el blanco. Estados Unidos es en sí mismo una gran “máscara blanca” que, de un modo u otro, logra que poblaciones autóctonas, ex-esclavos e inmigrantes de todas las procedencias adopten como propias las ambiciones, temores e inquietudes de sus élites políticas e intelectuales.   

Dicha estrategia es la herramienta más efectiva con la que cuenta la Casa Blanca en su dominio sobre el hemisferio occidental. Por ende, cuando el statu quo se siente amenazado, se produce una máscara más amenazante que es distribuida en masa dentro de la sociedad y exportada al extranjero. De esta manera, desde Argentina a Alemania se vota por maquillar las carencias con una apariencia más feroz. 

Pero no hay antifaz que camufle la decadencia. China domina con creces el mercado mundial a través de sus exportaciones, incluido la mitad del continente americano. Como tampoco lo hay para homogeneizar bajo las ideas propias a un millón de personas. Ante las proclamas de Trump, Bukele, Milei y compañía siempre va a quedar Granada. 

Granada a modo de símbolo de una América alternativa. Granada como recuerdo fehaciente de las lecciones de Fanon, Malcom X y todos aquellos que se han atrevido y se atreven a cuestionar la estructura imperial. Voces negras, amarillas y marrones que replican los ecos de una revolución abortada, que aún tiene una cita pendiente con la historia.   

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