Brexit
La UE y la “soberanía”

Si algo queremos es debilitar la soberanía. Contra Trump y sus apologetas, contra Juncker, no puede haber poder que no sea desafiado, ninguna decisión que no pueda ser sometida a revisión democrática.

Contra el Brexit
Protesta contra el Brexit en Liverpool. Foto de Tim Jokl.
Traducido para El Salto por Samuel Pulido.
19 nov 2018 11:00

I. El lenguaje de la “soberanía” es corrupto. Es el lenguaje de la derecha. Puede que sea inevitable, pero en cambio es preferible, allí donde sea posible, hablar de democracia.

La pertenencia a organizaciones multilaterales, desde la UE a la OMC, no debilita la “soberanía” de ningún Estado nacional. No es así como funciona. La soberanía, en la medida en que es la autoridad centralizada de los escalones superiores del Estado, ha sido reforzada por estas instituciones.

II. La UE es un buen ejemplo de cómo funciona. La crítica de derecha sostiene que es un super-estado liberal, cosmopolita, en formación. Una burocracia artificial, racionalista, sustituye al Estado nacional. Muchos liberales aceptan esta fantasía, colocando un más donde los reaccionarios sitúan un menos. (¡Derechos humanos! ¡Sostenibilidad! ¡Deliciosa maravilla!). Ambos comparten implícitamente la idea de que la soberanía del Estado nacional está siendo reducida.

E intuitivamente, lo que dicen parece obvio. Después de todo, el derecho de la UE es superior a la ley nacional. Es una legislación que inicia una Comisión no elegida democráticamente, y que tiene prioridad sobre la legislación que proponen políticos electos. Además, el Tribunal de Justicia en Kirchberg (Luxemburgo) tiene “supremacía judicial” a la hora de interpretar la ley. Esta es una condición para poder ser Estado miembro de la UE. Lo cual parece que erosiona la soberanía estatal.

Para explicar el estado de la Europa de hoy, uno tiene que mirar a los desafíos que enfrentaron las grandes empresas europeas a finales de los años setenta del pasado siglo

Pero si adoptásemos esta perspectiva, sería difícil explicar por qué los Estados nacionales habrían cedido voluntariamente dicha soberanía, y por qué desde lo alto del Estado británico hoy pelean con uñas y dientes para asegurarse de que la soberanía continúe cedida. ¿Por qué reducirían su propio poder de ese modo tan apasionado? Podemos ver por qué los nacionalistas de derecha terminan chachareando teorías conspiratorias acerca de la traición nacional, Soros, el “marxismo cultural”, etc. Buscan una versión adaptada al siglo XXI del complot judeo-bolchevique. Estamos en sus etapas iniciales.

III. Es una cuestión de competitividad. Para explicar el estado de la Europa de hoy, uno tiene que mirar a los desafíos que enfrentaron las grandes empresas europeas a finales de los años setenta del pasado siglo. Las tasas de beneficio eran bajas, la productividad todavía era baja comparada con la de los Estados Unidos, y la competencia japonesa estaba exprimiendo a las empresas. Los trabajadores sindicados eran demasiado fuertes y los Estados estaban sobrecargados de demandas democráticas. Antiguos poderes coloniales como Gran Bretaña habían fallado en su estrategia alternativa para construir relaciones económicas con las antiguas colonias.

El mercado único, con una moneda única, fue la respuesta a todo ello. Daría al capital más libertad de movimiento, permitiéndole encontrar las áreas de inversión más beneficiosas. Permitiría economías de escala, sobre la base del crecimiento por toda Europa de órganos rectores interconectados y de redes comerciales regionales. Disciplinaría los mercados de trabajo y pondría límites a las demandas salariales. La unión monetaria crearía una divisa estable con bajos costes de transacción y precios reducidos para los bienes, para competir efectivamente en un sistema post-Bretton Woods. Al vincular el valor de las monedas con el marco alemán, restringiría también la política monetaria de los Estados nacionales.

Los Estados europeos, dirigidos por Thatcher y Kohl, estaban experimentando un giro neoliberal en la elaboración de políticas. El concepto de “austeridad expansiva” fue un intento por parte de los economistas de teorizar la práctica de los gobiernos europeos, en particular de Alemania occidental, durante los años ochenta.

Una importante excepción a esta tendencia fue la elección en 1981 de un gobierno socialista en Francia, con una agenda keynesiana. Este gobierno llegó al poder después de que años de gobierno austero hubiera incrementado el desempleo y debilitado la moneda. El gobierno propuso obras públicas, nacionalizaciones, inversiones estatales en pequeñas empresas, proyectos de infraestructuras, una semana laboral de 35 horas. Mitterrand estuvo interesado principalmente en usar el dirigismo de posguerra para dar al capitalismo francés una ventaja competitiva. Muchas de los elementos de izquierda del programa fueron concesiones a sus aliados electorales comunistas.

Al principio se pudo aplicar buena parte de esta agenda. Mitterrand implementó los incrementos de gasto y las nacionalizaciones que había prometido. El crecimiento y el empleo aumentaron. Pero las empresas ya no podían soportar el dirigismo de posguerra. Las inversiones del sector privado seguían siendo débiles. Los mercados financieros castigaron las nacionalizaciones y el aumento de gasto del gobierno hundiendo la moneda. Francia tuvo que intervenir reiteradamente para rescatar el franco. Además, como era un miembro del Sistema Monetario Europeo (SME, precursor de la eurozona), se negó a sí misma el control sobre su política monetaria que hubiera sido necesaria para sostener sus políticas. Si abandonaba el SME, retomaría el control sobre los instrumentos de política monetaria, pero perdería en los mercados financieros. Mitterrand retornó a la agenda austeritaria de Giscard D'Estaing, y la llevó mucho, mucho más lejos.

IV. Así, las principales instituciones europeas fueron formadas por las emergentes ortodoxias neoliberales: mercados competitivos, disciplina fiscal, política monetaria restrictiva. Pero fueron forjadas por decisiones de las élites estatales, especialmente aquellas situadas en el corazón del sistema europeo emergente. El Acta Única Europea, el Tratado de Maastricht, el Tratado de Ámsterdam... todos reflejaron este compromiso con la disciplina de mercado.

Las reglas que fueron introducidas posteriormente, tales como el Pacto de Estabilidad y Crecimiento, comprometieron a los Estados miembros a políticas fiscales y monetarias cada vez más restrictivas. Cada año, se espera que los Estados miembros presenten sus presupuestos nacionales al Consejo Europeo antes de que sean tomados en consideración por los parlamentos nacionales. Dichos presupuestos se evalúan en relación con diversos criterios de competitividad: si los niveles salariales son poco competitivos, o si las pensiones son consideradas como insostenibles, por ejemplo, se les dirá que reconsideren su programa. Los estados con niveles de endeudamiento de más del 60% del Producto Interior Bruto, que son la mayoría de los Estados miembros, deben implementar duras estrategias de reducción de deuda, y pueden ser sancionados si no lo hacen.

La UE, al hacer circular la política a través de centros cerrados de toma de decisiones antes de retornarla a los Estados nacionales, hace como si la misma fuera heredada de algún dios remoto y arrogante

Si esto parece una pérdida de soberanía, vale la pena preguntarse por qué las élites estatales votaron por estos tratados y optaron por permanecer en ellos. Incluso allí donde, como en los Estados más pobres, redujeron la rentabilidad y el crecimiento de sus grandes corporaciones. Estas políticas ya estaban apoyadas por las secciones más amplias del capital dentro de los Estados miembros. Ya tenían el apoyo de los elementos que lideraban la administración de cada Estado.

Pasa lo mismo con el famoso 'déficit democrático' de la UE. Refleja el modo por el cual los Estados nacionales ya estaban siendo reformados según líneas neoliberales. Es un error pensar en el neoliberalismo como un ‘fundamentalismo de libre mercado’. Aparte de una minoría libertariana, la mayoría de los neoliberales no creen en un mercado desreglado. Creen que los mercados necesitan ser apoyados y protegidos por una actividad estatal expansiva. También creen que la acción estatal está comprometida por la competición político-partidista. Por ello, buscan degradar las instituciones democráticas dentro del Estado y reforzar las instituciones ejecutivas que puedan imponer ‘imparcialmente’ las reglas y los códigos morales de un orden de mercado.

La naturaleza no democrática de las instituciones europeas refleja patrones de funcionamiento de los propios Estados nacionales: el fortalecimiento del poder ejecutivo, el debilitamiento de la competición partidista, la devolución de la elaboración de políticas a instituciones no electas, privatizadas o semi-privatizadas.

V. La UE, al hacer circular la política a través de centros cerrados de toma de decisiones antes de retornarla a los Estados nacionales, hace como si la misma fuera heredada de algún dios remoto y arrogante.

De este modo, no solo beneficia a las élites de los Estados nacionales que con frecuencia formulan estas políticas en primera instancia, sino también a las fracciones más poderosas del capital. Aquellos con conexiones regionales, departamentos mutuamente relacionados, capaz de beneficiarse de economías de escala y de transportar la producción a los sectores más rentables.

Lo que pasa con la derecha pro-Brexit no es la apuesta por más ‘soberanía’. Estaría muy dispuesta a firmar cualquier número de acuerdos multilaterales restrictivos y poco democráticos. UKIP ya dijo que el TTIP ya habría sido firmado si el Reino Unido no formase parte de la UE.

Lo que quieren es reformar el poder soberano, no ampliar la soberanía nacional per se. El bloque de poder estatal existente favorece a las grandes empresas, y especialmente aquellas localizadas en la City de Londres. Estas empresas hace tiempo que aceptaron la orientación hacia Europa como la manera más eficiente de modernizar el capitalismo británico.

La derecha pro-Brexit no estaría donde está si el proyecto europeo de promover la competitividad hubiera resultado exitoso. La productividad europea, el crecimiento y los niveles de empleo siguen siendo pobres en relación con los de los Estados Unidos. Precisamente porque no puede ser un ‘súper-estado federal’, carece de los instrumentos políticos y de las ventajas competitivas de los Estados Unidos.

En el contexto histórico de una crisis del capitalismo, a la que se vincula una crisis de la eurozona, se forjó a lo largo del tiempo el resentimiento de los capitalistas de pequeño o mediano tamaño. Por no mencionar a sus aliados, que incluyen algunos grandes capitalistas atípicos y algunos sectores más pequeños de la City. Ellos quieren reformar el bloque de poder alineado con la UE bajo la rúbrica de ‘retomar el control’. Quieren un capitalismo al estilo de Hong Kong, con un mínimo de Estado de bienestar y un máximo de derechos de propiedad. Quieren una reubicación del Reino Unido en la división internacional del trabajo, con ventajas competitivas basadas en recortes fiscales, supresión de salarios y un clima regulatorio amigable.

Este es el sustrato material de la retórica volkish [populista o folclórica, n. del Ed] sobre la soberanía nacional, en la que la conexión transparente y carismática entre gobernantes y gobernados está garantizada por una pertenencia racial y nacional. Esto no va de democracia. Si acaso, el influjo de fuerzas democráticas en el Estado sería catastrófico desde este punto de vista. Debilitaría y comprometería el poder del soberano. Ataría el poder de decisión política a todo tipo de demandas colectivas.

En mi opinión, la alternativa de la izquierda no puede ser la articulación de su propio discurso ‘soberanista’. Para nosotros, la cuestión debe ser la democracia. El reclamo de instrumentos políticos por parte de un Estado nacional sirve de poco si todo lo que hace es reforzar el poder indiscutido y supremo del soberano. Si algo queremos es debilitar la soberanía. Contra Trump y sus apologetas, contra Juncker, no puede haber poder que no sea desafiado, ninguna decisión que no pueda ser sometida a revisión democrática.

Abajo el soberano, arriba la turba democrática.

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