‘L'arbre’, de Fina Miralles
‘L'arbre’, de Fina Miralles. L'arbre i l'home. Paraules a l'arbre, 1975/2020. Colección MACBA. Consorcio MACBA. © Fina Miralles.

Fina Miralles o el arte de desaparecer

El Premio Nacional de Artes Plásticas 2025 no convierte a Fina Miralles en una artista institucional, más bien revela la incapacidad del sistema para generar figuras verdaderamente subversivas.

El Premio Nacional de Artes Plásticas 2025 ha sido concedido a Fina Miralles. A primera vista, puede parecer un simple acto de justicia histórica: una reparación simbólica hacia una artista que, desde los márgenes, ha transformado las formas de mirar y de hacer. Pero en el caso de Miralles, el reconocimiento tiene otra lectura. Porque su obra y su vida han sido precisamente una larga retirada de las instituciones, del mercado y de la espectacularización del arte. Que el Estado premie hoy a quien cuestionó sus estructuras revela una contradicción: el sistema cultural necesita integrar aquello que le fue ajeno para seguir sosteniéndose.

Desde los años 70, Fina Miralles se situó en un territorio de disidencia. En obras como Translacions (1973-1974) trasladó fragmentos de la naturaleza a los espacios del arte, desbordando las fronteras entre lo natural y lo construido, entre lo vivo y lo domesticado. Su cuerpo se volvió superficie de interrogación: el cuerpo de una mujer que no se ofrece al deseo ni al consumo, sino que observa, existe, incomoda. Su gesto no fue ilustrar un discurso feminista o ecológico, sino producir un pensamiento desde la experiencia: la tierra, el cuerpo, el lenguaje como territorios de resistencia frente al dominio.

En plena euforia del arte conceptual y la institucionalización del experimentalismo, Miralles eligió salirse del circuito. En los años 80 se retiró a Cadaqués, a una vida cercana a la naturaleza

En plena euforia del arte conceptual y la institucionalización del experimentalismo, Miralles eligió salirse del circuito. En los años 80 se retiró a Cadaqués, a una vida cercana a la naturaleza. Ese gesto —tan sencillo, tan radical— fue también una obra: vivir de otro modo, escuchar la tierra, no producir imágenes para el mercado, sino vínculos. Frente al capitalismo cultural, que convierte todo en mercancía —también la disidencia, también el dolor—, su práctica propuso una desposesión deliberada. No buscar visibilidad, sino sentido. No acumular, sino cuidar.

Su obra es una forma de ecofeminismo encarnado: une la crítica al patriarcado y al extractivismo con una práctica de atención, de lentitud, de comunión

Cuando el MACBA le dedicó la retrospectiva Soc totes les que he sigut (2020) quedó claro que su trabajo no pertenece al pasado, sino al presente que intenta imaginar salidas al colapso. En un tiempo de crisis ecológica y agotamiento simbólico, su pensamiento resulta profundamente actual: no hay emancipación sin una transformación radical de nuestra relación con lo vivo. Su obra es, en ese sentido, una forma de ecofeminismo encarnado: une la crítica al patriarcado y al extractivismo con una práctica de atención, de lentitud, de comunión.

El Premio Nacional no convierte a Miralles en una artista institucional, más bien revela la incapacidad del sistema para generar figuras verdaderamente subversivas. Al premiar su vida y su obra, el Estado parece reconocer, quizá sin saberlo, que el arte que importa hoy es el que no produce espectáculo, sino conciencia. El que no promete salvación ni rentabilidad, sino escucha y vulnerabilidad. Miralles nunca ha buscado representar la naturaleza ni el cuerpo: quiso ser con ellos, estar en relación. Su obra no imita el mundo: lo habita. Entre sus obras, hay una que siempre conmueve especialmente: L’arbre, la serie de fotoacciones que Fina Miralles presentó en 1975 en la Llotja del Tint de Banyoles, dentro de la exposición Valors actuals del Costumari Català en les arts plàstiques. Junto a Josep Domènech y Jordi Pablo, Miralles propuso entonces una revisión de la cultura popular catalana a partir del Costumari català de Joan Amades. Pero mientras los otros artistas trabajaban con objetos, ella eligió un interlocutor distinto: el árbol, ese ser que atraviesa la historia humana como símbolo de vida, raíz y memoria.

L’arbre se compone de tres series. En “L’arbre i les matèries naturals”, Miralles pone en diálogo al árbol con barro, piedras, plumas, fuego o con su propio cuerpo, buscando afinidades entre las materias del mundo. En “L’arbre amb personalitat humana”, presta al árbol un gesto, una temporalidad, una forma de humanidad. Y en “L’arbre i l’home”, explora la relación entre el cuerpo humano y el vegetal, reivindicando su vínculo profundo. Cada acción lleva como título una descripción casi doméstica: vistiendo al árbol, frutos de piedra, palabras al árbol, atada al árbol. Gesto, cuerpo, materia: una gramática mínima para hablar de comunión.

En el texto que acompañaba la muestra, Miralles escribía que el árbol es el ser natural que más ha dado al hombre: cobijo, alimento, fuego, protección. Que en las culturas más antiguas fue divinizado por instinto de conservación. Esa idea —la divinidad de lo vivo— atraviesa toda la serie. L’arbre no representa la naturaleza: la habita, la reconoce, la escucha. En tiempos de hiperproductividad y desarraigo, su gesto se siente como una forma temprana de pensamiento ecofeminista: un intento de deshacer la separación entre arte y vida, entre cuerpo y entorno, entre lo humano y lo más que humano.

En un presente dominado por la velocidad, la acumulación y la estetización de la política, la trayectoria de Fina Miralles ofrece una lección ética y poética. Crear no es competir ni producir novedad: es sostener lo común, cuidar los vínculos, dar tiempo a la vida

En un presente dominado por la velocidad, la acumulación y la estetización de la política, la trayectoria de Fina Miralles ofrece una lección ética y poética. Crear no es competir ni producir novedad: es sostener lo común, cuidar los vínculos, dar tiempo a la vida. Su ecofeminismo no se enuncia, se practica. Es un modo de estar en el mundo, una estética de la relación frente a la cultura del dominio. Por eso su premio no es un cierre, sino una grieta: un recordatorio de que también hay poder en desaparecer, en desobedecer al ruido, en volver a la raíz.

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