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Es 16 de noviembre de 1978 en Madrid, y hace frío. Poco más de dos años han pasado desde que el Proceso de Reorganización Nacional en Argentina forzó a miles de personas a reinventarse en otro tiempo y otro espacio. Y muchas de ellas lo han hecho aquí y en el resto de España. Es noviembre en Madrid y hace frío, mientras que allí, en Argentina, se avecina un verano en el que muchos estudiantes y trabajadores simplemente desaparecerán de sus trabajos, de las aulas de la universidad, de sus calles y de su historia.
Como así ha venido sucediendo desde hace dos años en ese lugar, muy cerca del fin del mundo, donde cada día, por lo menos, falta una persona más, y de la que nadie sabe cuál es su paradero.
Es 1978, año en el que Argentina acaba de ser sede y campeona del Mundial de Fútbol, pero ya es noviembre, el calendario marca el día 16, y en Madrid ya está haciendo frío. Al menos así es para Cristina: una joven platense de 33 años que acaba de aterrizar en el aeropuerto de Barajas con sus dos hijos, María y Juan Diego (de tres y dos años, respectivamente), después de haber “cruzado un túnel hacia la libertad”.
Ellos acaban de vivir de cerca los horrores de una dictadura que persiguió, torturó y desapareció a sus detractores en sitios como El Olimpo, un centro clandestino de detención donde los hombres de aquel régimen militar jugaban a ser dioses y a decidir sobre la vida y la muerte de quienes tenían la desgracia de terminar ahí. Y hoy, a 40 años de aquel tormento, Cristina Rota (La Plata, 1945), una referencia indiscutible en el mundo actoral y cultural de habla hispana, se abre para hablar de las heridas que tiene abiertas desde entonces.
A su esposo, el también actor Diego Fernando Botto, lo desaparecieron en 1977. Y, como a él, a otros 30.000 argentinos (entre 1976 y 1983). Entonces nadie sabía a dónde se los habían llevado. No había cifras ni versiones oficiales, solo rumores: de que en las escuelas preguntaban a los niños sobre el oficio de sus padres; de que en el trabajo cada semana faltaba un compañero más; de que a los campos de fútbol cada domingo iba un hincha menos; y de que en la Escuela de Mecánica de la Armada entraban más personas de las que salían.
Sin Diego Fernando, Cristina se quedó sola con sus dos hijos. Por seguridad, y para sortear la represión, tuvieron que vivir en 14 casas distintas durante ese último año. Hasta que un día llegaron a una de aquellas residencias y vieron que había sido allanada. Y fue entonces cuando ella decidió que no necesitaba más avisos: tomarían el primer vuelo hacia Madrid. Sí, hacia el exilio.
Y aquí, en la capital de España, ya a salvo, continuó con su proyecto de vida: la creación de un centro para la interpretación escénica y fomento cultural. Un año más tarde, en 1979, la actriz, profesora y productora fundó el Centro de Nuevos Creadores, cuna de reconocidos actores como Alberto San Juan, Penélope Cruz, los hermanos Alterio o José Coronado, entre muchos otros. Pero a poco más de cuatro décadas del inicio de la dictadura que le obligó a rehacer su vida a 10.000 kilómetros confiesa que dentro de ella hay un dolor que no la ha abandonado. Como si su vida hubiese sido parte del guion del filme Garage Olimpo (1999), solo que la suya no es una ficción. La suya es parte de una muy cruda realidad.
Dolor. Así comienza respondiendo a esta entrevista cuando se le pregunta por los últimos recuerdos de la Argentina que se vio forzada a abandonar. Pero también por las duras pruebas de vida que tuvo que sortear en una España que, de acuerdo con ella, seguía siendo muy poco receptiva al que llegaba de fuera. Durante una transición que abarcaba mucho más allá de lo político, exclusivamente.
El acento español con el que se presenta comienza a diluirse, poco a poco, y asoman atisbos de argentinidad a lo largo del encuentro.
¿Qué recuerda de su llegada a España?
Sentí una liberación inmensa. Unas horas antes, en Ezeiza [el aeropuerto internacional de Buenos Aires] había vivido una angustia tremenda. Finalmente había decidido irme de la Argentina para que mis hijos pudiesen vivir en un mundo de libertad. Pero una vez que habíamos cruzado las puertas de embarque entre la sala de espera y el avión nos avisaron de que el vuelo se retrasaría debido a unos desperfectos. Y yo no me lo creí, pensé que todo era una patraña, y entré en pánico.
Tenía mucho miedo de que nos estuviesen buscando y de que nos “chuparan” [cuando las patotas —los grupos operativos del régimen militar— secuestraban a los sospechosos de subversión]. La angustia era tremenda, y no fue sino hasta que el avión despegó que me di cuenta de que todo aquello quedaba atrás. Y durante esos momentos solo pensaba “¿qué pasará con mis hijos?”.
¿Y una vez en Madrid?
Fue como si se me hubiesen abierto las puertas hacia el sol después de haber vivido un largo viaje hacia la libertad. Pero una vez instalados, los primeros meses aquí no entendía absolutamente nada. Me resultaba incomprensible tanto encono, tanto rencor entre la gente. Porque si alguien tenía un ligero acento vasco o andaluz, era discriminado. Por tanta desconfianza y discriminación que había hacia los extranjeros. Una de las primeras personas que me acogió me dijo, sobre ser actriz en España: “Olvídate de eso. Aquí, todos los actores están en el paro, y los extranjeros no son bien recibidos”. Te echaban de un taxi si no tenías acento español. O no te alquilaban un piso por miedo a que fueses un estafador. Así que esa paranoia contra el de fuera no es nueva.
Y para comprender cómo era la sociedad española, le pedí a un amigo que me recomendara algunos libros: todos fueron sobre historia.
También recuerdo que, al mes de haber llegado, fui al cine y una persona me reconoció y me pidió un autógrafo. Se dirigió a mí como “Cristina Rot” [su antiguo nombre artístico]. Y justo ahí fue cuando me di cuenta de que yo ya era otra persona, e inmediatamente cambié mi apellido a Rota. La película era El Cazador [de Michael Cimino] y salí de aquella sala con lo que hoy entiendo que fue un ataque de pánico. Me revivió todo lo vivido durante los últimos años en Argentina.
Todavía me siento llegando. Y siento que ha pasado una eternidad. Cuando llegas en un exilio tienes que estar tan ocupado en sobrevivir, en volver a ser¿Qué exactamente?
Horror… horror… horror.
¿Ha vuelto a Argentina?
Poco. No me dan ganas de volver. La última vez que fui fue cuando murió mi madre, en el año 2000. Aunque mis hijos sí. Ellos quieren que sus propios hijos conozcan sus raíces. Pero a mí me duele mucho, es una herida que no se borra nunca, y que llena de culpa. Culpa por sobrevivir.
¿Por qué eligió España?
Por error, quizás [risas]. En México no iba a poder cerrar mis heridas. California era demasiado contrastante. Decidí venir a España por la afinidad cultural, no por cuestiones familiares [aunque su abuelo era de origen navarro y educado en León].
¿Cómo es la vida en Madrid a cuatro décadas de haber llegado?
El tiempo es relativo. Todavía me siento llegando. Y, contrariamente a ello, siento que ha pasado una eternidad. Cuando llegas en un exilio tienes que estar tan ocupado en sobrevivir, en volver a ser, en no contradecir tu proyecto de vida. En no ser un sobreviviente solamente y en no hundirte en la melancolía y la nostalgia. En aprender a no vivir con rencor, el cual no te deja avanzar. En preguntarte “¿qué tengo para dar?”. Durante mucho tiempo me prohibí llorar, por mí y por los míos.
¿Dónde queda todo el dolor?
Elaborándolo como puedes. Aunque acompaña para el resto de la vida. Voy a morir con mucho dolor. Si no vives un duelo, si no entierras a tus muertos, nunca mueren. Siempre estás esperando encontrarlos a la vuelta de la esquina. Y eso es lo perverso y maquiavélico de las dictaduras.
¿Se refiere a Argentina exclusivamente?
Y a España también. Argentina quedó dividida con un odio feroz de los que se quedaron por los que nos fuimos. Y de los que nos fuimos por lo que no hicieron los que se quedaron.
“Crear es vivir dos veces”, decía Camus.
Cuando llegué, me preguntaba “¿qué puedo yo hacer en este país para sentirme útil y poderme integrar sin culpa?”. Y me di cuenta de que ésta era una tierra fértil para hacer un centro de creación teatral, pero con un sentido lúdico, un punto de encuentro de todas las artes, de cooperativismo. Donde dinamizar el pensamiento para dinamizar a la sociedad.
Argentina se dirige hacia otra gran recesión económica, como parece que sucede cada década. ¿La crisis es solo financiera?
Ya está en ella. Y no, no es solo económica o financiera. Es ideológica. Nosotros somos un pueblo bastante melancólico y nos cuesta mucho ser felices. Parece que necesitamos vivir del dolor para luego renacer. Pero no es una cuestión de psicología, sino de historia. Siempre tenemos que sentir que estamos liberándonos.
Lo que sucede ahora con Macri es producto de la ceguera. Aunque viene también de antes. Si el gobierno anterior hubiese hecho un cambio ideológico profundo, y no reformista, la situación de ahora sería distinta.
Lo que más me duele es que la gente haya confiado en un hombre de las fuerzas más reaccionarias, y con una política dedicada a la optimización de las grandes fortunas en detrimento del resto de la población. La clase media se cae, la clase media-baja se empobrece, y los pobres caen hasta lo paupérrimo. Como si el castigo de Prometeo no terminase frente a un omnipotente e incuestionable Zeus.
En Argentina hay una tradición, más parecida a la italiana, de que la cultura sabe vivir bajo el agua. Cuando no puede ir por arriba, va buceando¿Dónde queda la cultura en todo esto?
En Argentina hay una tradición, quizás más parecida a la italiana, de que la cultura sabe vivir bajo el agua. Es decir, cuando no puede ir por arriba, no hace como Prometeo que se expone. No. Cuando no puede ir por arriba, va buceando. Siempre está sobreviviendo y haciendo algo, como lo hacíamos en nuestra época. Si te cerraban un teatrito clandestino, abrías otro, etcétera. Ahí, en la cultura, como en todas las artes, se explora mucho, muchísimo. Pero por desesperación. Porque hay que tener la ilusión de querer cambiar el mundo, aunque siempre sea gambeteando a la censura.
Regresando al tema de España. Los ímpetus nacionalistas a raíz del independentismo catalán.
[Suspiros]. Me cuesta entenderlo. Porque yo fui educada con una ideología de ir hacia un mundo sin fronteras, de ir caminando hacia un mundo más humano, más abierto. Y entiendo la justicia de las reivindicaciones históricas. Claro que las entiendo, pero si solo fuera por eso, nos tendríamos que agarrar todos a tortazos [risas]. Porque Argentina le ganó una guerra a Paraguay en la que le quitó la mitad de su territorio, y ‘este’ le ganó otra guerra a ‘otro’, y así sucesivamente.
Me cuesta entender a Cataluña fuera de esta península que ¡es nada en el universo!, ¡es chiquitita! Somos como la punta de un alfiler. Pero lo que en realidad me cuesta entender es la necedad del ser humano. Y, cabe mencionar que no me siento representada por los políticos, por su rotunda incapacidad de diálogo.
¿Acaso no vimos los indicios de esto? Si estaba ya ahí, desde hace treinta años o más. Siempre hubo independentismo. Y ¿qué pasa? Que nadie hizo nada. Porque nadie lo quiso ver. ¿Y luego? Pues viene el Estado, como Zeus, y tira el Artículo 155 encima. Y eso me parece una torpeza enorme. Es un error político.
¿Qué estamos fomentando?, ¿por qué los individuos que formamos esta sociedad no exigimos el diálogo?
¿De lo contrario se es cómplice?
¡Por supuesto! “Toda indiferencia es criminal”, también decía Camus.
¿Siguen aún abiertas las heridas del pasado?
¡Claro! Y nadie quiere cerrarlas de verdad. Nadie quiere hacerlo de fondo. No se trata solamente de sacar a un dictador de donde no tiene que estar. Eso solo es una medida, pero no es una solución.
Memoria e historia. Maurice Halbwachs, sociólogo francés, víctima en el campo nazi de Buchenwald en 1945 que acuñó el término ‘memoria colectiva’, decía que ambos términos no podían coincidir en uno mismo. Es decir, no creía en la ‘memoria histórica’.
La memoria histórica es fundamental para la salud del individuo. Y también la memoria sensorial, la emotiva… Sin memoria no existen afectos, y sin afectividad no se puede construir. Es la única herramienta que tenemos para crecer.
Por otra parte, la historia es científica. O debiera serlo, pese a que la escriban los vencedores. Y está basada en hechos reales y comprobados. Es decir, tiene que ser de lo contingente, de lo a posteriori, de lo ya comprobado por la experiencia. No en hechos apriorísticos como la memoria. En eso estoy de acuerdo.
Pero la memoria histórica no es una contradicción. Porque se trata de una memoria basada en una realidad de los hechos demostrados. Por eso es fundamental para construir nuestro presente.
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