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América Latina
El estallido colombiano
Una declaratoria de guerra contra un enemigo que no porta armas ni uniformes, un despliegue masivo de uniformados por terrenos en los que no hay combates ni fuego enemigo, pero aparecen personas muertas, heridas, mutiladas, cegadas intencionalmente, torturadas, abusadas sexualmente o desaparecidas. Esto es lo que ha ordenado el pasado domingo el presidente colombiano, Iván Duque, paralelamente a que funcionarios de su Gobierno se reúnen con algunas de las organizaciones participantes en el paro nacional que, desde el 28 de abril, sacude a Colombia.
Duque ha ordenado desplegar efectivos de uno de los ejércitos más numerosos y cuestionados por violaciones de derechos humanos del continente para despejar las carreteras y calles del país que han sido cerradas por los manifestantes, es decir, ha enviado militares altamente armados, entrenados y bien financiados a atacar a civiles que no tienen armas, entrenamiento ni dinero bajo la ambigua premisa de que ‘hagan todo lo que tenga que hacer para recuperar el orden’, un llamado cuyas consecuencias son más que previsibles.
El costo de la errática estrategia de Iván Duque: 43 asesinatos, 18 abusos sexuales, 146 personas heridas con armas de fuego y 33 con lesiones permanentes en sus ojos, según la ONG Temblores. 379 personas están desaparecidas
El costo de la errática estrategia del mandatario, que combina una brutal represión con llamados a un diálogo con pocas claridades y aún menos garantías, ha sido extremadamente alto: este viernes se contabilizaban 43 asesinatos, 18 abusos sexuales, 146 personas heridas con armas de fuego y 33 con lesiones permanentes en sus ojos, entre otras agresiones atribuibles a los uniformados, según la ONG Temblores, un grupo de jóvenes que viene documentando la brutalidad policial en medio del paro. Además, la Comisión de Búsqueda de Personas Desaparecidas, una institución estatal creada con los acuerdos de paz, aceptó hace pocos días que podrían existir más de 379 personas desaparecidas forzosamente en medio de estos hechos, como denuncian organizaciones de víctimas.
No obstante, hasta ahora las balas, los gases y la violencia de una Fuerza Pública que se siente respaldada por el Ejecutivo para cometer cualquier abuso no ha menguado la potencia de este levantamiento popular, el más importante de la historia reciente del país sudamericano. Las propias cifras del Gobierno, que no es para nada una fuente confiable, hablan de más de 5.690 acciones de protesta que han cubierto al menos 600 de los 1.103 municipios de Colombia y han sacado a la calle a unas 878.000 personas.
Esto, claro, sin contar lo que ocurre en las ventanas y balcones durante los cacerolazos, o la enorme participación digital en redes sociales de una población que ha transformado sus formas de manifestarse, expandiendo su inconformidad hacia internet en medio de las limitaciones que le ha impuesto la pandemia. Hoy es imposible contar la cantidad real de gente movilizada, mientras la aprobación de Duque y su mentor y dueño en la sombra de los hilos del poder, el expresidente Álvaro Uribe, ha caído a niveles insospechados en medio del empobrecimiento generalizado, los escándalos de corrupción, el pésimo manejo de la crisis sanitaria y la sistemática eliminación de líderes sociales y excombatientes comprometidos con el acuerdo de paz en uno de los países más peligrosos del mundo para la defensa de los derechos humanos y el medio ambiente.
A cambio de lo que le sobra a las fuerzas oficiales en recursos, a la gente que ha salido a la calle le ha sobrado convicción. Nada pareciera menguar sus ánimos, a pesar de que ya ha logrado que cayera la reforma tributaria que originó la actual protesta y que renunciara su autor, el poderoso ministro Alberto Carrasquilla. También ha llevado a la renuncia de la canciller Claudia Blum en momentos de una condena internacional generalizada hacia la violencia estatal en la que la diáspora colombiana y diversas organizaciones defensoras de derechos humanos han tenido un papel protagónico, y poco antes de una solicitud de visita oficial de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos al país, toda una pesadilla diplomática para un régimen tan aislado como atornillado neciamente al poder.
Mientras tanto, las demás medidas legislativas del llamado ‘paquetazo’ de Duque que despertaron la ira popular o bien duermen el sueño de los justos en el Congreso, como la reforma a la salud, o son discretamente mantenidas en silencio mientras las cosas se aplacan, como los proyectos de flexibilización laboral, de entrega de las pensiones a fondos privados o el retorno de las fumigaciones con glifosato sobre los campos y selvas del país en una política antidrogas que lleva más de dos décadas demostrando su fracaso.
Hasta ahora las balas, los gases y la violencia de una Fuerza Pública que se siente respaldada por el Ejecutivo para cometer cualquier abuso no ha menguado la potencia de este levantamiento popular, el más importante de la historia reciente del país sudamericano
La gente sigue en la calle. Los jóvenes que han protagonizado la revuelta junto a los pueblos indígenas, maestros, trabajadores, camioneros, campesinos y mujeres siguen levantando escudos de lata para protegerse de las balas oficiales y usando como armas su palabra y sus manos para hacerse sentir. Nadie sabría cuánto tiempo van a durar las marchas, concentraciones, cierres de vías, tropeles callejeros y actos culturales que han marcado estas jornadas de protesta, tampoco en qué termine el torpe intento de negociación del Gobierno que se niega a discutir la desmilitarización como condición mínima para el diálogo que le han exigido tanto el Comité Nacional de Paro como otros sectores movilizados, mientras el terror de Estado se apodera de las ciudades en las noches. En Colombia reina la incertidumbre, pero también la esperanza que da una única certeza: los colombianos están inconformes como nunca antes y eso no será más lo que solía ser.
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El gobierno de Duque se apoya en los USA y la Unión Europea para cometer sus atrocidades desde hace mucho tiempo. La explicación es que los USA y la UE se apoyan en Duque y su gobierno para lograr sus objetivos extractivistas, que son mucho más importantes para ell@s que cualquier derecho humano del tipo que sea. Y desde luego que España siempre ha estado a una con sus socios europeos defendiendo este estado de cosas corrupto y asesino.