América Latina
El despertar de Chile

El estallido social chileno y el movimiento que le siguió están consiguiendo aquello que no pudieron hacer los partidos políticos en tres décadas: acabar con la herencia neoliberal que Pinochet dejó blindada en la Constitución de 1980.
Equipo rescatista en Chile
21 jul 2021 06:00

“En medio de esta América Latina convulsionada veamos a Chile. Nuestro país es un verdadero oasis. Tenemos una democracia estable, el país está creciendo, estamos creando 170.000 empleos al año y los salarios están mejorando”. Con estas palabras se refería a Chile su presidente, Sebastián Piñera, tan solo diez días antes del estallido social que cambiaría el país para siempre. Un oasis que finalmente resultó ser un espejismo que se desvaneció a golpe de barricada en octubre de 2019.

La tarde del viernes 18 de octubre de 2019, tras una semana de manifestaciones lideradas por los estudiantes a causa de un aumento del precio del billete de transporte público, las calles de Santiago estallaban, dando comienzo a una revuelta que en poco tiempo se extendería por el resto del país. Mientras una amplia mayoría social se unía a las protestas, las élites chilenas reaccionaban con absoluta incredulidad. Quienes hace tan solo unos días calificaban al país de “oasis” eran incapaces de entender las razones que llevaban a cientos de miles de personas a abarrotar las calles, golpear sus cacerolas y montar barricadas. La esposa del presidente Piñera, Cecilia Morel, en una muestra más de la incapacidad de las altas esferas de entender lo que estaba sucediendo, comparó las movilizaciones con una invasión alienígena en un mensaje de audio que se filtró sin su consentimiento y que corrió como la pólvora por los medios de comunicación y las redes sociales. Y es que, efectivamente, para quien no acostumbra a salir de los barrios altos del sector nororiente de la capital —las comunas con mayor renta per cápita del país— toda esa gente que se echó en masa a las calles, eran poco menos que extraterrestres. Vivían en planetas distintos. 

En ese otro planeta habitado por quienes salieron a tomar las calles, había jóvenes endeudados por pagarse la universidad, ancianos con pensiones de miseria después de haber trabajado toda la vida, una sanidad y una educación privadas, y un modelo que generaba cada vez más desigualdades. Y para estos extraterrestres, una nueva Constitución se convirtió en la demanda que tenía la capacidad de aglutinar el resto de sus peticiones, como la sanidad y educación públicas, la sustitución del Estado subsidiario por un Estado garante de derechos, la plurinacionalidad y el reconocimiento de los derechos de los pueblos originarios o la propiedad pública del agua. Un conjunto de medidas que cargaban duramente contra el modelo chileno, defendido a ultranza por las élites, y que durante muchos años se vendió al mundo como ejemplo de éxito. 

Para quien no acostumbra a salir de los barrios altos del sector nororiente de la capital —las comunas con mayor renta per cápita de Chile— toda esa gente que se echó en masa a las calles, eran poco menos que extraterrestres. Vivían en planetas distintos

Bajo este modelo, basado en un Estado mínimo que apenas intervenía en la economía y se limitaba a ser un mero garante del orden público, se vivieron años de enorme pobreza durante la dictadura y un resurgimiento durante los últimos años de esta y la primera década de democracia, donde se mantuvo un crecimiento económico sostenido que en algunos ejercicios superó el 10%. Sin embargo, este crecimiento no consiguió solventar los principales problemas que arrastraba Chile desde hacía tiempo, lo que poco a poco fue generando una bolsa de descontento que tenía que explotar tarde o temprano. El modelo chileno estaba agotado desde hacía tiempo y contra él estalló la población en otoño de 2019.

El modelo de Chicago y la Constitución de Jaime Guzmán

Para entender los orígenes del “despertar” chileno es necesario remontarse hasta la década de los 70, cuando se instauró el modelo económico y social de la dictadura del general Augusto Pinochet. Con la llegada al poder de la Junta Militar, se dio paso a un periodo marcado por las violaciones de derechos humanos, y por un giro en materia de política económica que puso fin a décadas de intervencionismo estatal. Hasta ese momento, Chile había sido un país con una institucionalidad fuerte, apenas había sufrido golpes de Estado o pronunciamientos militares, y los partidos y sindicatos jugaban un papel importante en la vida política y económica del país.

No solo el Gobierno socialista de Salvador Allende había sido favorable a mantener un rol activo del Estado en la economía, y prueba de ello son medidas como la reforma agraria impulsada por la administración democristiana de Eduardo Frei en los 60, que redistribuyó miles de hectáreas a través de expropiaciones, o la nacionalización del cobre, que recibió el voto favorable de todos los partidos del parlamento. Este paradigma cambiaría con la llegada al poder de Pinochet, que imprimió un giro neoliberal a la política económica del país apoyándose en los economistas de la Escuela de Chicago. Una apuesta que rompía con una larga tradición de intervencionismo económico, y que curiosamente se debió más a la necesidad que a las convicciones políticas de los militares. 

Según han reconocido los propios protagonistas, los militares recurrieron a este grupo de economistas chilenos educados en la Universidad de Chicago ante la necesidad de contar con un programa económico con el que enfrentarse a la situación. La experiencia de otras juntas militares en América Latina, que tras tomar el poder no habían sabido qué hacer con él, hizo reflexionar a este pequeño grupo de conspiradores, que pidió a los llamados Chicago Boys que elaboraran un programa de país. Este programa se plasmó en El Ladrillo, un volumen de más de 300 páginas elaborado por el futuro ministro de economía del régimen, Sergio de Castro. El programa, que había sido rechazado en su momento por el candidato derechista Jorge Alessandri por ser demasiado neoliberal, recibió una buena acogida por parte de los militares y del Gobierno de los Estados Unidos —que fue parte activa del golpe contra Allende— y a partir de ahí, el neoliberalismo pasaría a jugar un papel muy importante en Chile.

De Castro formaba parte junto a Rolf Lüders y otras figuras que gozaron de altos cargos durante la dictadura de los llamados Chicago Boys, una generación de estudiantes de Economía de la Universidad Católica de Chile que realizaron los primeros programas de intercambio académico de esta institución con la Universidad de Chicago, cuyo departamento de economía lo dirigía el pope de la escuela monetarista —hoy conocida como neoliberal—: Milton Friedman. Estos chicos de Chicago, con los que nadie contaba hasta la fecha, pasaron de la noche a la mañana a diseñar la política económica del país para la siguiente década. Los pilares de El ladrillo fueron incluidos en la agenda gubernamental de los militares, y De Castro, Lüders y compañía pasaron a formar parte de la nueva élite nacional.

La influencia que tuvo este grupo durante la dictadura solo es equiparable a la de Jaime Guzmán, considerado como el padre de la constitución de 1980. Guzmán fue uno de los fundadores del gremialismo, una corriente estudiantil surgida en la Universidad Católica en los años 60, próxima en valores al conservadurismo y a la doctrina social de la Iglesia, y cuyos principales ejes de pensamiento eran la dignidad del individuo, la autonomía de las organizaciones intermedias frente al poder político y la subsidiariedad del Estado. Unos ejes que, 20 años más tarde, se convertirían en los pilares del nuevo orden constitucional del país.

Una vez el régimen supo que su misión no sería una simple restauración del orden para apartarse rápidamente del poder, surgió la necesidad de dotarse de una Constitución. Si lo que se buscaba ya no era restaurar, sino refundar el país, era necesario contar con una Carta Magna. En esta dirección empujó Guzmán, que ya contaba con la confianza de Pinochet, y se convirtió en uno de los intelectuales orgánicos del régimen militar. Fue él quien consideró que los pilares en los que se basaba el modelo impuesto por el régimen debían plasmarse en una Constitución si tenían intención de perdurar en el tiempo; y fue él también quien se encargó de impulsar una serie de mecanismos dentro del texto que ayudaran a garantizar su supervivencia. 

Más allá del contenido político de la Carta Magna, con la inclusión del principio de subsidiariedad, o la equiparación entre lo público y lo privado en materia de salud y educación, la Constitución de 1980, aún vigente a día de hoy, se dotó de una serie de “cerrojos constitucionales” que dificultaban cualquier reforma sustancial

Más allá del contenido político de la Carta Magna, el cual se aprecia en la inclusión del principio de subsidiariedad, o la equiparación entre lo público y lo privado en materia de salud y educación, la Constitución de 1980, aún vigente a día de hoy, se dotó de una serie de “cerrojos constitucionales” que dificultaban cualquier reforma sustancial. El quorum de dos tercios, que impedía reformar los aspectos troncales del texto con una cifra inferior a esta, o el sistema electoral binominal —que fomentaba dos grandes bloques políticos, de los cuales, uno sería la derecha pinochetista que vetaría cualquier cambio con apenas un tercio de los diputados— son algunos de estos cerrojos que blindaron por décadas los fundamentos del régimen pinochetista.

El arquitecto de este entramado fue Guzmán, que nunca escondió sus intenciones, y señalaba que “la Constitución debía procurar que, si llegan a gobernar los adversarios, se vean constreñidos a seguir una acción no tan distinta a la que uno mismo anhelaría”. Quienes han estudiado su figura, aseguran que fue él quien ofreció a los militares “una articulación política basada en un proyecto de largo plazo, haciendo de nexo entre los economistas neoliberales de Chicago y los sectores más conservadores del régimen”. Los Chicago Boys estaban preocupados principalmente por la economía, y Guzmán fue quien se encargó de poner en conjunto los intereses de estos con los de los gremialistas, más centrados en cuestiones políticas y en la arquitectura institucional del nuevo régimen. La síntesis entre estas dos corrientes de pensamiento predominantes en la dictadura quedó grabada en la letra de la Constitución de 1980, que sentó las bases para el establecimiento de un régimen de “democracia protegida”, que en palabras del constitucionalista Fernando Atria buscaba proteger la democracia de sus propios ciudadanos.

La democracia protegida y la imposibilidad de reformar 

Tras la derrota de Pinochet en el referéndum de 1988 vendrían dos décadas dominadas por la Concertación de Partidos por la Democracia. Un conglomerado que aglutinaba a la oposición democrática a la dictadura —desde los socialistas hasta el Partido Democristiano— y que se encargaría de pilotar la transición de Chile a la democracia. 

La transición chilena fue anómala, ya que, a pesar de la victoria popular en el referéndum de reelección de Pinochet en 1988, se hizo bajo las normas impuestas por la dictadura. De esta manera, el dictador abandonó el poder tras su derrota en las urnas, pero se mantuvo ocho años como comandante en jefe de las Fuerzas Armadas, y otros dos años más —hasta 1999— como senador vitalicio. Una completa anomalía democrática que muestra hasta qué punto la transición democrática chilena estuvo marcada por la herencia autoritaria de la dictadura. 

Con esta herencia tuvo que lidiar la Concertación, que nunca llegaría a realizar una transformación radical de las bases estructurales del régimen al no contar con mayorías suficientes. Para cambiar estas bases había que cambiar la Constitución, tarea muy complicada debido a las trabas que contenía el propio texto y que dificultaban cualquier reforma. En estos 20 años de gobiernos democristianos (1990-2000) y socialistas (2000-2010) tan solo se consiguieron eliminar algunos de los enclaves autoritarios del texto. Cambios que fueron importantes, y que contribuyeron a rebajar un poco la herencia autoritaria del pinochetismo, pero en ningún caso a eliminarla por completo. 

Esta imposibilidad de plantear cambios estructurales fue generando poco a poco un descontento que dio sus primeros coletazos con la revolución pingüina de 2006. La incapacidad de reformar la Constitución suponía una limitación política muy importante, y al modelo chileno ya se le iban destapando sus carencias, como un sistema educativo privado, desigual y que endeudaba por décadas a los estudiantes. Contra esto se levantarían los más jóvenes en la revolución pingüina de 2006 y en las protestas estudiantiles de 2011, en lo que sería el anticipo de lo que ocurriría una década más tarde. 

Pocos políticos supieron leer esta necesidad de cambio cada vez más urgente, y una de estas excepciones fue Michelle Bachelet, que tras gobernar en el periodo 2006-2010, presentó un nuevo proyecto que trató de transformar el país en 2013: la Nueva Mayoría. Esta coalición, que incluía esta vez al Partido Comunista, ganó las elecciones de 2013 con un programa que contaba con propuestas mucho más transformadoras en materia económica y social, y que apostaba por la redacción de una nueva Constitución. La propuesta constitucional bacheletista pretendía entre otras cosas establecer un Estado social y democrático de derecho, ampliar el catálogo de derechos fundamentales, fomentar la participación ciudadana, acabar con el quorum de dos tercios y cambiar el sistema electoral binominal por uno proporcional. Un proyecto ambicioso, que entendía que la arquitectura político-institucional chilena requería una enmienda a la totalidad, y que no admitía más reformas parciales.

La existencia de una voluntad popular fuerte que deseaba una nueva constitución, y la imposibilidad de superar la Constitución de 1980 por los cauces institucionales fueron los factores que dieron forma a un estallido social que cambió el país para siempre

Sin embargo, la Nueva Mayoría se topó con la tozudez de la realidad, y, las divisiones internas entre las distintas facciones que conformaban la coalición condujeron a una falta de mayorías lo suficientemente amplías para ejecutar muchas de las reformas que la presidenta pretendía. La legislatura fue un periodo donde se produjeron cambios significativos: se sustituyó el sistema binominal por uno proporcional y se consiguieron importantes avances en materia de derechos, con medidas como la despenalización del aborto. Pero el punto central del Gobierno Bachelet II, la redacción de una nueva Constitución, se quedó muy lejos de implementarse. A comienzos de 2015, el Gobierno impulsó una serie de consultas ciudadanas no vinculantes, en forma de encuentros a nivel local y consultas vía internet, que dieron origen a un documento denominado Bases ciudadanas para la nueva Constitución, que pretendía ser la columna vertebral del nuevo texto. A esta iniciativa debía sumarse algún mecanismo legal impulsado desde el Gobierno que permitiera reemplazar la Constitución de 1980. Sin embargo, la reforma nunca llegó, y el Gobierno tan solo movió ficha cinco días antes de terminar su mandato, presentando al Congreso un Proyecto de Ley por una Nueva Constitución, que el Gobierno de Sebastián Piñera (2018 – hoy) arrojó a la basura apenas tomó posesión del cargo. 

El fallido proceso constituyente impulsado por Bachelet demostró varios hechos que serían muy importantes en los años venideros. La existencia de una voluntad popular fuerte que deseaba una nueva constitución, y la imposibilidad de superar la Constitución de 1980 por los cauces institucionales. Estos dos hechos darían forma a un estallido social que cambió el país para siempre. 

El estallido social. Cuando la política desborda las instituciones

La imposibilidad de plantear una alternativa por los cauces que concedía el sistema fue uno de los fenómenos que dio forma al estallido social chileno. Desde el primer momento, las protestas que estallaron en 2019 adquirieron un fuerte componente antisistémico. No se criticaba una medida concreta, sino que se impugnaba al sistema en su conjunto. Un sistema con enormes desigualdades y que se había demostrado irreformable.

Esta impugnación hizo que, paralelamente a las movilizaciones, emergiera a lo largo del territorio un contrapoder ciudadano en forma de asambleas y cabildos populares. Estas asambleas populares, a diferencia de los cabildos impulsados por el Gobierno de Bachelet, surgieron de manera espontánea, tomando como base organizaciones barriales que existían previamente, o a través de simples grupos de vecinos que comenzaron a compartir espacios y a ayudarse durante las primeras semanas de movilizaciones. Un movimiento popular surgido al margen de las instituciones que reflejaba como la política había desbordado los cauces institucionales del sistema. 

El estallido social chileno supuso que, tras años de inmovilismo y de promesas de cambio incumplidas por la clase política, emergiera un nuevo sujeto político al margen de los partidos, que aún se mantiene activo casi dos años después del comienzo de las protestas. Este rechazo a los partidos no se trataba de ninguna pulsión antipolítica, sino que era el resultado de un descontento acumulado durante años, que había provocado un sentimiento de desconfianza hacia los actores y mecanismos que no habían sido capaces de cambiar el país desde la dictadura. La sensación era que había que romper, que no bastaba con paliar los aspectos más lesivos del texto constitucional, y que el pueblo chileno debía dotarse de una nueva Constitución que recogiera las demandas expresadas por los ciudadanos durante las marchas. Y para ello, la percepción era que seguir asumiendo las limitaciones impuestas por las instituciones y los partidos era frenar un cambio social cada vez más inevitable. 

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Este sentimiento, que continúa presente a día de hoy en una parte importante de la población chilena, ha sido uno de los motores de cambio más importantes a lo largo de todo el proceso constituyente. El empuje desde las calles a finales de 2019 fue el que llevó al oficialismo a ceder y permitir la apertura de un proceso constituyente, y a día de hoy sigue siendo un contrapoder clave en el proceso. En Chile la política desbordó a las instituciones, y al despertar en las calles le ha seguido un despertar en las urnas que ha colocado a casi cincuenta diputados independientes en la cámara constituyente. Ahora, tras iniciar un proceso que ha echado abajo un entramado político-institucional que había permanecido inamovible durante años, ha llegado el momento de construir el nuevo orden que regirá el país durante las próximas décadas. Veremos si el pueblo chileno también es capaz de conseguirlo.

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