Referéndum del 1 de octubre
No soy ni independentista ni españolista, pero también estoy muy triste

La autora defiende que debemos trabajar para formar una sociedad que trascienda los constructos como nación –en todas sus variantes– que se sitúan por encima de los ciudadanos.

Manifestación de estudiantes en Barcelona
Manifestación estudiantil en Barcelona. Victor Serri
Isabel Felis
29 sep 2017 16:30

Españolista e independentista, posiblemente dos de los conceptos con los que menos me identifico. Sin embargo, todo lo que está sucediendo me afecta tanto como a los que sí se identifican con ellos, pues como ellos, tengo valores, ideas, objetivos y sentimientos que se están viendo profunda y dolorosamente atacados.

No puedo identificarme con ninguno de estos dos conceptos por una misma razón, porque me identifico como una persona de izquierdas. Lo que, haciendo referencia a su fin último, para mí, significa la búsqueda de la igualdad entre individuos, de la mejora continua de las condiciones de vida de la mayoría y de la expansión de sus libertades y derechos independientemente –y esto es lo más importante de todo– de todas sus circunstancias demográficas y sociales (origen, clase social, género, identidad sexual, apariencia, raza, opinión, ideología...).

De hecho la democracia ha de consistir, precisamente, en neutralizar las desigualdades que se originan a raíz de estas circunstancias para garantizar que todos los individuos sean libres y capaces de decidir su trayectoria en función de sus propios criterios y no de imposiciones que los limiten. 

¿Por qué se le otorga a Cataluña una capacidad de progreso social superior a la del resto del territorio y a España la culpa de lastrar esa capacidad?

Por tanto, me es imposible identificarme con proyectos políticos nacionalistas como el independentista o el españolista que se basan en constructos como pueblo catalán/español o identidad nacional y cuyo núcleo ideológico reside en la creación de un eje entre unos “nosotros” o “nosaltres” y unos “otros” o “altres” en función de su identidad nacional, motivos por los que ambos me parecen caras de una misma moneda. Cuando alguien dice que se siente catalán, o español, o catalán y a la vez español, no soy capaz de comprender a qué sentimiento concreto están haciendo referencia. 

La 'persendencia' o independencia 'per se' 

Dicho esto, me es todavía más difícil de entender qué significa “independencia”. ¿Qué es? ¿Es un concepto concreto, como deben serlo los proyectos políticos –de los que todos los ciudadanos han de conocer su significado exacto para poder decidir sobre ellos– o por el contrario es un constructo abstracto e indefinible como "amor" o "alma"?

A la hora de hablar de lo que significa y en qué se traduciría, las cosas están inquietantemente poco fundadas. La principal pregunta que se plantea es de dónde proviene el poder omnipotente que se le otorga a la independencia.

"Escucharemos muchas cosas raras estos días. Nos querrán hacer creer que todo esto va de dos palabras, Cataluña y el Estado español, de dos banderas, pero no. Se trata de los que se quieren quedar como siempre, manteniendo el statu quo, y los que queremos (...) progresar. (...) Y de aquellos que impugnan los instrumentos que generamos con un amplio consenso aquí en nuestro país para luchar contra la pobreza energética y favorecen a las empresas eléctricas y los oligopolios que nos hacen pagar la factura más cara de Europa. Este 1 de Octubre las mujeres nos lo jugamos todo, tener una ley de igualdad efectiva entre hombres y mujeres. (...) De eso va el 1-O, de quedarnos igual o (...) avanzar hacia el cambio social. Va de igualdad, va de libertad, va de justicia”, gritaba Marta Rovira, de ERC, en su discurso en el acto celebrado en Tarragona, palabras tras las cuales todo el estadio rompió en aplausos.

Cuál es la base de esta persendencia o creencia per se en el poder de la independencia. Por qué la independencia significa conseguir esos derechos o es el camino necesario hacia su consecución. ¿Es porque la clase política catalana y su electorado son esencialmente diferentes a los del resto de España y solo disociándose por completo de ellos podrá emerger su verdadero ser?

Tanto en Cataluña como en España existen derechas que se han probado corruptas, de ideología neoliberal y con voluntad de favorecer a élites en perjuicio del resto de nosotros y, afortunadamente; tanto en Cataluña como en España, existen partidos con ideologías opuestas e esas derechas. En Cataluña esa derecha ha gobernado de forma casi ininterrumpida desde 1980. Por qué, pues, se le otorga a Cataluña una capacidad de progreso social superior a la del resto del territorio y a España la culpa de lastrar esa capacidad. Por todo el territorio nacional –como por todo el mundo– existen personas reacias al progreso social y personas partidarias capaces de impulsarlo.

Una parte importante del discurso de los políticos independentistas, de Esquerra Republicana y la CUP mayoritariamente, es la inclusividad y diversidad de la hipotética república catalana. Sin embargo, tras comparar la trayectoria política de Cataluña y del resto de territorios, y comprobar que el poder de la independencia no puede radicar en diferencias políticas constatables, si ser catalán o no serlo tampoco tiene nada que ver con esto, ¿cuál es la fuente de poder de la independencia?

El marco discursivo nosaltres-els altres/ nosotros-los otros 

Un ingrediente necesario para una democracia madura es un discurso maduro, esto es, un discurso en el que los conceptos están claramente diferenciados y se evita a toda costa la confusión o distorsión de los mismos. Pero, ¿cómo se construye un discurso? El primer paso es la elaboración de marcos discursivos que, a pesar de parecer naturales o partes de la realidad que ya estaban ahí debido a su grado de integración con el medio; son entes creados, no estaban ahí, determinadas personas han escogido que lo estén.

El marco discursivo en el que se inscribe todo discurso nacionalista es la existencia de un eje nosotros-los otros basado en la identidad nacional, es decir, la creencia de que no todos somos iguales dependiendo de con qué nación nos identifiquemos –dando por hecho que las personas se identifican con naciones–.

Los millones de habitantes del país no son el gobierno del PP y sus errores, así como los millones de catalanes no son Convergència y sus errores

Pongamos como ejemplo los argumentos de la campaña del sí: "Vull un país lliure", "Per què vull un estat a favor i no en contra"... Si inscribiéramos estas afirmaciones en un marco diferente, uno en el que, por ejemplo, los otros fueran las personas de ideología neoliberal y nosotros las personas de izquierdas en busca del progreso social, el eje catalanes-españoles dejaría de tener sentido, pues hay de ambos tipos de personas en ambos territorios de forma completamente independiente a los territorios en cuestión.

El aspecto más difícil de controlar de un discurso es su rápida emancipación del origen o marco del que nació debido en gran parte a la aparente naturalidad del marco. Si yo argumento que el gobierno del PP coarta las libertades de los catalanes, puede parecer un argumento independiente que se ha generado a partir de un hecho puntual llevado a cabo por el gobierno, pero no es así, porque tanto ese hecho puntual como el argumento en su contra que de él se deriva existen porque alguien creó con algún fin –no olvidemos el voto de CiU en 2014 sobre los referéndums de autodeterminación del Kurdistán y el Sahara Occidental, dos territorios cuyas libertades sí estaban siendo realmente sometidas– y logró que españolistas por un lado e independentistas por otro interiorizaran la creencia de que existe un nosotros y un los otros. Por lo tanto, para analizar un argumento o discurso, es muy útil identificar cuál es su marco discursivo y recordar que ese marco no estaba ahí antes de que nosotros llegáramos.

En el discurso de la CUP, que se define como un partido de lucha contra la discriminación de cualquier clase y necesariamente contrario, por tanto, al discurso identitario; observamos una fusión –o confusión– del marco catalanes-españoles con el marco neoliberalismo-izquierda social.

En comparecencias diferentes, Benet Salellas y David Fernández afirmaron en el Parlament no ser españoles, Fernández arguyendo que España es “ese Estado decimonónico que piensa en monarquía, bandera y ejército”. España, como Cataluña, no es otra cosa que millones de personas que han votado a veces en una dirección y otras en otra. Los millones de habitantes del país no son el gobierno del PP y sus errores, así como los millones de catalanes no son Convergència y sus errores. Y ser español o catalán no significa ni implica absolutamente nada más que haber nacido en un lugar u otro. Quien afirme lo contrario está atribuyendo determinadas características a las personas en función de su lugar de procedencia, es decir, atribuyéndoles una identidad nacional.

El extraño caso de la izquierda no redistributiva 

El argumento de la balanza fiscal es un claro ejemplo de argumento que solo puede existir dentro de un marco discursivo concreto y nunca fuera de él. Crea una diferenciación del todo innecesaria entre territorios, ¿por qué es preciso juzgar lo aportado en función de territorios y no únicamente en función de rentas, vivan donde vivan los contribuyentes? Escuchar a un partido que incluso lleva la palabra “esquerra” en su nombre, esgrimir un argumento como este es, cuanto menos, exótico. Saquémoslo de su marco.
La balanza fiscal es un ejemplo de las muchas distorsiones que pueden darse en escenarios en los que se ha conseguido implantar un discurso político-social reduccionista

Si los vecinos de Pedralbes se manifestaran porque pagan más impuestos que los vecinos de Ciutat Meridiana y, además, a cambio, reciben menos becas y ayudas, ¿podría algún partido que se autodefina como partido de izquierdas promover las reclamaciones de los habitantes de Pedralbes? Los más desfavorecidos, comunidades con una renta per cápita más baja que la catalana, aportan menos y necesitan más recursos. No son catalanes contra españoles, como fija el marco discursivo, sino pobres contra menos pobres.

De igual manera, se puede construir un marco discursivo en el que los refugiados son los otros y los europeos somos nosotros e hilvanar un argumento que, dentro de ese marco, sea consistente y afirme que los refugiados vienen a robarnos nuestros recursos. Pero la pregunta es, ¿existe una verdadera necesidad y, es más, existe la capacidad moral, para establecer esa frontera entre nosotros y los refugiados? ¿Qué pasa si la establecemos entre los enfermos y los sanos? Podría construirse un argumento consistente que afirme que los enfermos gastan más de lo que gasta un sano en hospitales sin aportar más por ello.

La presión fiscal en Cataluña, sobre todo para las rentas medias y bajas, es efectivamente más alta que la media española, pero debido a que la Generalitat aplica una carga fiscal más elevada en todos los impuestos en los que tiene competencia. En lo relacionado con la soberanía fiscal o poder de decisión sobre en qué se invierten los recursos, otra vez, no hay razones probadas para relacionar una mejor gestión con la independencia de los catalanes de España.

Hemos visto a políticos y cargos catalanes llevar a cabo una gestión nefasta y ruinosa de los fondos públicos de la misma manera que se lo hemos visto hacer a políticos y cargos no catalanes. También, afortunadamente para todos, hemos visto a políticos y cargos catalanes y no catalanes hacer una gestión responsable de los mismos.

La solución será discursiva o no será

La balanza fiscal es un ejemplo de las muchas distorsiones que pueden darse en escenarios en los que se ha conseguido implantar un discurso político-social reduccionista.

Todo se aparca y justifica en pos de una idea abstracta y ultramontana como es la de identidad nacional. Una vez aceptada esta premisa, los políticos nacionalistas –españolistas e independentistas– cuentan con un cuerpo incondicional de seguidores que les da carta blanca –hagan lo que hagan, dadas las circunstancias, no podían hacer otra cosa– y está dispuesto a defender apasionadamente a los considerados los suyos de los supuestos ataques o agravios acometidos por los considerados los otros sin una reflexión pausada sobre si tanto los supuestos ataques o agravios como la supuesta existencia de dichos bloques son construcciones elaboradas con un fin partidista por los propios políticos nacionalistas –españolistas e independentistas–.

Este escenario ha llevado a la creencia en el desprecio mutuo entre nosotros y los otros. Basta afirmar en una declaración que España le ha hecho esto a Cataluña o Cataluña le ha hecho esto a España –ejemplos del poder de convocatoria de la sinécdoque, ya que no ha habido una sola acción acometida o respaldada por la totalidad de España ni por la totalidad de Cataluña– para incendiar los ánimos.

El éxito de este tipo de discurso radica en que apela a necesidades esenciales de los seres humanos. Por un lado, ver las complejidades que envuelven cualquier aspecto de nuestra vidas simplificadas en un esquema binario. Derivado de ello, el sentimiento de pertenencia al grupo que está en lo cierto con todas sus consecuencias irresistibles: el calor de un grupo de iguales, la fijación de un propósito (la independencia de Cataluña/la unidad de España), la catarsis de la contraposición, la participación en un momento percibido como histórico...

Desgraciadamente, los ciudadanos hemos observado como, uno a uno, los políticos, muy lejos de intentar eliminar esa creencia, han preferido promover su agravamiento. Todos ellos fabrican divisiones innecesarias, imaginarias y contrarias a la igualdad que, en lugar de mejorar nuestra vida, limitan nuestra capacidad para mejorarla.

Hemos escuchado declaraciones tan irresponsables e impostadas –ya que, al no responder a un objetivo común, que es lo que se presupone que hace un político, sino a uno individual, que es lo que se supone que no hace jamás un político; son políticos actuando como si no lo fueran–, como la de Girauta afirmando en la Cadena Ser que la enmienda del PSOE pidiendo una solución pactada es “inadmisible” porque “él no negocia con golpistas”. Como la de Rufián convirtiendo un conflicto político en una fanfarronería efectista tras otra apelando a la víscera fácil a costa de rebajar el nivel del discurso público. Como la de Dastis acusando a los representantes catalanes de adoptar actitudes nazis.

El escenario actual se ha construido con discurso, el nacionalista –españolista e independentista–, y con discurso debe combatirse. Políticos y actores sociales deben construir un discurso que no solo esté fuera del marco discursivo del nacionalismo, sino que construya un nuevo marco que lo trascienda y lo deje obsoleto a ojos de la ciudadanía.

No se trata de prohibir el derecho a decidir, sino de permitirlo, pero poniendo de manifiesto que no existe una necesidad real de decidir sobre si se quiere ser español o dejar de serlo –exactamente igual que no existe la necesidad de decidir sobre si se quiere ser catalán o dejar de serlo o tarraconense pero no catalán o figuerense pero no altoempordanés– porque la nacionalidad no es ni debe ser un aspecto determinante en democracia.

Los otros: la política como privilegio

La actitud de Rajoy y su gobierno de ofrecer la intervención de la justicia y los cuerpos de seguridad del Estado como única herramienta para frenar el tren –después de haber sido parte activa de su avance hacia el precipicio– recuerda a la de un médico que llamara a la policía porque se le está llenando el hospital de enfermos. Suena preocupante y lo es, el presidente y su gobierno han demostrado no tener voluntad alguna de solucionar realmente un problema grave que afecta a sus ciudadanos.

Su gobierno, contrario a cualquier solución razonada, pero partidario de caldear los ánimos para beneficiarse de la polarización, pone de manifiesto que, en vez de entender la política como un trabajo exigente que consiste en mejorar la vida de la ciudadanía a la que se deben y de la cual emanan sus responsabilidades, la ven como un privilegio que una masa molesta –nosotros, los ciudadanos, catalanes y españoles– podemos arrebatarles y que, para ser mantenida, no queda más remedio que, de mala gana, hacer algunos movimientos tácticos totalmente carentes de finalidad relacionada con el bien común, sino exclusivamente con la propia conservación del privilegio. La misma visión de la política que, como ha quedado más que probado, comparte, fil pel randa, la antigua Convergència/ el actual Partit Demòcrata de Catalunya.

Si hay que construir un eje nosotros-los otros, que sea entre los que persiguen el bien común y los que actúan para aplastarlo en pos del bien minoritario

En definitiva, los hechos de estos días son tristes e indignantes, pero en ningún caso, o la interpretación sería tan triste e indignante como los hechos, pueden leerse en clave de España contra Cataluña o españoles contra catalanes.

Arreglemos esto

No soy independentista –en absoluto– y no soy españolista –igual de en absoluto–, pero me siento igualmente agredida y me siento igualmente triste e indignada que los que sí lo son. Al ver a estas alturas a gente envuelta en banderas –las que sean– o a gente gritando qué viva un país determinado –el que sea–, aunque se afirme que hacerlo con una bandera y un país es reaccionario y con las de otro demócrata; solo puedo lamentarme y desear que nos demos cuenta de hacia dónde estamos yendo y comencemos a repararlo.

Juntos, hemos de desandar lo andado, retroceder hasta el origen, la creación de ese marco discursivo, ese eje entre españoles y catalanes. Explicar exactamente qué significaría la independencia, por qué no guarda ninguna relación contrastable con la consecución del progreso social que se le atribuye, sin aludir a emociones ni sentimientos –como sentirse español o catalán o ambas cosas–, sino a conceptos que se traduzcan en mejoras y cambios medibles para la ciudadanía.

Si hay que construir un eje nosotros-los otros, que sea entre los que persiguen el bien común y los que actúan para aplastarlo en pos del bien minoritario. Y todos los partidarios del bien común, catalanes, extremeños, cántabros, andaluces o madrileños, –también con los nosotros de otras partes del mundo–, tenemos que trabajar para poner las instituciones a su servicio y rechazar los discursos que añadan otros bandos que nos separen y alejen, por tanto, de conseguirlo. Todos, ciudadanos y representantes, tenemos que asumir la responsabilidad que el momento requiere y trabajar para formar una sociedad que trascienda los constructos como nación –en todas sus variantes– que se sitúan por encima de los ciudadanos.

No soy catalana, soy de Castellón, llevo ocho años viviendo en Barcelona, desde los 18, pero eso no importa o, al menos, no debería importar, pero me permite decir “catalanes, queremos que os quedéis, nos necesitamos, arreglemos esto juntos”.

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#911
13/10/2017 22:33

Arreglémoslo ya. Gracias por esa reflexión.

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Diálogo ya
3/10/2017 8:33

100% de acuerdo!

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