Opinión
El Procés y nosotras, las izquierdas
La izquierda estatal debe, como mínimo, respetar lo que la sociedad catalana está haciendo. Mejor sería que se solidarizara y apoyara.

El carácter paradójico de la democracia española –que hace ya más de 30 años (d)enunciaba Jesús Ibáñez– quedaría hoy dramáticamente ilustrado en esa declaración de Rajoy en que sin rubor afirmaba que un referéndum en Catalunya “supondría su voladura”.
Hay una continuidad histórica de tensión territorial entre la formación conflictiva y atípica de la nación española en el siglo XIX, y la situación actual. Entre la revolución liberal inacabada, las guerras carlistas, las dos repúblicas, la guerra civil y la dictadura, y el actual régimen del 78 de democracia paradójica u otorgada emanada de la ‘ejemplar’ transición posfranquista –pero no antifranquista–.
Quizá sea fértil pensar el actual Procés como un capítulo de esa larga historia de conflictos y tensiones entrecruzadas. Conflictos de clase –también de/con la campesina, tan olvidada por marxistas y liberales–, conflictos culturales, de género, lingüísticos, y nacionales, etcétera, que no sin drama y violencia han jalonado la modernidad de las Españas.
La vertiente política de este acceso a la modernidad de las tribus hispánicas remite a la lucha por la democracia. Y por lo que vimos durante el 15M, y por lo que vemos en estos días en Catalunya, la revolución democrática española es una tarea pendiente.
Si echamos la vista atrás tendremos que reconocer que, en general, los nacionalismos centrífugos o subalternos –muchas veces en alianza con las izquierdas españolas– han contribuido a la democratización de este país, justo el contrario de lo que ha hecho el nacionalismo centrípeto –ya sea en su versión católico-feudalizante, o en la progresista liberal o jacobina–.
Bien es verdad que en las izquierdas españolas han coexistido, no sin fricción, un alma jacobina centralista y otra federal y autogestionaria. Aunque creíamos que tras el movimiento tectónico de la conciencia colectiva que supuso el 15M, la visión centralista estaba ya definitivamente eclipsada y superada, en estos días hemos asistido a un fenómeno que sí es verdaderamente transversal: la enorme dificultad, cuando no ceguera, de todos los sectores ideológicos a la hora de interpretar lo que está ocurriendo en Catalunya, y cómo esto nos interpela y afecta.
Así, hemos visto a autónomos, verdes, marxistas, libertarios, socialdemócratas, etcétera, defender agriamente posiciones contrarias y contradictorias dentro de sus propias feligresías. Hemos visto cómo personas y organizaciones de todas las procedencias ideológicas se enredaban en argumentos tautológicos como el de las garantías de la votación del 1-0, o cayendo en el “fetichismo de las clases”, o vertiendo juicios y descalificaciones no exentos de soberbia metropolitana y elitista, a veces incluso con cierto hálito paternalista y patriotero.
Hay que decirlo claro: si la estrategia penal-represiva y de tierra quemada de la derecha españolista tiene éxito por debajo del Ebro, es en buena medida a causa de que las izquierdas españolas, que ya perdieron la hegemonía cultural hace lustros, están perdiendo ahora hasta los papeles y haciendo demasiadas veces el caldo gordo a unas élites que ni en Madrid, ni en Catalunya consienten el cuestionamiento del orden monárquico y neoliberal.
¿Cuándo dejamos de comprender que solo la alianza de las izquierdas, de los movimientos sociales y los movimientos de las naciones sin Estado puede hacer frente a la derecha más rancia y predemocrática de toda Europa Occidental?, ¿cuándo se nos cayó de la lista de derechos, que eran patrimonio no sólo de la izquierda sino de todas las demócratas, el de autodeterminación de los pueblos?, ¿no somos capaces de ver que hoy la democracia está siendo erosionada por el triunfo del neoliberalismo, por la gobernanza transnacional de los intereses privados del capitalismo suicida, y que necesitamos urgentemente recuperar la alianza compleja y multidimensional entre todas las sensibilidades subalternas y oprimidas?
No, la independencia efectiva no es posible en el marco constreñido de la globalización neoliberal, y si no lo impedimos, ni siquiera la democracia es capaz de soportar el acoso de la gobernanza oligárquica del régimen neoliberal.
Así puede ocurrirnos con la democracia lo que nos ocurrió con el Estado de Bienestar: que empezaron a desmontarlo y abolirlo aún antes de haber completado su edificación. El riesgo de que se cumpla la utopía neoliberal –que Merkel expresó así “una democracia adaptada al mercado”– es cada vez mayor.
Lo que se dirime en el conflicto catalán es si cabe la posibilidad de que una sociedad empoderada, utilizando las vías de la desobediencia de masas y la lucha callejera, puede forjar instituciones más participativas, y darse ordenamientos jurídicos más democráticos que logren redistribuir solidariamente al menos una parte de la riqueza y el trabajo social. Un proceso constituyente de un nuevo sujeto político que pueda iniciar la senda de la transición ecosocial(ista).
Se trata de apostar por la posibilidad de democratizar profunda y radicalmente nuestras sociedades aplicando irrestrictamente el principio de subsidiariedad, y acometiendo una descentralización integral de las estructuras estatales y autonómicas en favor de las municipales y biorregionales.
Y esto no solo porque las instituciones cuanto más pequeñas y cercanas son más susceptibles de ser controladas y determinadas desde la sociedad, sino porque instituciones ancladas al territorio y controladas por las comunidades son las más apropiadas para iniciar y conducir las grandes transformaciones materiales y culturales que necesitamos para enfrentar los retos del cambio climático, la acogida de refugiadas y refugiadoss, el agotamiento de recursos energéticos y minerales, la destrucción salvaje de la biodiversidad, y el colapso del actual modelo de civilización industrial.
El Procés catalán es una de las mayores crisis del régimen del 78. Como en todo “momento populista”, pujan en él elementos contradictorios, componentes burguesas, conservadoras, al lado de deseos de ruptura, de emancipación, de liberación colectiva.
Nada impide que en la crisis actual puedan prosperar los relatos más virtuosos: los que apuntan a las verdaderas soberanías, la alimentaria y la energética en primer lugar, la cultural también. Nada impide que en las revueltas aguas de la tensión territorial no crezcan los antagonismos más radicales de clase, y que empecemos a porfiar por el decrecimiento, la justicia norte/sur, la justicia ambiental y la responsabilidad colectiva ante las generaciones venideras de nuestra especie y de las demás.
Soy optimista, quiero ser optimista, quiero creer en la salud de la sociedad catalana, en su rabia cívica, creo en su historia, en sus luchas, recuerdo el entierro de Ernest LLuch, o el "No tenemos miedo" con que se respondió a la salvajada de las Ramblas…
Nos han dado tantas lecciones de democracia, de virtud republicana, de moral ciudadana que ni los pájaros de peor agüero de la izquierda autoritaria y/o traidora me van a quitar la esperanza de que nos estén dando otra.
La izquierda estatal debe, como mínimo, respetar lo que la sociedad catalana está haciendo, mejor sería que se solidarizara y apoyara, y ya sería un regalo el que lo celebráramos y aprendiéramos las lecciones que el Procés, con sus aciertos y errores, nos está brindando. En la seguridad de que los avances en Catalunya reverberan en las luchas del resto de pueblos peninsulares y europeos, y en la seguridad también de que sus derrotas son también nuestras.
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