Opinión
Mientras tanto, nosotres: fascismo y jerarquía racial

La necesidad de articular alianzas estratégicas contra el fascismo y contra su auge, no puede ir en detrimento de la organización antirracista de base porque cuando sus emergencias acaben las nuestras seguirán ahí.
Masacre Melilla BCN - 1
Una mujer sujeta un cartel contra las necropolíticas sobre la pancarta de la ILP Regularización Ya. Bárbara Boyero

Su banalización ha permitido su crecimiento constante en forma de gobiernos a lo largo y ancho del norte global, de la instensificación del genocidio contra el pueblo palestino y un goteo incesante de manifestaciones de la política del terror. Sin embargo, la verdadera amenaza de la extrema derecha, la violencia que supone su existencia, permanencia y auge, no es algo nuevo.

El fascismo, en este estado y en todos, crece porque hay un marco y contexto que lo permite. Más allá de las causas que han permitido el auge de la extrema derecha en contextos concretos y a nivel global, hay un marco discursivo de jerarquía que acepta ‘’que racistas hay en todos lados’’.

Racismo
El antirracismo político y las alianzas contra el fascismo

Los colectivos racializados interpelan a la sociedad y el Estado, a la izquierda y al feminismo, sobre racismo y colonialidad. 

Probablemente, la imprecisión del límite a la libertad de expresión, ha permitido que debamos respetar la existencia de las organizaciones fascistas, incluso aceptar que formen parte del sistema político y del debate público. Es difícil pensar que este límite está bien definido jurídicamente por los mismos estados que perpetúan la violencia colonial y racista allá donde van. Los mismos que, ‘“preocupados por los derechos humanos’’ establecieron constituciones elocuentes después de la Segunda Guerra Mundial mientras seguían colonizando e imponiendo su jerarquía del mundo y de los seres humanos.

Es difícil que el estado liberal se planteara constitucionalmente una violencia estructural opresiva como límite a la libertad de expresión puesto que era él quién la llevaba a cabo

Decía el preámbulo de la Cuarta Constitución francesa: “tras la victoria de los pueblos libres sobre los regímenes que pretendían esclavizar y degradar a la persona humana, el pueblo francés proclama una vez más que todo ser humano, independientemente de su raza, religión o credo, posee derechos inalienables y sagrados’’. Mientras, nuestros hermanos argelinos no solo vivían la división racial del trabajo siendo ellos y ellas los cuerpos explotables para la reconstrucción infraestructural y económica francesa después de la II Guerra Mundial sino que además vivían esa jerarquización en su propio territorio colonizado, donde la violencia imperial campaba a sus anchas. Es difícil, como decía, que el estado liberal se planteara constitucionalmente una violencia estructural opresiva como límite a la libertad de expresión puesto que era él quién la llevaba a cabo.

El Tribunal Constitucional español en el caso de Violeta Friedman (un caso en relación a las declaraciones de un nazi que ponía en duda el holocausto y reclamaba el retorno de un Führer contra las cuales se querella una señora judía cuya familia había muerto en el horror de los campos de concentración), en sentencia de 1991 recalcaba que el derecho al honor es un límite al derecho de libertad de expresión. Añadía que las incitaciones racistas son efectivamente un atentado contra dicho derecho, reconocía de facto el derecho a la protección de narrativas que atentaran contra el honor colectivo y a que no se menoscabara en estos términos a las comunidades.

No sólo en la práctica del sistema es muy difícil repararse de este tipo de violencia, desgastando a los denunciantes en un proceso arduo de cuestionamiento y dolor emocional, sino que además a veces no es lo que se dice, sino lo que se hace. Para la deshumanización racista y colonial a veces no es lo que explícitamente se declara, sino el contenido en sí mismo de según qué políticas lo que es un atentado contra nuestra supervivencia.

El antirracismo político es, en sí mismo, una enmienda política articulada contra el imperio, contra la idea de que esta es la única manera de organizar el mundo y distribuir la riqueza

El auge de la extrema derecha es, en sí mismo, una violencia añadida a las ya existentes. Y nos debe preocupar, por supuesto. La narrativa de querer luchar contra una amenaza coyuntural interpela al antirracismo político, por motivos evidentes: el fascista siempre será un racista y un colono, en el bar y el Congreso de los Diputados. Sin embargo, dialogar y luchar en términos de urgencia (única) es aquello que los que estamos debajo de esta jerarquía racial del mundo nos cuesta entender. El antirracismo político no es la lucha contra la discriminación racial.

Seamos claros y sin ánimos de dar carnets a nadie, pero decirse antirracista a la ligera no hace honor al contenido de a lo que nos referimos. El antirracismo político es, en sí mismo, una enmienda política articulada contra el imperio, contra la idea de que esta es la única manera de organizar el mundo y distribuir la riqueza, y contra los proyectos opresivos que han generado pactos de esclavitud y servidumbre como el sistema cisheteropatriarcal. Desde este punto de vista, luchar contra el fascismo como amenaza a los derechos de todes pero sin luchar contra el marco de deshumanización que ha permitido la consolidación de la extrema derecha en el sistema político y en el debate público, para el antirracismo político es fregar sin barrer.

Opinión
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No vengo a plantear soluciones de ningún tipo porque no tengo la bola mágica, pero lo que está claro es que la necesidad de articular alianzas estratégicas contra el fascismo y contra su auge, no puede ir en detrimento de la organización antirracista de base porque cuando sus emergencias acaben, las nuestras —donde siempre estamos soles y más si no tienen rédito político en términos electorales— seguirán ahí.

El auge de la extrema derecha amenaza nuestros derechos porque, de hecho, somos la diana perfecta para perpetrar la violencia porque el sistema ya nos ha puesto ahí. Romper las cadenas del pacto racial requiere del trabajo de todes, de los blancos también, pero dirigir nuestras agendas políticas sin tutelas también es necesario porque nosotres, nuestras familias y nuestras comunidades llevamos demasiado tiempo en ‘‘emergencia humanitaria’’ o bajo la narrativa de ‘’amenazados’’. Y eso necesitamos articularlo quiénes vivimos el racismo.

Es bien sabido que, ciertos colonos catalanes cooperaban con franceses para comprar esclavos en la Costa de Guinea, los metían en un barco, los llevaban a Cuba para cumplir con el “noble orgullo español’’ (como diría el General Prim en una carta al General Sickles) mientras los esclavizaban y los violentaban. Hoy si paseas por el Parc de la Ciutadella de Barcelona, verás una estatua del General Juan Prim dando un mensaje muy peligroso sobre el valor de nuestras vidas. Mismo mensaje peligroso sobre el valor de las vidas migrantes y racializadas se da cuando se matan a 37 personas en la frontera de Melilla en junio de 2022, y se vuelve a nombrar al mismo ministro del Interior que felicitó la actuación de la policía española. También es peligrosa la narrativa que se da cuando las felicitadas victorias del movimiento feminista son parciales y seguimos sin protección jurídica específica para las mujeres racializadas y migrantes, quienes sufren un auge sin precedentes de violencia patriarcal, y no le interesa literalmente a nadie. De la misma manera que alegrarnos de las mejoras (parciales e insuficientes, todo cabe decir) introducidas por la reforma laboral de la anterior legislatura, dejando prácticamente intacto el régimen de trabajadores extranjeros marcado por la Ley de Extranjería, da un mensaje muy peligroso del interés sobre la explotabilidad de la fuerza de trabajo migrante y la necesidad económica de seguir manteniéndola sin derechos.

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Así mismo, al otro lado de los Pirineos. Cuando el gobierno de Macron tira hacia delante una reforma de extranjería que mejorará la facilidad de la expulsión y el derecho de sangre, y Marine Le Pen la califica de “victoria ideológica’’, se da el mensaje claro de que para adoptar políticas fascistas no hace falta ‘“ser de extrema derecha’’ aparente. Y cuando el presidente de la República nombra como primer ministro al señor Attal que prohibió a principios de curso el uso de la abaya (vestido sin connotación religiosa, solo cultural), la narrativa es clara: para ser un buen francés, cuantos menos parezcas ser musulmán, mejor.

Y, en general, cuando la Unión Europea no duda en cooperar y establecer un marco de externalización de fronteras (de control del flujo migratorio) con el gobierno tunecino de extrema derecha de Kaïs Saied que le preocupa el “cambio de composición demográfica’’ por la presencia de migrantes negroafricanos, y utilizando la narrativa del “reemplazo’’, Europa y todo su estructura política e intelectual valida la negrofobia como algo a ignorar y sin relevancia.

Así pues, la radicalidad —el ir a la raíz de la cuestión— nos permitirá un visión amplia de la lucha contra el fascismo y su estructura. Estas narrativas de colonialismo y racismo deben ser rebatidas, por una cuestión de justIcia pero también desde el punto de la amenaza del auge de la extrema derecha, puesto que el antiRracismo político se enfrenta al marco y a la raíz. Por ese motivo, urge generar cuantas alianzas sean necesarias y ponernos todes a trabajar, pero se debe seguir construyendo una agenda política antirRacista propia que genere una enmienda sólida de personas que sufrimos racismo y tejer una senda de alianzas para nosotres y no contra nosotres.

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