Movimientos sociales
¿Cuándo se jodió el movimiento antiglobalización?

Las movilizaciones descentralizadas de Seattle dieron el pistoletazo de salida a un movimiento antiglobalización que no vivirá otra fase álgida sin una estrategia internacionalista.

Movimiento antiglobalización
Un activista de la contracumbre contra la OMC en las manifestaciones del 30 de noviembre en Seattle (Estados Unidos). Imagen de Steve Kaiser.

@aitorbalbasruiz

17 nov 2019 06:00

Quienes al sur de los Pirineos estuvieron al tanto del alzamiento libertario del Ejército Zapatista de Liberación Nacional en Chiapas, a comienzos de 1994, pudieron comprobar que, fuese lo que fuese aquello, proponía imaginarios y herramientas que quizás eran viejos, pero también que la partitura sonaba novedosa. Su desconcertante narrativa sobre la violencia política provocó una convulsión, particularmente en el sector del movimiento enfrascado en la campaña de desobediencia civil al Servicio Militar Obligatorio y a la Prestación Social Sustitutoria, que tenía cientos de insumisos encarcelados. Aquella guerrilla de clase, asamblearia, antipatriarcal, indigenista, cuya dirección mandaba obedeciendo y que, salvo contadas excepciones, renunciaba a la lucha armada, invitaba a recorrer nuevos caminos. Inevitablemente, su apabullante dimensión performativa se multiplicó en la recién estrenada era digital y colisionó más o menos frontalmente con la mayoría de los discursos y prácticas izquierdistas europeas, españolas y vascas. Fue, por así decirlo, la piedra de toque que señaló que, en adelante, 1968 y el ciclo de luchas de los años 70 tendrían que componerse con algo singularmente nuevo. Las (re)lecturas revolucionarias de gentes como Murray Bookchin o John Holloway se propagaron en los ambientes militantes metropolitanos.

“La narrativa del EZLN sobre la violencia política provocó en 1994 una convulsión en el sector del movimiento enfrascado en la campaña de desobediencia civil al Servicio Militar Obligatorio y a la Prestación Social Sustitutoria”

Seis años más tarde se produjo otro estallido político. A finales de 1999, las protestas horizontales y descentralizadas contra la cumbre de la Organización Mundial del Comercio (OMC) en Seattle serían el pistoletazo de salida del movimiento antiglobalización. La influencia de la agenda zapatista era mucha, aunque hubo otros hitos y actores, y la genealogía es más compleja. Sin embargo, no se trataba solo de la forma reticular de la organización y de su programa radicalmente antiautoritario. El sector proveniente de los centros sociales se había propuesto superar los límites de la vieja política del movimiento con una concepción en red de las movilizaciones masivas, un repertorio activista diverso y cuya variedad exigía de una gestión virtuosa de las tensiones internas, y una acertada reflexión estratégica en el ámbito comunicativo que pasaba por la construcción de medios propios. De aquella época son la red Indymedia, precursora del internet 2.0, de las redes sociales y del videoactivismo. Los hacklabs, laboratorios de hackers, claves en el impulso del software abierto, las licencias libres Creative Commons, o los servidores y dominios alternativos. El asamblearismo democrático y paritario, protegido por el lenguaje no verbal para sortear las dinámicas jerárquicas y el ejercicio del poder no consensuado en las reuniones. Y, por último, la apuesta por una dinámica del enfrentamiento público que, como en el caso zapatista, encapsulaba la violencia política, primando su dimensión simbólica y comunicativa.

El tiempo político se aceleró y en 2000 llegó la cumbre del Fondo Monetario Internacional (FMI) y del Banco Mundial en Praga, que fue la puesta de largo del movimiento antiglobalización en Europa. Allí, a pesar del estado de sitio, la cita de las grandes entidades financieras internacionales naufragó frente a la frivolidad táctica del bloque rosa, los escudos tute bianche del bloque amarillo y la guerrilla callejera del bloque azul. Tras el fiasco, el gran capital europeo retomó la iniciativa y, por segunda vez en menos de un año, buscó refrendar la legitimidad simbólica del orden neoliberal en otra gran ciudad continental. Génova, en la periferia del norte industrial italiano, fue la sede escogida. El conglomerado de organizaciones y redes europeas y mundiales, que llevaba ya dos años activo, volvió a aceptar el reto de impugnar el evento haciendo inviable su celebración. De ahí la propuesta de máximos que, en forma de petición pública, trasladaron los portavoces del Foro Social de Génova a los organizadores en los días previos: “Debe suspenderse la cumbre porque en ella se tomarán decisiones que afectarán a muchas personas que, sin embargo, no están representadas”.

CHOQUE DE TRENES EN GÉNOVA

La colisión finalmente se produjo en aquel intenso fin de semana de julio de 2001, y la apuesta de las élites colapsó ante el empuje del movimiento antiglobalización y a pesar de la implantación de un estado de excepción temporal y de sus numerosas ramificaciones represivas. Decenas de miles de activistas, organizados en un ramillete de estrategias de masas, desobediencia civil y confrontación, sostuvieron el embate y con una inaprensible cohesión interna, sellaron la derrota política del G8. Se evidenció que el tratamiento punitivo de una movilización civil gigantesca, en una urbe del corazón mismo del mando capitalista, era una opción condenada al fracaso. En adelante, las convocatorias dejarían de hacerse en los centros urbanos de las ciudades, cuando no se llevaron directamente a lugares inaccesibles

“El declive del movimiento antiglobalización fue más producto de los debates internos que de la represión, de la apuesta por lo local frente a la construcción de una nueva internacional y de la incapacidad de los espacios autónomos para sostener sus hipótesis organizativas y políticas”

No es que en aquella ocasión la violencia militar y policial frente a las multitudes civiles no cruzara límites antes nunca vistos en Europa Occidental en tiempos de paz desde la Segunda Guerra Mundial. Fue así, porque la convocatoria de las 700 organizaciones fue literalmente cercada por buques de guerra, tanquetas, helicópteros, cazas, misiles, decenas de miles de policías y militares, la suspensión del derecho de reunión y circulación, el cierre gubernamental de los centros educativos y las administraciones públicas, o el cierre patronal, entre otras medidas. Y no es que lo ocurrido allí no fuera importante, por lo traumático, en la deriva posterior del movimiento antiglobalización. Ahí está el asesinato de Carlo Giuliani. Los 600 heridos. Las humillaciones y las golpes en las comisarías. El asalto a la Escuela Díaz de los cuerpos especiales del ejército italiano monitorizados por los servicios secretos, enfundados en cascos de motoristas, los rostros ocultos, bates de béisbol en mano. La estela de huesos rotos y de algunos cuerpos que quedaron entre la vida y la muerte. La incomunicación y las torturas en el centro de detención especial de Bolzaneto. El hacinamiento en las celdas, la sangre entremezclada con la orina y con los gritos de las palizas. El cuarto de los interrogatorios, el activista desnudo sentado en una silla en medio de la sala, las manos esposadas a la espalda y una capucha negra en la cabeza, como en Abu-Ghraib. Y ahí están también las acusaciones de integración en banda armada. Las amenazas de muerte, los chantajes, los micrófonos ocultos en las celdas. Los puñetazos del personal médico en las enfermerías de la cárcel de Alejandría. Las deportaciones, las secuelas físicas para siempre, la medicación, los centros psiquiátricos. Los meses de prisión preventiva, las condenas de hasta 12 años de cárcel a los compañeros italianos acusados de “devastación y saqueo”.

Para hacerse una idea de su dimensión política, puede recordarse el comunicado que emitió Amnistía Internacional, que describió los sucesos como “la más grande violación de los derechos humanos y democráticos en un país occidental de las últimas décadas”. O que, diecisiete años después, una sentencia del Tribunal de Derechos Humanos de Estrasburgo haya condenado al Estado italiano obligándole, entre otras medidas y sanciones, a incorporar el delito de torturas a su Código Penal.

Pero el declive del movimiento antiglobalización fue más producto de los distintos debates internos que del brutal electroshock represivo. Y hubo dos derivas fundamentales que explican su evolución posterior: la apuesta generalizada por lo local frente a la construcción de una nueva internacional, y la incapacidad de los espacios autónomos para sostener sus hipótesis organizativas y políticas, imprescindibles en la articulación de la potencia política de aquel ecosistema. Dos cuestiones que son clave para entender los límites a los que se ha enfrentado la reciente contracumbre contra el G7.

GATILLAZO EN BIARRITZ

Aunque el formato de la protesta en la ciudad costera de Lapurdi haya evocado al viejo movimiento antiglobalización, el software de los organismos convocantes guardaba poco parecido con el de los organizadores de principios de siglo. Seguramente por ello, la detención el 8 de agosto del anarquista Vincenzo Vecchi en un pequeño pueblo de Bretaña, en una operación policial conjunta entre las policías francesa e italiana, y su posterior encarcelamiento en los días previos al G7 tuvo poco eco en Biarritz. Condenado a 12 años de cárcel por participar en las protestas de Génova en 2001, vivía exiliado. El hecho no despertó demasiada curiosidad entre los asistentes a la contracumbre, quizás porque para la mayoría de ellos el interés por los medios de comunicación críticos globales siempre fue reducido. Es el proceso de pérdida de autonomía que ha llevado a muchos militantes a no dar gran importancia al hecho de tener sus direcciones electrónicas gestionadas por multinacionales que colaboran con las agencias de inteligencia norteamericanas, a utilizar la mensajería instantánea programada con software propietario, o a emplear con intensidad Twitter, Facebook y otras redes sociales a mayor beneficio, bigdata mediante, de las grandes corporaciones.

“La convocatoria de la contracumbre del G7 estaba condenada desde el momento en que no se extendió al Estado español en general, y a los centros sociales autónomos de las metrópolis catalana y madrileña en particular”

En todo caso, lo cierto es que en la Euskal Herria actual, desde donde principalmente se lanzó la convocatoria, el número de cuadros políticos antagonistas con experiencia más allá de sus fronteras es ya prácticamente residual tras la dinámica de las últimas dos décadas. No se debaten textos con otras subjetividades, no se confrontan líneas de acción con otras culturas políticas. No hay coordinación con proyectos diferentes, no se comparten recursos económicos con realidades históricamente ajenas, de otras lenguas y culturas, o con iniciativas poco parecidas a los propias. Y sin todo lo anterior, que ha dejado de formar parte de las agendas militantes por estas tierras, es muy difícil después alcanzar el éxito en convocatorias que precisan de la concurrencia de mucha gente de distintas latitudes. Quizás por eso era misión imposible conseguir la masa crítica necesaria para alcanzar la zona de turbulencias en la que el gobierno de lo posible se tambalea. En nuestro territorio, además, hace tiempo que las estructuras del movimiento sucumbieron al empuje de partidos y sindicatos y, otra vez, el número de cuadros políticos antagonistas que hacen política autónoma es ya prácticamente residual. Casi todos están subordinados en distintas correas de transmisión o, directamente, forman parte de estructuras jerárquicas en las que la toma de decisiones de abajo a arriba, la participación, la transparencia y la democracia son más lengua de madera que otra cosa.

Probablemente, no habrá otra fase álgida del movimiento antiglobalización sin internacionalismo, como tampoco la habrá con la acción política modulada por los intereses de los partidos. De lo primero habló Suzi Weissman en la pasada Universidad de Verano de Anticapitalistas celebrada en Segovia una semana después de la cumbre del G7. En su charla sobre la vida y obra de Víctor Serge, ensalzó específicamente que hubiera participado de forma activa en la política de siete países diferentes durante la primera mitad del siglo XX. De lo segundo, los seductores atajos que propone la política de los partidos, siempre es complicado escapar. De hecho, no podría entenderse la llamada nueva política que sucedió al 15M en Madrid o Barcelona sin la participación de unos cuantos cuadros políticos del viejo movimiento antiglobalización.

La convocatoria de la contracumbre del G7 estaba, pues, condenada desde el momento en que no se extendió al Estado español en general, y a los centros sociales autónomos de las metrópolis catalana y madrileña en particular. Hubiera sido el mismo destino de la campaña de insumisión en Euskal Herria en los años noventa si no hubiera estado conectada a las redes antimilitaristas estatales. De poco habrían valido las decenas de miles de objetores y los seis mil insumisos que hubo en Hegoalde, los 600 compañeros presos en la cárcel de Pamplona, los chapeos, las huelgas de hambre, la muerte de Unai Salanueva, las movilizaciones masivas, la solidaridad. Porque, como tantas otras veces, si algo ha demostrado la contracumbre de Biarritz es que solos no se puede y que de cualquier manera no vale. Así no acabas con el Servicio Militar Obligatorio y la Prestación Social Sustitutoria de la octava potencia mundial, ni pones en aprietos a los amos del mundo cuando entran hasta la cocina de tu casa. 

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