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Los centros sociales como bienes comunes

La experiencia de los centros sociales como generadores de otra sociabilidad debería de ser reconocida por la Administración pública.
Asamblea de l'Asilo
Asamblea de l'Asilo. / Imagen cedida por L'Asilo
Montserrat Galcerán

Catedrática de filosofía.

18 oct 2016 17:35

Leo en el último número de Diagonal que en Nápoles el Ayuntamiento ha aprobado una ordenanza que reconoce a los centros sociales como “bienes comunes” y me embarga un profundo sentimiento de envidia sana. ¡Si pudiéramos hacer lo mismo en Madrid qué distinto sería el panorama de esta ciudad!

Sigo leyendo. El artículo explica que la creación de uno de los centros sociales más emblemáticos de la ciudad, el llamado l`Asilo, surgió como respuesta crítica a la política cultural de corte vertical del Ayuntamiento, que ampara prácticas de clientelismo político. Me veo directamente interpelada puesto que la política cultural del Ayuntamiento de Madrid ha sido caballo de batalla durante el primer año de gobierno pero, al tiempo, chocamos con grandes dificultades para introducir una gestión directa de la cultura en los centros culturales municipales que están entregados a las empresas del sector. ¡Y resulta que en los centros sociales se desarrolla una gestión cultural directa que nos es casi imposible en los centros municipales! ¿Por qué no aprovechar entonces esa dinámica introduciendo una ordenanza que reconozca los centros sociales como ‘bienes comunes’, como espacios donde se crea una riqueza social, cultural y comunitaria que es aprovechada por el conjunto de los vecinos y vecinas?

Nuestras raíces están ligadas también a este entorno, puesto que un sector importante del propio grupo municipal de Ahora Madrid nos hemos nutrido de esa riqueza común; disfrutamos de las infraestructuras de los centros sociales de la ciudad, como El Patio, cuando no teníamos acceso a los salones de actos de los centros culturales, que se nos negaban repetidamente; ahí desarrollamos los foros en que se discutió el programa, ahí nos reunimos innumerables veces hasta el punto de que sin ellos posiblemente no existiríamos.

Mentes retorcidas darán la vuelta a estas palabras y dirán que ahora queremos devolver favores a los ‘nuestros’. Pero se equivocan, porque los ‘nuestros’ son los ciudadanos y ciudadanas madrileñas desconocidas que siguen esforzándose por incrementar y defender una riqueza social difusa hecha de apoyo mutuo y cooperación. Esa forma no patrimonializada de riqueza se define como ‘bienes comunes’.

Este concepto, que da soporte jurídico a la ordenanza, combina lo material y lo inmaterial/social. En estos centros, como en La Enredadera del barrio de Tetuán, se cultivan ambas dimensiones: ahí tiene su sede el banco de alimentos, hubo un taller de bicicletas y hay otros proyectos de este tipo. Pero al hilo de ellos se construyen lazos comunitarios y sociales que son imprescindibles para hacer frente colectivamente a múltiples problemas: la lucha contra los desahucios, la pobreza, el racismo y la xenofobia; la atención prestada a los menores, el cultivo de la ayuda mutua en momentos difíciles, la participación activa en la Mesa contra la exclusión del distrito, etc., etc. Sin estos centros y sin éste en concreto, nuestros barrios serían todavía más invivibles y desalmados de lo que ya son. En ellos la gente se reúne y da vida a nuevos proyectos sociales y políticos.

Cambiaría una concepción elitista tradicional en la Administración pública que tiende a considerar a los/as administrados/as como menos capaces

Por eso entiendo que desde la institución municipal deberíamos hacer un esfuerzo por enfocar la situación desde este ángulo. No tiene sentido que a las pocas iniciativas que crean tejido social y que ayudan a resolver problemas les pongamos trabas burocráticas. La iniciativa napolitana nos marca un camino: elaborar un reglamento que reconozca las prácticas de autogestión que se dan en estos espacios y que defina el sujeto jurídico responsable que puede ser, perfectamente, una asamblea de centro, reconociéndolos como ‘bien común’ abierto al vecindario.

Este enfoque nos permitiría desbloquear situaciones enquistadas y cambiaría una concepción elitista tradicional en la Administración pública que tiende a considerar a los/as administrados/as como menos capaces, como menores de edad a los que hay que proteger de sí mismos. La experiencia de los centros sociales nos dice lo contrario: los primeros y primeras interesadas en que el centro funcione son sus propios habitantes, que crean un instrumento adecuado para ello: una asamblea colectiva. Ese instrumento es lento y tiene sus propias complicaciones pero su eficacia no desmerece en absoluto. Y lo que es más importante, prefigura un futuro de autogestión en el que las poblaciones afectadas puedan tomar sus propias decisiones.

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