Ecología
El hombre que vivió siete años entre corzos

El joven fotógrafo y ecologista francés Geoffroy Delorme ha vivido durante siete años en los bosques de Normandía. Sobrevivió gracias a lo que aprendió de los corzos, en una experiencia inmersiva que cuenta y retrata en ‘El hombre corzo’ (Capitán Swing, 2022).
El hombre corzo
Geoffroy Delorme, el hombre corzo.

Desde siempre, el ser humano ha sentido la necesidad de conectar con su lado salvaje. Filósofos, artistas o meros anacoretas, ermitaños o misántropos lo dejaron todo para irse a vivir a la naturaleza más recóndita. De Paul Gauguin a Henry David Thoreau, pasando por Timothy Treadwell o Christopher McCandless, cuyas epopeyas de trágico final inspiraron documentales y novelas como Grizzly Man o Into the wild, respectivamente, esta última llevada también al cine por Sean Penn.

El caso de Geoffroy Delorme, ecologista y fotógrafo francés de 37 años, es similar al de varios de ellos. Y, al mismo tiempo, sustancialmente distinto. Desde muy joven tuvo dificultades para relacionarse con sus semejantes. Sus padres decidieron sacarlo de la escuela, y el joven Geoffroy continuó sus estudios en casa. A los 19 años, y ante la fascinación que sentía por la naturaleza, se lanzó a vivir con lo mínimo indispensable en las profundidades del bosque de Louviers, en Normandía. Allí, sin ni siquiera una tienda de campaña o un saco de dormir, viviría durante los siguientes siete años.

La aventura de Geoffroy dio un giro radical cuando, un día, descubrió un corzo curioso y juguetón. El joven y el animal aprendieron a conocerse. Delorme le puso un nombre, Daguet, y el corzo le abrió las puertas del bosque y su fascinante mundo junto a sus compañeros. Delorme se instaló entre los cérvidos en una experiencia absolutamente inmersiva: adoptó su comportamiento, aprendió a comer, dormir y protegerse como ellos, aprovechando lo que el humus, las hojas, las zarzas y los árboles le proporcionaban. Y así, fue adquiriendo un conocimiento único de estos animales y su forma de vida, observándolos, fotografiándolos y comunicándose con ellos.

Toda aquella experiencia inspiraría el libro que ahora llega a España de la mano de la editorial Capitán Swing. El hombre corzo es un fascinante recorrido por lo más profundo de la sociedad del ser humano. Un libro que recopila impresionantes fotos y reflexiones sobre nuestra propia esencia y lugar en el mundo. Pero, también, una aproximación única a uno de los animales más cercanos y presentes en los montes de toda Europa y, sin embargo, también más desconocidos y enigmáticos. Geoffroy, poco amigo de las entrevistas, contestó a las preguntas de El Salto sobre sus siete años conviviendo con ellos.

¿Cuándo, cómo y por qué surgió la idea de llevar a cabo esta experiencia?
Cuando era niño miraba el mundo salvaje con envidia: la libertad de los animales salvajes me hacía soñar. No soportaba estar encerrado y, sin embargo, estaba solo en mi cuarto estudiando, sin contacto con el mundo exterior. Así que en cuanto tuve la edad suficiente para hacerlo me dirigí a lo que siempre me atrajo: el bosque.

Daguet fue un pasaporte para mí. Me abrió las puertas a un mundo que no conocía

Lo cierto es que no esperaba vivir este tipo de experiencia. La vida en el bosque se basa en la interdependencia con otros animales y plantas. No es posible existir sin ellos en la naturaleza, y no es posible la autonomía, ni siquiera para alimentarse. Con eso claro, empecé a cruzarme con otros animales en el bosque y tuve la idea de imitar los mejores comportamientos de cada animal que conocí para refinar mis técnicas de supervivencia. Los corzos resultaron ser más curiosos que otros animales y estuvieron más presentes en mi día a día porque tenemos mucho en común, como la búsqueda de alimento, el individualismo o la necesidad de encontrar lugares de descanso, entre otras muchas cosas.

A pesar de estar muy presentes en nuestros montes, los cérvidos son muy desconocidos. ¿Cómo describirías su carácter?
Son animales fascinantes. Mucha gente los ve todos los días, pero no los conoce realmente. Su carácter es muy diferente de un individuo a otro, pero la curiosidad es un rasgo de comportamiento común a todos ellos. ¿Cuántas personas al caminar se han encontrado con la mirada de un corzo que da unos cuantos saltos antes de detenerse y darse la vuelta para observarnos? La mayoría de los otros animales huyen, a menudo mucho antes de que los veamos. Pero ellos son curiosos, juguetones y traviesos. Eso explica su presencia en nuestros jardines, al borde de las carreteras, en los senderos… Cuanto mayor es la presión sobre el entorno natural, más y mejor se adaptan. Si es necesario modifican su comportamiento para adaptarse al nuevo lugar. Son capaces de hacerlo incluso en la ciudad, en un fenómeno que se está produciendo en los últimos años a causa de la evolución del cambio climático.

¿Hasta qué punto cambia ese carácter cuando logras establecer un vínculo estrecho con ellos?
Este carácter no cambia: se intensifica. A partir de la simple interacción en el territorio, quieren saber más sobre la persona que conocen. Distinguen entre corredores, ciclistas, caminantes y cazadores, y se saben de memoria los horarios de todos ellos. Así constituyen su territorio. Si un individuo cambia su horario, ajustan el suyo en consecuencia. Yo, como vivía en el bosque, no pertenecía a ninguna de sus categorías. Y así comenzó el juego de descubrimiento mutuo.

¡Todavía recuerdo las caras de los otros ciervos cuando me vieron caminando detrás de Daguet!

Los corzos viven en un universo olfativo casi imposible de imaginar para nosotros. Un simple pensamiento cambia la alquimia de nuestro cuerpo y les da información sobre nuestras intenciones. Un olor ácido, amargo o dulce indicará rápidamente un estado de estrés o bienestar. Simplemente tenemos que jugar con este personaje para demostrarle que no tenemos ninguna intención agresiva. Es un poco como construir un rompecabezas olfativo gigante con ellos. Cada pieza colocada genera un poco más de confianza hasta que el olor se vuelve familiar e inofensivo para ellos. Una vez completado el rompecabezas, se entra en lo que yo llamo confianza absoluta.

Esa confianza absoluta la alcanzaste con Daguet, el corzo que protagoniza buena parte del libro. ¿Cómo surgió vuestra relación? ¿Qué te aportó?
Daguet fue un pasaporte para mí. Me abrió las puertas a un mundo que no conocía. Nuestra relación comenzó en un simple camino forestal: bajé por el camino y él lo cruzó. Este encuentro provocó algo revelador en mí. Creo que ambos sentimos una fascinación el uno por el otro. Durante los días y las noches siguientes parecía estar preguntándose qué hacía allí, vagando por su territorio y marcándolo con mi presencia. Por mi parte, yo estaba solo y necesitaba no solo tener una relación con alguien más, humano o no, sino también aprender de un animal que conoce todos los secretos del bosque. Nos encontramos varias veces en lugares que aparentemente nos gustaban a ambos: los bordes de los caminos, las zarzas, las huertas. Nos domesticamos el uno al otro, y el tiempo hizo el resto.

Aprendí mucho con Daguet. Evidentemente no hay transmisión de conocimientos como podríamos hacer entre humanos, pero ellos tienen esa capacidad de abrir la puerta al mimetismo, de destacarse para hacer entender las cosas, como hacen con sus cervatillos, lo que significa que aprendes muy rápido a protegerte cuando hay tormenta, yendo a los bosques de pinos o abetos, o cuando está nevando. Tienen un mapa del bosque como ningún otro. Conocen el más mínimo árbol escondido que puede proporcionar cierto tipo de alimento en cada momento específico del año. Por todo ello, Daguet fue una guía maravillosa para introducirme en su universo. ¡Todavía recuerdo las caras de los otros ciervos cuando me vieron caminando detrás de Daguet! Estaban sorprendidos, un poco perdidos y cuando los vi solos, no supieron cómo reaccionar. Fue divertido.

Corzo de el hombre corzo
Fotografía de Geoffroy Delorme.

Hablemos un poco más de supervivencia. ¿Cómo te has alimentado durante estos años?
No compartimos todo con los ciervos, y mucho menos la comida. Los ciervos tienen una dieta muy rica en taninos, y estos suelen ser fatales para nosotros. Por lo tanto, conviene tener cuidado y no copiar completamente su dieta. Eso sí: las áreas de recolección son compartidas. Mi alimento se componía así de bellotas de roble, hayucos, avellanas, nueces, nísperos, manzanas, peras, etc... que almacenaba durante los meses de verano. Comía también ortigas, llantén, margaritas, cardos, dientes de león y bardanas cuyos excedentes deshidrataba en secaderos.

¿Cómo dormías?
En pequeños ciclos durante las 24 horas, priorizando siempre el descanso durante el día para evitar la hipertermia. Por la noche, me dedicaba a pelar los frutos recogidos durante el día o a coser ropa. A menudo de una manera más sensorial que visual, porque solo me he iluminado con la luz del fuego o de la luna.

¿Qué importancia cobra la higiene en esas circunstancias?
Cuando vives en el bosque, el concepto de higiene cambia radicalmente respecto a lo que conocemos. De hecho, cuanta más tierra tengas en las piernas menos garrapatas o picaduras de insectos vas a sufrir. Los repelentes naturales no funcionan durante mucho tiempo, y el único método duradero es untar arcilla. Sin embargo, es muy importante limpiar la piel regularmente.

Imagino que habrás vivido momentos difíciles…
Sin duda. Pero es importante distinguir entre momentos físicos y momentos psicológicos. El cuerpo y la mente son dos grandes aliados, y esto no debe tomarse a la ligera. Hay momentos en que físicamente el cuerpo está al límite. El mal tiempo, el hambre, los trastornos y el frío son elementos y acontecimientos que pueden llegar a agotarte. Afortunadamente, a menudo la mente se hace cargo en esos momentos. Otras veces, lo que está bajo es la moral, pero el cuerpo se siente poderoso y compensa ese mal momento. Lo peor es cuando el cuerpo y la mente están a media asta. Si no tienes un buen compañero o amigo como Chévi, Daguet o Etoile a quien aferrarte, puede resultar devastador.

La mayoría de los otros animales huyen, a menudo mucho antes de que los veamos. Pero ellos son curiosos, juguetones y traviesos.

En esos instantes pensarías en dejarlo todo y volver a la civilización.
Por supuesto. Es algo que me ocurrió varias veces. Pero la compañía de los corzos se convierte rápidamente en una droga que te mantiene con vida, pase lo que pase, y te hace olvidar incluso lo peor. La mera presencia de estos pequeños animales a mi alrededor fue suficiente para revigorizarme, levantarme el ánimo y devolverle el poder a mi cuerpo.

En España, al igual que en Francia, la caza es una actividad muy extendida. Y entre las principales especies cinegéticas está el corzo. ¿Cuál es tu opinión de los cazadores? ¿Cómo ha sido tu relación con ellos? ¿Has tenido algún problema?
Vivir al aire libre con animales salvajes cambia tu forma de vivir y pensar. Hoy en día la caza no es una forma de supervivencia, sino una actividad de ocio. No me gusta juzgar culturas distintas a la mía, pero yo no soy cazador, sino recolector. Estoy convencido de que es posible complementarse con los animales. Hubo un tiempo en el que la caza era necesaria para comer, pero ese tiempo ya no existe y se ha convertido en una actividad mortífera cuya simple razón es regular poblaciones de animales que nunca hemos controlado y nunca controlaremos. La caza debe reservarse únicamente para comer.

Cuando vives en la naturaleza rodeado de animales salvajes no estás frente a la naturaleza, sino frente a ti mismo

Sí: he tenido problemas con cazadores. Me han golpeado varias veces y he corrido riesgo de que me maten, pero para mí mi vida es igual a la de un corzo o la de cualquier otro animal. En ese sentido, mi manera de ver la vida y la muerte cambió drásticamente cuando perdí por primera vez a un amigo corzo. Era Etoile, una hermosa hembra con la que había hecho una gran amistad . Murió ante mis ojos durante una cacería. Lo pasé muy mal en aquel momento, pero seguir viviendo con otros corzos me mostró la muerte como una simbiosis de la propia vida. La muerte no es un accidente, ni un castigo, ni mucho menos enemiga de la vida. Cuando vives en la naturaleza comprendes que ambas cosas, vida y muerte, conviven amistosamente: todos nos alimentamos de la muerte de otro hasta en la más mínima composición de nuestro cuerpo.

¿Con qué te quedas de todo lo aprendido a nivel personal?
Sobre todo, con haber aprendido quién soy. Cuando vives en la naturaleza rodeado de animales salvajes no estás frente a la naturaleza, sino frente a ti mismo. Los corzos no son medicina contra el mal de la vida humana, y el bosque no es una terapia para la locura de la civilización. Las dificultades que encontré en el bosque son propias de mi especie, pero descubrí muchos puntos en común con un gran número de ellas. Observé atentamente a los demás animales para evolucionar más cómodamente en el entorno. Tienes que aprender de tus errores y de los errores de los demás para evolucionar. Aprendí a vivir sin antojos ni necesidades de consumo. La gente hace todo lo posible para incrementar su poder adquisitivo, lo que implica el poder de consumir más. Esta lógica es absolutamente destructiva. Al desprenderme de ella, descubrí el poder de ser feliz.

Y como sociedad, ¿qué deberíamos aprender de los corzos?
Debemos aprender a cambiar el modelo de sociedad. Los corzos viven en una lógica completamente distinta. Nuestro modelo de civilización es un sistema vertical basado en la competencia de unos contra otros. Por el contrario, la naturaleza es un modelo horizontal donde los círculos se cruzan y enlazan entre sí para tejer una especie de alfombra. El pensamiento es: yo no existo sin el otro. Nuestra civilización se pasa el tiempo haciéndonos creer que podemos prescindir de todos los demás, algo a lo que contribuye decisivamente la tecnología. En ese sentido, debemos repensar el hecho de que no existimos sin los otros animales, y que nosotros también somos parte de la naturaleza.

Depende de nosotros volver a tejer el vínculo que hemos roto con los otros animales y el mundo natural para garantizar que esta hermosa alfombra de la vida sea habitable para todos

A veces la simple idea de querer proteger la naturaleza implica una jerarquía de la vida, un punto de vista antropocentrista. Como si el hombre todopoderoso pudiera proteger una naturaleza frágil. Desafortunadamente para nosotros, solo somos un eslabón más en la alfombra. Depende de nosotros volver a tejer el vínculo que hemos roto con los otros animales y el mundo natural para garantizar que esta hermosa alfombra de la vida sea habitable para todos.

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