Violencia machista
Violencias machistas y ocio nocturno: qué ha cambiado y qué no desde el caso Alcàsser hasta el de Dani Alves

El movimiento feminista ha logrado importantes avances en la respuesta social e institucional a violencias machistas en el contexto del ocio nocturno. No obstante, investigadoras y activistas insisten en que todavía queda un largo camino que recorrer para no responsabilizar a las mujeres de las agresiones sufridas en un contexto de fiesta y garantizar espacios seguros durante la noche.
3 mar 2023 08:00

El ocio nocturno es, para muchas personas, una forma de evasión. Un momento y un lugar en los que desconectar, salir de la rutina, desfogarse, divertirse, compartir. “Si hay un concepto de ocio es porque hay un concepto del deber hacer”, expresaba la artista multidisciplinar Claudia Pascual en el congreso Una mirada transversal del ocio nocturno celebrado el viernes 24 de febrero en la Universitat de València. Pero también ha sido tradicionalmente contemplado en el imaginario colectivo como escenario de diversos peligros, que a menudo se vinculan directa o indirectamente con el consumo de drogas, legales o no: pérdida del control, promoción del vandalismo, peleas, discusiones... y agresiones sexuales.

La mayoría de progenitores ha criado a sus hijas en el aviso de los riesgos que esconde la noche, especialmente para ellas: el ocio nocturno es la opción más elegida por las personas encuestadas acerca de la violencia sexual contra las mujeres por el Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS) en enero como el lugar en el que piensan que se producen con mayor frecuencia agresiones contra las mujeres. ¿Cuáles son las implicaciones del ocio nocturno y cómo lo ha transformado, si lo ha hecho, el movimiento feminista?

A Irantzu Recalde Esnoz, socióloga e investigadora en la Universidad de Alcalá, le interesó dejar de partir del ocio nocturno como algo negativo para su producción científica. “Se suele abordar la fiesta como un lugar en el que el consumo de sustancias provoca comportamientos de riesgos y violencias —introduce—, el ocio nocturno como un espacio que de entrada es negativo, desde la lógica de que la sustancia es la culpable de los comportamientos que suceden y no tanto las estructuras de poder y desigualdad que existen o la forma de consumir esa sustancia”, prosigue. Efectivamente, dice Recalde, el consumo de sustancias altera la capacidad de razonar y de sentir, “pero no por ello tiene que derivar sí o sí en situaciones de riesgo o de perversión, y a esto se añade la concepción del sexo como algo de entrada moralmente cuestionable” donde, además, el “capital sexual” todavía responde a los roles de género: aunque se ha avanzado en este tema, la investigadora señala que la sexualidad activa conlleva “una percepción de riesgo de sanción social” si la que la presume es una mujer.

Salir, beber y el rollo de siempre: ellas son más señaladas

Ana Burgos García, coordinadora del Observatorio Noctámbul@s de la Fundación Salud y Comunidad (FSC), repasa la diferencia de consumo de sustancias entre hombres y mujeres: ellas lideran el de hipnosedantes, entre ellos son más comunes las drogas ilegalizadas. “Esto no responde a una casuística biológica y esencialista, sino social y relacionada con la socialización del género en la que las mujeres tendemos a consumir menos sustancias ilegalizadas porque eso responde a una transgresión de la norma social que está más vinculada al mandato de la masculinidad de transgredir o de asumir riesgos”. Los patrones de consumo —modo de iniciación, entornos en los que se producen, si se hace en la intimidad o como algo comunitario, etc— también responden, asegura, a estas mismas dinámicas. 

Pero, ¿qué pasa en el contexto del ocio nocturno? Las últimas encuestas EDADES del Ministerio de Sanidad confirman que los motivos más elegidos entre jóvenes para consumir alcohol —sin duda la sustancia líder en las estadísticas— es el uso recreativo: “Es divertido y anima las fiestas” es la opción favorita en el cuestionario. Burgos señala que hay una cuestión importante relativa al análisis de la sanción social de la mujer que consume y es que “va a reforzar la culpabilización y la penalización que ya se da sobre las mujeres por el hecho de serlo, por haberse alejado de lo que se espera de ellas y los valores asociados a la feminidad —prudencia, autocontrol, ‘saber estar’— al consumir sustancias”. 

Si el agresor ha consumido, el alcohol funciona como atenuante, se le justifica, “estaba muy borracho y no sabía lo que hacía”; pero si la agredida ha consumido, “probablemente le penalice porque debió haber sido más prudente o se lo había buscado”

Dicho de otra forma, en el marco del ocio nocturno, el alcohol y las agresiones sexuales interactúan alrededor de una cuestión en la que aterriza la investigadora: si el agresor ha consumido, el alcohol funciona como atenuante; se le justifica, “estaba muy borracho y no sabía lo que hacía”. Pero si la agredida ha consumido, “probablemente le penalice porque debió haber sido más prudente o se lo había buscado”. 

María Chinaski es miembro de Sot a Terra, un colectivo feminista valenciano autogestionado “que surge ante el encuentro en espacios de ocio nocturno a través de colectivizar nuestras experiencias dentro de las fiestas”, y apoya la visión de Burgos: “Seguimos viviendo en una sociedad machista en la que si un hombre consume drogas es muy macho, pero si lo hace una mujer ya no se ve tan guay y ya es que quiere llamar la atención o busca algo. Y si es agredida sexualmente mientras estaba bajo los efectos de las drogas, es que lo estaba pidiendo a gritos”, resume. 

Irantzu Recalde se lanzó a investigar cómo liga la juventud al percibir que “muchas situaciones de violencia que suceden en el ocio nocturno están muy naturalizadas porque forman parte de la manera en la que interactuamos en el ocio nocturno”. La investigación todavía está en proceso de producción, pero de momento ha extraído algunas conclusiones de las entrevistas realizadas a jóvenes sobre el ocio nocturno, también a lo referente al consumo de sustancias. Fruto de los testimonios del estudiantado, Recalde dividió en tres etapas el consumo de alcohol en la fiesta: desde lo que se traduciría como ir ‘achispada’ (primer área: se empieza a notar el efecto del alcohol, pero tienes el control de la situación) hasta el área tres, “cuando no eres capaz de mantener la mirada en un punto fijo, te puedes caer, vomitas, no vocalizas, pierdes el control de tu cuerpo y de lo que pasa en tu entorno”. El segundo área, el del medio, “era el que más les costaba definir pero hacía referencia a la fase en la que ya no tienes vergüenza, en la que sabes lo que está pasando y lo que estás haciendo pero no mides la consecuencia de tus actos”, como si saltas una valla y coges una bicicleta estando borracho, ejemplifica la investigadora. 

Bajo esta división, la socióloga percibía que sucedía algo curioso en las entrevistas en el momento en el que preguntaba a los jóvenes por combinaciones entre personas en distintas etapas de la borrachera. “Había un acuerdo generalizado tanto entre chicos como entre chicas de que si alguien está en la etapa 1 y se lía con alguien de la etapa 3 era una agresión sexual porque una persona que estaba ‘bien’ se aprovechaba de otra que no tenía el control de su cuerpo”. La cosa cambiaba, dice, cuando planteaba el binomio 2-3: “Ahí las chicas seguían viéndolo como una agresión sexual en cualquier caso, pero los chicos solo eran tajantes con que esa persona se estaba aprovechando de la borrachera si el agresor era un desconocido”. Si se les planteaba que la persona en zona 3 fuera un amigo suyo, la reacción general era el rechazo, la repetición de que “mi amigo no es un violador, si la chica hubiera dicho que no, él habría parado, iban los dos muy pedo, etcétera”.

Alrededor de la sumisión química se ha creado una serie de mitos que dividen a las víctimas entre buenas —si las drogaron— o malas —si se drogaron voluntariamente—y unas estrategias preventivas que ponen el foco en la víctima —cubrir el vaso o no perder de vista la copa— “que ni de lejos atajan el problema”

Caso aparte es la cuestión de la sumisión química, término reflotado tras el verano de los pinchazos y que investigadoras como Burgos rechazan al considerar que el término “se ha comido el concepto de violencia sexual”. Alrededor de la sumisión química, defienden desde Noctámbul@s, se han creado toda una serie de mitos: el agresor como un desconocido, las víctimas como buenas —si la drogaron— o malas —si se drogó voluntariamente—, la violencia como algo excepcional; en una narrativa que enmarca las agresiones sexuales en un espacio público y festivo frecuentado por jóvenes y que, además, pone el foco de las estrategias para la prevención en la víctima —cubrir el vaso o no perder de vista la copa— “que ni de lejos atajan el problema”.

Respuesta feminista: reivindicar los espacios

Burgos se remonta al caso Alcàsser para abordar la cuestión de la penalización a las agredidas: se culpabiliza a las mujeres agredidas por consumir, pero “parece que hagamos lo que hagamos nos lo vamos a merecer socialmente hablando: si consumimos, si vamos por calles demasiado oscuras, si vestimos de determinada manera”. La antropóloga y periodista referencia a Nerea Barjola y su obra Microfísica sexista del poder (Virus, 2018) haciendo referencia al caso Alcàsser, cuando se culpabilizó a las tres niñas por haber hecho autostop.

¿Qué ha cambiado desde 1993 hasta ahora? “El asesinato de estas chicas sirvió no solo para aleccionar a las mujeres y para relegarlas de nuevo al espacio al que pertenecemos según el mandato patriarcal, que es el espacio doméstico, sino que también ayudó a parar los avances que en ese momento estaba teniendo el movimiento feminista”, resume Burgos. “Después de estos 30 años de lucha sigue habiendo representaciones mediáticas y sociales que siguen ahondando en el peligro sexual, en el alarmismo y en la responsabilidad de las mujeres de protegerse de las agresiones, pero hay un movimiento feminista mucho más fuerte que va señalando continuamente estos sesgos machistas”. La producción teórica, sumada a políticas de igualdad más recientes y especialmente las acciones del movimiento feminista autónomo, defiende, “pelean por cambiar el foco de las agredidas a los agresores”. Lo ejemplifica con el caso de La Manada: “El  movimiento feminista jugó un papel fundamental” y esa lucha se trasladó a las instituciones: “La conciencia feminista no es todopoderosa, pero sí ayuda a entender que hay una responsabilidad política” en la respuesta y prevención de las agresiones. Tres décadas después se sigue sin hacer autostop, pero probablemente ahora la réplica a los titulares de la época sería otra.

De la reflexión se deriva otro interrogante: ¿cómo se puede contribuir a construir espacios más seguros en el ocio nocturno para las mujeres? Hubo algo que motivó a Recalde a estudiar cómo ligan los jóvenes, y fueron los resultados de una encuesta realizada a casi medio millar de estudiantes de primer grado en la UAH hace dos años: “La pregunta era que señalaran si alguna vez, estando de fiesta, habían experimentado alguna de las situaciones que se les planteaban”. Los resultados fueron los siguientes: comentarios sexuales: 67,6% mujeres, 13,7% hombres, es decir, dos de cada tres mujeres los habían recibido; insistencias ante negativas a mantener relaciones: 31,6% de las mujeres, 6,5% de los hombres, es decir, casi una de cada tres mujeres las había sufrido; tocamientos o roces indeseados: 62,3% mujeres, 17,9% hombres, es decir, dos de cada tres mujeres habían pasado por esa situación.

El 65% de las mujeres ha recibido “comentarios sexuales groseros, maleducados o de mal gusto”; cuatro de cada diez ha sido víctima de tocamientos no deseados, el 35% asegura que le han insistido para mantener relaciones sexuales aunque haya dicho que no varias veces y el 28% afirma haber abandonado un local por sentirse acosada o perseguida 

Posteriormente, el grupo de investigación CINQUIFOR de la UAH, en el que Recalde participa, lanzó un nuevo cuestionario en el marco de un proyecto del Ministerio de Sanidad —cuyos datos han sido obtenidos recientemente y aún no se han publicado— a 1.600 jóvenes de 18 a 35 años de todo el Estado preguntándoles si “alguna vez en tu vida, estando de fiesta o justo después de ella, has sufrido alguno de estos episodios de manera no consentida cuando te encontrabas bajo los efectos del alcohol u otras drogas”. Los resultados siguen la misma tónica: el 65% de las mujeres —el 19% de los hombres— responden afirmativamente al campo “comentarios sexuales groseros, maleducados o de mal gusto”; el 43% de las mujeres —22% de los hombres— recibieron tocamientos no deseados; el 35% de las mujeres —16,5% de los hombres— asegura que le han insistido para mantener relaciones sexuales aunque haya dicho que no varias veces; el 28% de las mujeres —el 6,6% de los hombres— afirma haber abandonado un lugar (bar, discoteca, etc.) porque se ha sentido acosada o perseguida por alguien que quería mantener relaciones sexuales con ellas; el 19% de las mujeres y el 6% de los hombres remite haber recibido insultos o comentarios agresivos por no querer mantener relaciones sexuales; y el 7% de las mujeres y el 3,6% de los hombres afirma haber sido empujado o agredido físicamente por negarse a tener relaciones sexuales.

La reiteración de este tipo de cifras ha obligado a respuestas más o menos contundentes. A nivel europeo, no son pocas las discotecas que han decorado sus paredes con algún cartel de ‘No es no’ y varios espacios de ocio han organizado los denominados puntos violeta. Andrea Ruiz, investigadora en sociología y miembro de Sot a Terra, fue contratada para participar en uno durante el festival Arenal Sound. No solo denuncia que no les han pagado lo que les corresponde, sino que además muestra sus dudas con lo acertado de estas iniciativas. “Queda muy bien que el festival diga que hay un punto violeta y vinimos muy bien en un contexto de alarma social con los pinchazos, alguien tenía que hacer ese papel de apoyar a las chavalas para que no se fueran a casa que es lo que busca la cultura del miedo; está bien que haya un espacio seguro para quien quiera buscarlo, pero el dilema es que creemos que estos puntos violeta hasta institucionalizan los cuidados por parte de las mujeres”.

Las investigadoras concuerdan en que no hay estrategias infalibles porque el cambio reside en algo mucho más grande, pero sí aluden a la eficacia de los protocolos en espacios de ocio nocturno y sobre todo a la formación y concienciación de las distintas áreas que interactúan en los mismos. Los locales son, reconocen, un hueso “duro de pelar” en algunas ocasiones; pero pueden resultar eficaces. La discoteca donde se produjo la violación del futbolista Dani Alves contaba con el protocolo No Callem del Ajuntament de Barcelona: “Puede que algunos locales privados habiliten protocolos como una estrategia de lavado de cara, pero aun así pueden ser útiles, y en cualquier caso esta voluntad de ‘no quedar mal’ es señal de que la presión feminista está funcionado”, expresa Burgos, si bien incide en la necesidad de que “más que instrumentos finales existan procesos profundos de concienciación, de formación y de trabajo colectivo participativo donde se generen estrategias orientadas al cambio y no solo parches para actuar en un momento determinado”.

Los protocolos contemplan la puesta en marcha de “espacios colectivos creativos que ayuden en la recuperación de una comunidad que queda dañada porque la violencia sexual nunca es una violencia individual: es una violencia colectiva porque supone un mensaje a todas las mujeres”

Desde la Fundación Salud y Comunidad trabajan en estos protocolos, conformados por siete pasos y a los que atraviesan cuatro ejes: prevención y sensibilización (formación, campaña, diseño de espacios...), detección (contribuir en la percepción de violencias machistas tradicionalmente invisibilizadas y/o naturalizadas), actuación, recuperación y reparación, que a su vez se divide en dos ámbitos: el individual (acompañar a la víctima) y el comunitario (generar y recuperar espacios de resistencias). Sobre este último, Burgos cita como ejemplos la marcha en Iruña de sanación del lugar hasta el portal donde la chica fue violada, los minutos de silencio en Euskal Herria... “Espacios colectivos creativos que de alguna manera ayuden en la recuperación de la comunidad que queda dañada, porque la violencia sexual nunca es una violencia individual: es una violencia colectiva pues supone un mensaje a todas las mujeres”.


La conclusión: más feminismos

¿Cómo se les explica a esas individualidades que tras la recepción de estos discursos refunfuñarán que “ya no se puede ni ligar sin que te tachen de violador” dónde está el límite? Para Irantzu Recalde, la palabra clave es empatía, “leer a los demás, entender que no es lo mismo consentimiento que deseo, que no todas las relaciones son éticas”. No hacer lo que no te gustaría que te hicieran, resume, y abordar determinadas cuestiones como la sexualidad y el consumo desde una óptica menos moralista que se traduzca en información de mayor calidad. Chinaski va en la misma doble línea: “Creo que a algunos señores no les gustaría ver que determinados comportamientos son llevados a cabo contra sus hijas”, afirma, al tiempo que apunta a la educación “en el respeto a la mujer y a la libertad de sus actos” para un cambio de paradigma. 

Para Irantzu Recalde, la palabra clave para entender dónde está el límite en el ocio nocturno es empatía, “leer a los demás, entender que no es lo mismo consentimiento que deseo, que no todas las relaciones son éticas”

También en dirección similar señala Ana Burgos cuando es preguntada cómo podemos caminar hacia un ocio más seguro para todas las personas: “Feminismo, feminismo y más feminismo”, es la herramienta que percibe más útil. “Creo que hay que romper con el mandato de que el hombre debe tomar siempre la iniciativa y fomentar una comunicación más direccional”, añade, “donde además se trabaje el respeto a los límites, porque parece que para las mujeres el ‘no’ es el final en una situación de cortejo y para algunos hombres es el inicio”.

A la misma pregunta, Andrea Ruiz responde afirmando a la creación y consolidación de colectivos como Sot a Terra: tomar la iniciativa para que los espacios de ocio nocturnos sean más seguros para todas las personas, con independencia del género con el que se identifiquen, la orientación sexual, su manera de vestir, sus dinámicas en la fiesta o cualquier otro elemento. “Si no lo hacemos nosotras, no lo va a hacer nadie”. Incide, concretamente, en un término: cuidados. Es el mismo que emplea Recalde para cerrar la conversación: “Puede sonar simplista, pero creo que todo pasa porque las personas trabajemos en entender las relaciones desde una ética de los cuidados, del respeto y el cariño. Aprender a cuidarnos y a cuidar: es lo básico”.

Free party, ¿un cambio de paradigma?
La línea de investigación de Andrea Ruiz se enfoca en la cultura festiva alternativa. La socióloga entrevistó a varias mujeres que participan en el movimiento free party y extrajo varias conclusiones: faltan referentes femeninos en espacios como las cabinas —“la presencia de las mujeres en las raves se concentra en las áreas que reproducen los roles de género”—, escasea la producción científica alrededor de la free party —“se percibe como algo pasajero y se estigmatiza”—, el imaginario colectivo reduce las raves a un espacio en el que la gente se droga y ya está —“y donde además las mujeres que consumen sustancias asumen una doble (si es alcohol) o triple (si es alcohol y otras drogas ilegales) carga”— y se reproduce la feminización de los cuidados.

Si bien es cierto que Ruiz percibe que la free party supone ciertas libertades con respecto a las discotecas tradicionales, especialmente cuando se concibe por parte de los asistentes como una respuesta a la privatización de la fiesta —es decir, cuando tiene un corte político—, esto funciona como un arma de doble filo en el sentido de que puede silenciar determinadas violencias. “En la pista de baile pueden ocurrir situaciones incómodas, pero como no son tan habituales o no resultan tan evidentes, no le das la importancia que tienen o te cuesta más externalizarlas”. Así nace Sot a Terra, para “compartir las experiencias y legitimarlas”.

María Chinaski sabe cuidar bien de su gente, quizás por deformación profesional. Su capacidad mediadora le ha llevado a trabajar en la seguridad de locales privados y eso, junto al hecho de que “no me pongo ciega y habitualmente soy la mayor”, la convierte en un elemento seguro para la comunidad en las raves, la forma de ocio que acostumbra a elegir frente a los locales privados de ocio nocturno. Chinaski percibe las raves como espacios donde las violencias machistas “no son tan abundantes como en los clubes, pero claro que existen, aunque sean verbales”. Por suerte, dice, “nos cuidamos entre nosotras y seguro que eso evita que las cosas vayan mucho más allá, porque manadas hay en todos los ambientes, más o menos camufladas, pero las hay”.

Ana Burgos está de acuerdo con esta afirmación: ha salido tanto por locales de ocio privado como en raves o en fiestas de centros sociales autogestionados y ha percibido violencias machistas en los distintos entornos. Para ella, efectivamente, la diferencia radica en la respuesta: “Cuando hay una comisión feminista o una cierta concienciación política, existe una sensación de menor impunidad, lo cual creo que ayuda a frenar las violencias en esos espacios, aunque aún queda para erradicarlas todas. Salvo los no mixtos, ningún espacio que he frecuentado lo he vivido como espacio seguro”, asegura.
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Hodei Alcantara
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4/3/2023 9:44

Un análisis muy bueno y tajante sobre la violencia machista en el ocio. Creo que las conclusiones son claras: Las mujeres sufren muchas más situaciones de acoso, agresión verbal o sexual que los hombres, pero esto no se detiene protegiendo a las mujeres, sino formando y concienciando a los hombres en el respeto y la igualdad de género. En cuanto a las discotecas, es obvio que deben de ser revisados y minados sus protocolos machistas.

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